Reseña, crítica Tenemos la carne - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
We Are The Flesh
Tenemos la carne
 
México-Francia
2016
 
Director:
Emiliano Rocha Minter
 
Con:
Noé Hernandez, María Evoli, Diego Gamaliel, Gabino Rodríguez
 
Guión:
Emiliano Rocha Minter
 
Fotografía:
Yollótl Alvarado
 
Edición:
Yibrán Assaud, Emiliano Rocha MInter
 
Música
Esteban Aldrete
 
Duración:
79 min.
 

 
Tenemos la carne
Publicado el 28 - Mar - 2017
 
 
  • Tenemos la carne puede sonar como a chaqueta mental postadolescente. Y sí, definitivamente lo es. Pero es una que tiene centelleos de genialidad. No es, en lo absoluto, un proyecto desarticulado, descoyuntado, hecho al chingadazo.  - ENFILME.COM
 
por Alfonso Flores-Durón y Martínez

Aquí puedes ver nuestra Entrevista con Emiliano Rocha Minter, María Evoli y Diego Gamaliel

Tenemos la carne es más Chespirito que Haneke: Emiliano Rocha Minter

Son varias las lecturas que pueden dársele a Tenemos la carne, la ópera prima de Emiliano Rocha Minter, el cineasta mexicano de 27 años. Incluso podría revisarse desde un punto de vista literal, como ya la han visto a los que pensar les causa pereza, o simplemente a quienes se les complica esa vital actividad de la mente. De cualquier modo, incluso en ese nivel, la película tiene innegables valores estéticos, sonoros, conceptuales, chispazos de ingenio que la hacen destacar de entre tantas películas, en México y en el mundo, que en cuanto aparecen los créditos finales, se precipitan al olvido, si no es que desde antes.

Mariano (Noé Hernández) es un menesteroso que vive en un edificio abandonado que, después descubrimos, se encuentra en el centro de la Ciudad de México. Es el amo y señor del espacio, sin importar que sea el único habitante. Aunque, a través de un agujero ubicado en la parte inferior de una pared, consigue hacer trueques a cambio de comida con, eh, nunca se sabe con quién. Quizá unos duendes u otros seres como él. ¿Qué más da? Él se prepara platillos asquerosos, mezclando sobras con agua y líquidos de dudosa procedencia. Hasta que llega una pareja de jóvenes (María Evoli y Diego Gamaliel) que, reconoce, lleva mucho tiempo caminando en busca de comida y de refugio. Mariano les ofrece quedarse pero el hospedaje tendrá su precio. Los hará vivir, como él hace, despojados de toda náusea y sentido del pudor y la moralidad, siguiendo los instintos más primitivos, más salvajes, más elementales que les nazcan (o que él les obligue a despertar). Con cierta renuencia (más él que ella), pero aceptan. Y, pese a que él, si bien de forma no muy convincente, revela que son hermanos, pronto quedan atrapados en una vorágine de delirios degenerados. Relaciones incestuosas, necrófilas, masturbaciones mortales, ímpetus gore, canibalismo y éxtasis demenciales, se amalgaman con lúcidas reflexiones (algunas existenciales), disparates, provocaciones y humillaciones a quienes tienen la desgracia de, por azar (“el criminal más grande que ha pisado la tierra”, como cavila Mariano) también llegar a la construcción: otra chica y un soldado, y luego varios personajes más, alguien parecido a Satanás, por ejemplo. Entretanto, Mariano y los hermanos construyen una cueva (tipo bóveda materna), dentro del mismo espacio en el que practican sus ceremoniales dionisíacos usando trozos de madera y masking tape, convirtiendo el sitio en un laberinto de pasillos de degradación y encrucijadas de autodestrucción del cual parece imposible escapar.

Tenemos la carne puede sonar como a la chaqueta mental postadolescente de un provocador. Y sí, definitivamente lo es. Pero es una que tiene centelleos de genialidad. No es, en lo absoluto, un proyecto desarticulado, descoyuntado, hecho al chingadazo. Ni tampoco es un típico filme contemplativo de los que abundan, en el que el director espera que el filme se resuelva solo, únicamente poniendo la cámara y delineando el concepto. Se trata de un alarido visceral, lleno de resentimiento, en el que hay oscilaciones de decibeles y entonaciones y al que, claro, se le sale uno que otro gallo. Es el licuado mental de un joven, Emiliano, al que en la cabeza le revolotean y le llegan a taladrar ideas, conceptos, juicios, frustraciones, sueños, miedos, deseos, influencias (artísticas, fílmicas, televisivas), aspiraciones, decepciones de su propia vida, de la de México, el país que habita, del mundo que le ha tocado vivir en sus aún escasos años de existencia. Y si bien muchas de estas líneas se cruzan, chocan, se contradicen, se enredan, particularmente porque sobre el cerebro suele prevalecer la emoción y el sentimiento desgarrado, Emiliano ha logrado darles un cauce que, sin renunciar al caos y cierta arbitrariedad, de algún modo (podríamos llamarlo "talento") consigue que cuajen y se integren en anárquica armonía. 

Para conseguirlo, además de dejar libre (como a su inconsciente) la ráfaga de recursos actorales que arroja Noé Hernández en una de las interpretaciones fílmicas más acabadas e impetuosas en la historia del cine mexicano (bien apuntalada, además, con la desvergonzada contribución de Evoli y Gamaliel, también de Gabino Rodríguez), Rocha Minter se avoca a la creación –junto con su fotógrafo, Yollótl Alvarado- de una colección de imágenes que pese a la sordidez del escenario y su ambientación (magnífico diseño de arte, también) y, en ocasiones, de las acciones que en él se verifican, por lo general están llenas de plasticidad y belleza. La cámara se mueve con vértigo cuando es necesario, con tersura si así lo exige el momento, y puede quedarse quieta, también. La explosión de colores (a veces tirando a unos amarillos bien graduados, otras a unos naranjas opacos, o a rojos intensos, y azules pardos, o cercano a los negros y su oscuridad) refresca constantemente la pantalla, además de robustecer cada viñeta que en ella se despliega. Y el sonido, cuyo diseño es fundamental para la consumación de este mundo, que no es otra cosa sino la atribulada cabeza de Emiliano, director del filme, a cada instante afianza no solo la turbiedad de las atmósferas conjuradas, sino igualmente el pulso mismo de lo que en esta historia va ocurriendo; sus latidos graves son los resortes en los que se apoyan las imágenes, y por lo mismo es que adquieren mayor resonancia los episodios cuando el silencio es el que domina.

En el lienzo apocalíptico (por momentos más bien psicodélico) que presenta Emiliano Rocha se pueden encontrar influencias variadas, visuales y conceptuales. No es difícil pensar en el aniquilamiento social que ha llegado a proponer Haneke, pero de la mano de la desesperanza y zozobra encabronada de los cuadros de Francis Bacon, la violencia artística del cine de Zulawski y la inescrupulosa carnalidad de Gaspar Noé, aderezado por chambonadas que bien pueden proceder de Chespirito, una de las referencias que el propio director asume. El mundo que vemos en Tenemos la carne y que a tantos incomoda, es la realidad aglomerada y condensada de la crisis profunda (de valores, de afectos, de asideros, de esperanza) que vive un México muy violento en la actualidad, herencia de un México históricamente violento, con una clase política corrupta, impune, y una sociedad poco civilizada. Parece, hoy en día, que todo está escalando in crescendo (como cuando Mariano toca desquiciado el tambor y la cámara hipnotizada se enreda en su ritmo y termina envolviéndolo) y que nos acercamos inexorablemente a una detonación estruendosa.

La soledad que vive Mariano, si bien asumida, es inclemente y, parece, ineludible. Queramos reconocerlo, o no, la compartimos con él. Y a la mayoría nos ha pasado quedar atrapados (aunque sea temporalmente, como lo es el filme a fin de cuentas –apenas ochenta minutos-, un exabrupto instalado en la mente del director, que se manifestará en ocasiones en su vida y en otras tal vez se apagará y que, por lo pronto, eligió plasmar de forma artística para compartirlo y para que, ése sí, permanezca) en la desazón, la rabia y la impotencia, dejando que los caprichos de la mente se den gusto con sus debrayes. El arrebato de Emiliano es como una pesadilla llena de furia, pero también de cinismo, hacia fuera pero igualmente hacia dentro. Se rebela ante el sistema que critica, pero no termina de estar inmune a sus coqueteos, ni exento de ser parte de la putrefacción en que se ampara. Lo que es, al mismo tiempo, en este universo de contradicciones, virtud y defecto de Tenemos la carne.

Los soliloquios de Mariano, vomitados con rencor, desfachatez y un buen grado de humor, bien pueden tener como antecedente el inicio del filme de la madre de Emiliano, Sarah Minter (videoasta y cineasta), titulado Nadie es inocente (1987), solo que en el cortometraje que ella dirigió la voz en off de un chico que se está despidiendo de Neza, su tierra, habla más bien en un tono de dulce resignación. Pero se trata de un tipo igual de alienado, que podría ser una versión joven de Mariano, que tras años de frustraciones e impotencia al ver cómo todo se va al carajo decide que, si se va a ir, se vaya en serio. Y entonces es que se aísla por completo y se entrega a la corrupción total, al aniquilamiento del yo en este colérico impulso, al mismo tiempo doloroso; la aceptación (de nuevo, casi adolescente) de que si todo se lo está llevando la chingada, la exigencia no es resistir o buscar alguna transformación, sino simplemente disfrutar el proceso con orgiástica seriedad.

 
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