El debut declarado autobiográfico de Natalia Beristáin, No quiero dormir sola, sigue una premisa cada vez más recurrente en el cine independiente (Un mundo secreto de Gabriel Mariño, por ejemplo): la protagonista intenta lidiar con la soledad a través del sexo, fracasa, y, mientras tanto, encuentra algo similar a la expiación en la compañía que le ofrece alguien inesperado. Amanda (Gajá) es una joven desempleada que busca compañía de colchón para lidiar con el insomnio. Su abuela Dolores (con una actuación gallarda de Adriana Roel), en una versión colonia Roma de Sunset Boulevard, es una actriz retirada que vive pensando en sus años de gloria; es alcohólica y sufre de alzhéimer y, cuando la enfermedad se agrava, la internan en una residencia para ancianos. Amanda es la única que visita a Dolores y poco a poco entabla una cariñosa relación con ella aunque lo único que parece unirlas es la soledad.
No quiero dormir sola evidencia una directora en construcción. Los temas de la soledad, la vejez y la distancia generacional están ahí, a veces insertados de maneras afortunadas (como en la escena del baño, cuando los cuerpos desnudos de las dos protagonistas dejan ver el imperdonable paso del tiempo), otras, transmitidos a través de caminos muchas veces recorridos. La película es tan cumplida que deviene predecible y, aunque está deliberadamente diseñada para arrancar una lágrima traidora, apela a un sentimentalismo superficial sin arriesgarse o proponer ni en forma ni en contenido.
AVE (@AloValenzuela)