El filme arrastra bajo la engañosa cadencia del enamoramiento la apasionante obra de León Tolstói, teniendo el notable recurso de un teatro en San Petersburgo como locación principal de la que pueden –o no– desprenderse otros espacios para continuar o cambiar una secuencia. Según las necesidades de la historia, el escenario puede ser una habitación, una oficina burocrática en la que hay escritorios en lugar de butacas, una pista de caballos, un salón de baile o un pastizal. Y, de un compás a otro, abrir una puerta o el telón de fondo para ampliar el espacio y desplegar un campo abierto o un andén de trenes.
Este recinto principal destaca la afectación de la alta sociedad zarista del siglo XIX en la que cada individuo asumía un papel que desempeñar, ciñéndose a códigos de atuendo, comportamiento, etiqueta, incluso sentimentales. También acentúa las clases sociales, un tema que le costó a Rusia una revolución. Los mejores lugares están reservados para las clases más altas, y las más bajas permanecen tras bambalinas. El personaje de Anna es la fisura de la que emana la luz que descubre el espeso maquillaje que recubría esta población. Es ella quien les hace ver, a pesar de ella misma, la magnitud de su hipocresía.
Todo comienza con la visita de Anna a su cuñada. Su hermano acaba de engañarla y, a manera de presagio, Anna le pide que piense en su familia, que rescate de su alma el amor que guarda, y lo perdone. Él está arrepentido. Hasta este momento Anna es la esposa y madre cariñosa que desempeña cada uno de sus roles con convicción, ternura y satisfacción. Irónicamente, durante este viaje de San Petersburgo a Moscú conoce al hombre que la llevará a la ruina, Vronsky (un Taylor-Johnson demasiado afeminado para la clase de perdición que interpreta), un joven soldado casamentero hijo de una condesa, por quien siente una pasión física incontrolable. Kitty (Vikander), una amiga de la familia, está en edad de merecer y cree que durante un baile Vronsky le pedirá matrimonio. No sucede así. En cambio, se le declara Levin (Gleeson), un joven aristócrata en busca de un amor profundo, transparente y honesto, a quien rechaza. Durante ese mismo baile, Anna seduce casi contra ella misma a Vronsky. Él la sigue a San Petersburgo e insiste para que estén juntos hasta que ella finalmente cede.
La historia del amorío entre Anna y Vronsky, en la que el marido (Law) y el hijo (McNamara) son sacrificados en nombre de un amor físico y pasional, corre en paralelo con la de Levin y su búsqueda por cierta estabilidad y balance entre sus necesidades afectivas y el mundo que lo rodea, y su amor, mucho más maduro y puro, hacia Kitty. Poco vemos de las tribulaciones de este personaje que en la novela se acerca de manera más directa a las ideas de Tolstói por una cuestión de tiempo y tempo. Las coreografías teatrales (que en un primer momento amenazan con convertirse en un musical, pero que se mantienen contenidas en una tesitura agradable) siguen el acelerado ritmo del arrobamiento adúltero.
Este experimento de Joe Wright, que definitivamente marcará las adaptaciones de Anna Karenina, sabe ser razonablemente ornamentado. En todo momento coquetea con la exageración –tanto en el uso de la música, en los bailes, los vestuarios, las actuaciones-, pero nunca cede. Y aunque sacrifica una parte de la historia y mucho sobre la profundidad de los temas, es lo suficientemente elegante y también vulgar para llamar la atención y, una vez teniéndola, no dejar ir.