Por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
De poco sirve hablar de las cifras registradas a partir de los censos de población cuando cada uno de los habitantes de la Ciudad de México vive, a diario, la aglomeración urbana; el amontonamiento de pasajeros en el metro, el congestionamiento vehicular, los plantones, las marchas, la pesadumbre de los trayectos al trabajo y el anhelado regreso a casa. No obstante, los números permiten crear una idea abstracta de la dimensión del problema; gran parte de la dinámica de la ciudad se debe a los casi 29 millones de personas que habitan la Zona Metropolitana del Valle de México que incluye la Ciudad de México y los municipios conurbados del Estado de México.
En este ajetreo constante hay un peculiar personaje, cuyo encanto radica en ser un hombre real y ordinario llamado Oscar Torres, mejor conocido como Mosca. Este hombre –protagonista del relato documental construido por su amigo, el artista visual y cineasta Bulmaro Osornio– ha decidido apartarse, en la medida de lo posible, de la masa cotidiana de la capital. Como taxista nocturno, Mosca disfruta la apacible ciudad; avenidas desocupadas que posibilitan un cómodo traslado de cualquier punto de la ciudad hasta zonas más alejadas como Cuautitlán Izcalli, municipio en el que vive. El noctámbulo chofer traslada a los pasajeros cuando la ciudad descansa; algunos duermen, otros callan, y unos más platican con un desconocido que será el encargado de llevarlos a casa. En una de esas pláticas, descubrimos que Mosca encuentra en la vida nocturna el tiempo necesario para reflexionar sobre la ausencia de Teresa, su esposa muerta.
Con material filmado hace cerca de 20 años descubrimos al otro Oscar: un joven extrovertido con una enorme sonrisa, cabello largo, y que eleva las manos bailando y tambaleándose en la azotea de una casa de Santa María de Guadalupe, su querido barrio en el que ha vivido desde niño, al lado de sus mejores amigos, Los Malhechos, un grupo de jóvenes irreverentes que conviven al ritmo de la música de Real de Catorce. Descubrimos la creciente relación de amor entre él y Teresa, una mujer tranquila y prudente, “alivianada” diría Mosca. Escuchamos sus recuerdos como aquel que podría causarle envidia a cualquiera que esté fastidiado de la rutina diaria: “El pinche deleite de ser lunes, suspendido en el espacio, caminar con tu esposa de la mano y tomando una chela”. Esa grata sensación contrasta con el Oscar viudo, sereno y nostálgico que convive muy de cerca con Mitzin y Teresita, sus dos hijas.
Una cámara segura –que no titubea–, pero también tímida –que prefiere quedarse en espacios interiores–, se vuelve la fiel acompañante de Mosca: las habitaciones y pasillos de su casa son retratados lentamente por el ojo de Osornio. Este último pone atención en los detalles; se detiene en las paredes y observa con esmero los posters de los conciertos pegados en las paredes (como el que la banda de punk rock MxPx ofreció en Tlalnepantla en 2008), así como el interior de los muebles con discos y dvds de música (desde Polo Montañez, Goran Bregovic o los Red Hot Chili Peppers) para darnos cuenta que estamos frente a un melómano. Un hombre que cree haber decepcionado a su madre, y que le preocupa fallarle a sus hijas. Mosca aún recuerda un diálogo sobre la muerte entre Pedro Infante y Fernando Soler en No desearás la mujer de tu hijo (Dir. Ismael Rodríguez, 1949), pero sobre todo, evoca a su difunta esposa al grado de imaginarla viva durante sus trayectos nocturnos.
En este acelerado crecimiento demográfico, muchas zonas de los municipios conurbados se han saturado de casas construidas sobre cerros exponiendo las superficies grises y rugosas de los tabiques. Así como los ladrillos con cemento son la base de las construcciones, Mosca nos permite acercarnos a esa estructura primaria, aquella que está fuera de toda clase de apariencias, la que con la mayor honestidad y soltura posible nos muestra a un ser humano congruente, trabajador y responsable.