La sangre de un poeta
Por Sofía Ochoa
”Vi su película. Fue como viajar a otro mundo durante una hora”, según Jean Cocteau, este es un buen halago para su opera prima, La sangre de un poeta. Proviene de una mujer que trabajaba para él. El comentario de la mujer funciona como nota al pie e ironiza uno de los intertítulos iniciales, que reza: “libre de escoger las caras, las formas, los gestos, los tonos, los actos, los lugares que le placen, compone con estos un documental realista de hechos irreales”.
Los elementos que componen el filme y el proceso creativo que muestra, como dice la cita, son realistas. Que no exista una línea narrativa que pueda explicarse en un par de renglones reitera la ininteligibilidad de esa realidad que evoca. Los métodos de la imaginación son complejos e inasibles.
Algo está claro y bien mostrado en la película: la relación orgánica y de creación y destrucción entre obra y artista. La secuencia inicial es icónica en ese sentido: el pintor intenta borrar la boca del retrato que acaba de hacer, la boca se queda impregnada en su mano, le habla desde su palma. Más adelante, en el tercer fragmento de la película, cuando unos niños juegan con bolas de nieve, uno de ellos toma sin querer una bola de mármol –el material de la estatua viviente que recién se desmoronó-, la avienta, golpea en el corazón a su compañero y lo mata. La obra cuestiona al autor. En este sentido, Niebla (1914), de Miguel de Unamuno, prefigura a La sangre del poeta, donde el personaje que está a punto de morir confronta a su propio autor.
Otro ejemplo: Barton Fink (1991), con ese pasillo de puertas y pares de zapatos alineados que llevan a otros mundos. Mundos que pueden contemplarse a través de las rendijas de las puertas en La sangre…. Pequeños cuartos infames donde el escritor se sienta a hacer lo suyo en Barton Fink.
Hay un momento que evidencia el mundo al que está por –literalmente- sumergirse el poeta y el medio del que el autor está haciendo uso. La estatua lo reta a hacer uso de una de sus metáforas: la de atravesar un espejo. El poeta titubea hasta que, finalmente, termina por aventarse contra el espejo que, en un torpe corte, se convierte en una alberca que su cuerpo fácilmente atraviesa.
El cine le sirve a Cocteau para aglomerar todas las artes y, diría Walter Benjamin, desentrañar su aura, exhibir sus artificios. Por ejemplo, el uso de no actores que al sobreactuar reafirman su presencia frente a la cámara y así, la existencia de los actores. Las tomas largas, en las que el tiempo parece no transcurrir, enfatizan la existencia del tiempo, o de un tiempo. Los pisos disfrazados de paredes con la cámara filmándolos desde lo alto, recuerdan la existencia de los escenarios y los encuadres, y fuerzan a Rivero a caminar con un esfuerzo monumental, apoyando un hombro en el piso-pared. Los ojos de la estatua (Elizabeth Lee Miller) pintados sobre sus párpados evidencian la existencia de los ojos. La música subraya los silencios.
El acomodo aparentemente inconexo de los cuerpos, propio del surrealismo, y la edición discontinua, exigen interpretación. Las realidades que componen la ficción puesta al servicio de la imaginación del espectador abre la puerta a ‘otro mundo’: a él se refería la mujer que halagó a Cocteau.