La historia latinoamericana de los últimos 40 años está erosionada por las dictaduras militares que destazaron una parte de su población y la entereza de los sobrevivientes. El miedo, la violencia, el enojo y la impotencia impuso a muchos de los vivos –que veían a los suyos caer o desaparecer y a su propia fantasía del futuro desvanecerse bajo la sombra de un tirano– una moral de muerte. Muertos en vida.
El 11 de septiembre no tiene para los chilenos el mismo significado que para el resto de occidente. En 1973, un sector de la Armada Chilena incitado y apoyado por el gobierno estadounidense derribó el gobierno de Salvador Allende. El golpe de Estado abrió paso a una dictadura militar que terminaría hasta 1990, 17 años después. La tragedia iniciaba: el Chile de Augusto Pinochet se erigió sobre el cuerpo desecho de su presidente, un falso suicida. Algo más que su aliento se perdió con el disparo que le destrozó la cara.
Con una agridulce ironía posible sólo a través del arte, Pablo Larraín utiliza ese cuerpo, hediondo y abyecto, para hacer una hermosa pero cruel metáfora del Chile de ese periodo en Post Mortem (2010). Como ensayó en Tony Manero (2008) con un hombre obsesionado con el famoso personaje que John Travolta interpreta en Fiebre de sábado por la noche (1977), lo hace siguiendo con elegante delicadeza e incómoda cercanía a su personaje principal, en este caso, Víctor (Alonso), que se dedica a transcribir autopsias. Larraín demuestra la madurez de su lente, fusionando espacio y personaje, alma y forma, e historia e Historia. El universo de su película está contenido y se transpira en cada mueca de su personaje.
Víctor vive solo y casi exclusivamente para su trabajo. Un pequeño vecino suyo lo ayuda a pasar las autopsias a máquina. Durante las tardes la voz del niño leyendo los dictados que Víctor toma en la morgue transporta a la mesa de la pequeña casa los cuerpos escrutados sobre la plancha. Es escalofriante y es su actividad más social. Hasta que se enamora de Sandra (Noguera), una bailarina de burlesque, también su vecina, por la que está dispuesto a hacer cualquier cosa. Su forma de cortejarla es tierna y patética, pero funciona. Poco a poco el romance que vive de manera modesta es penetrado por la fuerza de los sucesos políticos y sociales que se desarrollan en las calles. Por ejemplo, mientras atraviesan una manifestación de extrema izquierda en auto, un amigo reconoce a Sandra por la ventanilla, abre la puerta y la integra a la fuerza a la multitud. La revuelta estalla en la ciudad y en su corazón, pero no por la pasión. Lo que alimenta el estallido es es el enojo causado por el sometimiento de la libertad por el automatismo.
Mientras la película avanza, la compenetración se hace más evidente. La imagen del tanque en el inicio es recurrente, casi omnipresente hacia el final. En las últimas secuencias el estilo de Larraín triunfa: pocos diálogos, un diseño de arte que enfatiza lo atroz con precisión, personajes explorados con profundidad y crudeza, encuadres desenfocados, escenas que se desarrollan sin prisa, una uniforme propuesta de color –en Tony eran tonos sepias; aquí, azulados. Esto lo prueba: cuando la ayudante del responsable de las autopsias ve gente viva en un hospital repleto de cuerpos masacrados. Cuando se realiza la autopsia a Allende y la actitud de los personajes oscila entre el orgullo nacionalista y el odio. Cuando una secuencia que en cualquier otra película hubiera sido larga y aburrida –apenas una parte del torso de Víctor apilando muebles frente a una cámara fija durante varios minutos– se vuelve tétrica y reveladora. Esta última secuencia confirma lo que con paciencia Larraín desarrolla en la película. Una vez que la muerte se ha plantado en la vida, el amor se convierte en un tirano, y, peor, en un sirviente de la Historia.