La leyenda de Lowell
De manera improvisada, en último momento, el director David O. Rusell decidió iniciar El peleador a manera de documental: los dos hermanos boxeadores, Dicky (Bale) y Micky (Wahlberg), posan sentados en un sofá para el director que los interroga detrás de su cámara fija. Micky, el menor, calla, mientras que Dicky no deja de moverse, habla con rapidez, ansiedad y con elocuencia callejera. Se sabe protagonista de la filmación, héroe local, leyenda de Lowell, la pequeña y aburrida ciudad industrial de Massachusetts en la que viven. Haber noqueado al boxeador Sugar Ray diez años atrás le da esa autoridad, al menos en su cabeza, a pesar de su adicción al crack. Él cree que pronto se recuperará y volverá a pelear, pero sus creencias están lejos de la realidad. Y se dará cuenta, gracias a la televisión.
La trama está dentro de los convencionalismos de las películas de ring. Un hombre humillado por la vida encuentra en el box un camino hacia la satisfacción personal. El masoquismo que Darren Aronofsky explora de manera extrapolada con el luchador en decadencia interpretado por Mickey Rourke en El luchador (2008), la necesidad suicida de sacrificar la integridad física con tal de obtener un poco de contacto, al menos durante el combate, Rusell lo traslada, más condescendientemente, a la esfera familiar.
La madre, Alice (Leo) –una mujer exasperante que fuma sin parar y lleva bajo sus alas de gallina a sus dos pequeños varones, a un esposo aún más empequeñecido (aunque el hombre dice en varias ocasiones que es padre de Micky, es difícil creerle) y a una masa de esperpénticas falsas güeras de circenses peinados que son sus hijas-, ha sometido al musculoso par a sus deseos con chantajes y cariñitos sospechosos. “Todo se lo deben a ella” y todo se los cobra. Bajo el pretexto del amor, ella es su madre, su manager, su agente de relaciones públicas, su defensora, su vigilante y la dueña de sus quincenas. No es difícil imaginar que el efecto de esta castrante personalidad ha inducido a Dicky a las drogas y a Micky a asumir una posición servil y muda dentro de su familia. Él es un instrumento que su madre y su hermano manejan a su antojo, un ‘peldaño’ en el ring, hasta que otra mujer, su novia, Charlene (Adams), comienza a hablar por él y así consigue una honorable posición en su profesión. Lo más interesante de este tablero es cómo el director arma este laberinto de personalidades con buenas actuaciones. Christian Bale, como el hermano, Amy Adams, como la novia, y Melissa Leo, como la madre, son tres polos de actuación sólida, inamovibles, entre los que el tierno Mark Wahlberg tiene que desarrollarse.
Lo que desmarca a El peleador del resto de las películas de box es el guiño un tanto irónico que Rusell extiende de manera discreta sobre la vida de las personas en las que está basada la historia, para hacer un comentario sobre el espectáculo del box y sobre las aspiraciones de fama que mueven a sus protagonistas y que ilusionan a todos los habitantes de Lowell. ‘¿Quién es la verdadera leyenda de Lowell?’ es la pregunta que subyace la trama y que divide a los hermanos. Es la pregunta que solamente la televisión puede contestar. No es cuestión de nocauts, sino de minutos de transmisión. Al inicio de la cinta, HBO sigue con una cámara la vida tropezada de Dicky que se cree protagonista de una película de redención. Fascinado consigo mismo, camina a paso rítmico por las calles saludando a todo el que pasa, como si él fuera la reina del carnaval. Es hasta que descubre en televisión que se trata de un documental antidrogas sobre la adicción al crack en la que él es el contraejemplo, que su vida y la de su familia dan un vuelco favorable.
Las peleas, que carecen de la emotividad que generalmente acarrean en el cine, se proyectan como se verían a través de una pantalla de televisión. En una discusión sobre si Micky debe o no pelear contra un hombre diez kilos más pesado, Dicky calla a su madre diciéndole “tú ves todo con distancia”. Esa distancia que existe entre la madre y sus hijos durante una pelea, a pesar de las muecas de contracción que hace cuando un puño está despedazando la mandíbula de su pequeño, se acrecienta exponencialmente para el público que las mira desde la comodidad de su casa con cerveza y botana a la mano, para quien su lucha es sólo un espectáculo. Lo extraño es que al vivir para el rating, Micky y Dicky ya no saben verse más que a través de la televisión. El final, que redondea la película (volvemos al sofá), reitera esta postura. Es Dicky quien finalmente acepta frente a la cámara quién es la verdadera leyenda de Lowell. Y aquí Christian Bale, como el gran actor que es, le pone un estremecedor punto final a una interpretación memorable.