En 2007, Ernesto Contreras (Seguir siendo, 2010) estrenó una película fina e interesante, Párpados azules (2007). Una ópera prima con un guión bien estructurado, y buenas actuaciones, con un diseño de arte capaz de revelar una pobreza defeña digna y que puede ser bella, sin caer en irrealidades, una propuesta fotográfica simétrica y original, congruente con una historia que sigue a dos tristes solitarios de acartonadas personalidades que aunque se unen en compañía, permanecen en soledad. En la nueva película de Contreras, Las oscuras primaveras (2014), el director recupera el relato de dos solitarios de una clase social poco favorecida, y a esta premisa le agrega una atracción fatal entre sus dos protagonistas, dos completos desconocidos que, acompañados por la esposa de uno y el hijo de la otra, crean un trágico cuadrángulo amoroso y acaban destruyendo sus respectivos ámbitos familiares. Se trata de una producción más glamorosa que Párpados azules arropada con una fotografía que se impone buscando cierta estilización, una filmación prohijada por el preciosismo de la coloración opaca y con escenarios más vistosos, y actores más famosos: repite con la ahora más popular Cecilia Suárez y añade a José María Yazpik, e Irene Azuela.
Al inicio, Las oscuras primaveras anuncia que es invierno. Inmediatamente, un niño disfrazado de león observa el horizonte desde un paraje solitario y brumoso. Lo que sigue es un cambio de escenario con un tono igual de apesadumbrado. Un hombre, con evidente hastío de su trabajo como plomero, suspira con desencanto. Las tuberías, su goteo, perfilan su posición en una empresa que fabrica y vende fotocopiadoras: está en el sótano, en la posición más baja. Aparece en escena, con singular arrojo, una mujer hermosa que porta un uniforme que destaca sus atributos físicos. Se desata el chaleco frente al plomero. Debajo de la blusa destaca un sostén con diseño de lunares negros, muy sensual. Atónito, el individuo voltea a su alrededor, quizá pensando que se trata de una broma. Sus senos turgentes se afianzan hacia la figura del sujeto. Ambos desconocidos tienen un escarceo sexual breve –sin conclusión orgásmica– que al poco tiempo se ve interrumpido por el hombre. Ambos llevan en sus rostros emociones que revelan podredumbre. Se distancian y, en automático, cada quien vuelve a su rutina basada en el mismo principio de la fotocopiadora, el producto estrella de la empresa donde laboran: la repetición; la duplicación incesante de las mismas actividades hasta volverse la mayor parte de su vida cotidiana.
Ellos son Pina (Azuela) e Igor (Yazkpik), y ese primer encuentro intentará consumarse a lo largo de la película. Los dos trabajan en el mismo corporativo en la Ciudad de México. Ella, en su calidad de asistente especializada en cafeína (combustible para la oficina y los recursos humanos por excelencia), está obligada a usar uniforme. Sí, ella sirve el café y mantiene alimentado el motor del automatismo; él, Igor, es plomero y se encarga de que el motor funcione a pies juntillas para que no colapse parte del engranaje. El pequeño vestido de león que aparece en la primera secuencia es Lorenzo (Hayden Mayenberg), el hijo de Pina, que funge como la carga para esa joven madre insatisfecha sexualmente. Pina e Igor están atados a una vida que no desean: ella está divorciada y vive con Lorenzo, de seis años de edad, un niño quisquilloso y egoísta a raíz de la separación de sus padres. Igor está casado con Flora (Suárez), de personalidad sumisa, trabajadora, que acepta su épica de mucama y servidumbre atenida a las querencias de sus empleadores. Ellos no pueden tener hijos. El contacto sexual, hasta donde se aprecia, es mínimo o nulo, y una profunda tristeza, además del agotamiento por sus actividades laborales, dejan poco tiempo para que la pareja crezca en un cariño que se mira desgastado.
Las frustraciones de ambos se extienden en sus respectivos hogares de distinta manera. Ella tiene arranques de desesperación que solo expresa a través de gritos contra su vástago y arranques de neurosis que delatan su poca paciencia. Lorenzo la ve con enojo y evidente rencor por su negativa a continuar con su papá. Ella se da cuenta. El niño, en su cándida crueldad, la tortura levemente y ella, con su carácter, solo incentiva los roces, los exacerba. Aunque por momentos intente conciliarse con el niño, el daño es mucho más profundo y no solo entre ellos. Hay una fractura en su propia noción materna.
Las oscuras primaveras retrata, como ya se ve, el hartazgo que nace de circunstancias no deseadas, decisiones incorrectas y sueños impedidos por un mundo que no va acorde con los apetitos (¿acaso desconocidos por ellos mismos?) y necesidades de los personajes, aunque quizá ese mundo, tiempo atrás, llegó a funcionar para ellos. La situación se cierne en la forma de atmósferas grises y escenarios tórridos de luz opaca, hasta hacer la existencia de los protagonistas, para ellos mismos, algo insoportable; incluso durante el despliegue de sensualidad y sexualidad repentina que llega a darle un poco de vitalidad a sus rutinarias existencias. Las consecuencias por venir a lo largo de la trama son inevitables y, como si de Ananké se tratara, tangibles al espectador aun antes de que el final explote su despliegue de melodrama. Así se consuma el corazón de la película: el deseo sexual como pivote para una nueva etapa en sus existencias.
Las vidas sombrías de Igor y Pina, su deambular por un territorio urbano tan caótico y ajeno a sus espíritus compactos y solipsistas, tienden a tener un buen contraste en el cuidado en la cámara de Tonatiuh Martínez que, ayudado por las trabajadas coreografías de ciertas escenas, busca dotar de elegancia a las secuencias, no siempre saliendo exitoso. Su trabajo hace buena dupla con la música compuesta por Emmanuel del Real “Meme” (Café Tacvba), aunque en ocasiones el tono parezca coquetear con el de un videoclip.
Como en Párpados azules, en Las oscuras primaveras, el realizador propone vidas desdibujadas y tristes; ahora emplea un guión que se vale de giros en la trama y del intento de crear suspenso para avanzar. El motivo del deseo se siente ligeramente impostado en esa extraordinaria carga hormonal y los diálogos tienden a lo anodino, desequilibran el ritmo y la emoción, y le dan un sentido burdo a las emociones encontradas que padecen los personajes.
Las actuaciones acaban siendo un reflejo de la irregularidad del guión. Si en su primera ficción Contreras concentraba el interés de la historia en la solidez interpretativa de Cecilia Suárez y Enrique Arreola para extraer de ellos, en close-ups, una gama de gestos de gran fuerza expresiva con diálogos escasos; en Las oscuras primaveras abundan las conversaciones fallidas y las interpretaciones poco convincentes que se acentúan por las escenas de desnudo del personaje de Azuela, casi siempre tan sobrejustificadas por el guión que se vuelven forzadas, como si la película hubiera sido armada para desembocar en esa exploración tan gráfica como pocas veces se haya visto en un filme mexicano. Azuela, ayudada por un vestuario “sexy” y un maquillaje exagerado, parece asumir físicamente a su personaje desesperado cuando destila sensualidad y ansiedad, cuando está histérica y agrede a su hijo, ya sea gritándole o tirando sus juguetes; incluso cuando cree perderlo después de un arranque y al encontrarlo lo abraza entre desesperada y culpable; no es así en los momentos en los que la sensualidad se ausenta y, sin conflicto evidente, ella tiene que volver a ser madre. El dilema entre amar a su hijo y querer salir a acostarse con un desconocido se puede adivinar por sus acciones, no tanto por esa mirada que parece más la de una niñera joven esperando su hora de salida que la de una progenitora presionada y frustrada cuando contempla al pequeño sentado a la mesa. José María Yazpik recurre a la falta de matices para mostrar su parquedad, demostrando que la inexpresividad y la parsimonia no son sinónimos. Es torpe, sexualmente aburrido, incluso en los momentos de mayor arranque, carece de la animalidad o rudeza que se esperaría para compensar a la feroz feminidad explotada por Azuela. Cecilia Suárez es la más consistente del trío, con una mirada ausente que parece recobrar sentido cuando cree poder volver a tejer lazos con su pareja. Da pasos más o menos seguros en la transición de la contención, a la confrontación pasiva (a través de quejas y pequeños reclamos) con su esposo, al abierto enojo en su contra. Por momentos intenta ubicar el acento en la voz en la clase social a la que pertenece su personaje, pero no lo hace constantemente, lo que dificulta la credibilidad, al igual que con los otros dos actores. Finalmente, sus esfuerzos se desploman con el fatídico y azaroso desenlace.
No deja de ser extraño ver a Azuela, con su obvia belleza, sirviendo café en una oficina. Podría suceder, pero se vuelve todavía menos verosímil cuando aparece Yazpick, con su cuerpo de gimnasio, interpretando a un plomero. Tampoco ayuda que usen un vocabulario claramente clasemediero. En cuanto a la trama, no deja de hacer ruido que los amantes en potencia no puedan hacerse un espacio en sus vidas para encontrarse, y que tengan que destruir a sus familias para verse. La solución que se ofrece con el hijo parece falsa y apresurada. Él, junto con su padre, decide irse, y se lo anuncia a la madre de un día para otro, sin el menor remordimiento ni la mínima consideración. La actitud tan despreocupada del niño lo hace ver como protagonista de una película de terror, sin que aporte a la historia, más bien desviándola. Todos estos cabos sueltos que va dejando la película precipitan la acción al aspaviento final que termina por desbarrancar el proyecto.
Las oscuras primaveras contiene una historia de espontáneo e incontrolable deseo concebida desde su guión como un relato melodramático con visos dolorosos y fatalistas para sus personajes principales. Los cuatro tienen la oportunidad de dejar atrás una vida insatisfactoria para correr en busca de nuevas primaveras, pero cualquier intento de escape está aderezado por una falsa ilusión a la que le sucede una cruel vuelca de tuerca. El sufrimiento parece deambular a 300 metros sobre la cabeza de los protagonistas como un yunque en caída libre, dándole a todo un dejo moralino, similar a lo que sucedía en los thrillers de Hollywood de los finales de los ochenta y principios de los noventa, como Fatal Attraction (1987), Final Analysis (1992) o Basic Instinct (1992), en los que no podía cerrar la película sin que supiéramos que el pecador recibiría su castigo de alguna u otra manera.
Contreras no logra acercarse al aliento dramático y la calidez de su Párpados azules, donde la precariedad de recursos y la solidez del guión lo condujeron a afincar su oficio en el trabajo actoral y de cámara, para sumergirnos profundo en un tema planteado con claridad y llevado a buen puerto con galanura. Donde antes dominó la sutileza, esta vez se intentó imponer la tosquedad. El director no había terminado de afianzar aquel estilo que tan bien se ajustó a sus preocupaciones, cuando parece que quiso rebelarse contra él, repitiendo temas con formas casi opuestas. Quizás el gran acierto discursivo, que permite vincular a Las oscuras primaveras con Párpados azules es la metáfora de la máquina. Igor trabajará por y para un producto: la fotocopiadora, instrumento creado para la reproducción de una misma imagen una y otra vez. El facsímil es lo que se espera del trabajador. Igor odia su trabajo y esta condición degradante. Le fastidia tener que trabajar tanto para ahorrar dinero con una persona por la que ya no siente deseo. Necesita romper con la rutina sin sentir culpa. No es, pues, que Las oscuras primaveras carezca de noción poética o de intenciones reales de explorar la animalidad de sus personajes y sus consecuencias, tampoco de talento en la fotografía, la música o incluso en la actuación. Es evidente el talento de Ernesto Contreras; pero en este filme faltó cohesión, ritmo, armonía en el tono y que todos los elementos corrieran unidos en la misma dirección.