Maclovia, el imaginario poético de “El Indio” Fernández y Figueroa
Por Abel Cervantes
Una de las mancuernas más interesantes de la Época de Oro del cine mexicano la conformó el director Emilio “El Indio” Fernández y el cinefotógrafo Gabriel Figueroa. Con sus imágenes crearon una cosmovisión sobre el territorio nacional. No es poca cosa, si tomamos en cuenta la desavenencia que imperaba luego de la Revolución y la necesidad de establecer un discurso de identidad en el país. Por lo demás, los filmes en los que colaboraron –Flor Silvestre (1943), María Candelaria(1944), La perla (1947), Pueblerina (1949), entre muchos otros– contienen una complejidad formal y temática sorprendente.
Maclovia (1948) está constituida por cinco personajes simbólicos: José María (Pedro Armendáriz), hombre justo que lucha por el bienestar de sus allegados sin violentar las leyes del Estado; Maclovia (María Félix), mujer abnegada que sufre los maltratos de una sociedad opresora y tradicional; Genovevo (Carlos López Moctezuma), militar que se conduce con desacato y prepotencia; el Padre Jerónimo (José Morcillo), sacerdote relegado pero perseverante en divulgar su discurso conservador y el profesor (Eduardo Arosamena) reflexivo y pragmático. Las figuras, que se repiten en la obra de Fernández, representan los distintos sectores de la sociedad que protagonizaban el México de aquel entonces.
Estamos en 1914 en Janitzio, Michoacán. Maclovia es una india hermosa enamorada de José María. Sin embargo, su relación es imposible: su padre, Macario (Miguel Inclán), no quiere que ella se comprometa con ningún hombre. Genovevo, por su parte, pretende estropear el lazo amoroso y quedarse con ella, propiciando un final de tintes trágicos.
La película se desarrolla a través de un ritmo moroso. La fotografía de Figueroa captura los exóticos paisajes de la isla al tiempo que los vincula con los sentimientos de los personajes. Una de las secuencias más destacadas que ejemplifican lo anterior ocurre cuando la protagonista conversa, durante la noche, con Sara (Columba Domínguez) en un panteón lúgubre, alumbrado por las velas de sus visitantes. Maclovia debe decidir entre luchar por la libertad de su amado entregándose al militar que lo somete, aunque eso signifique perderlo para siempre, o resignarse a verlo tras las rejas víctima de una injusticia. Un poco más adelante, las pasivas velas se convierten en iracundas antorchas –auspiciadas ya no por la pesumbrosa noche, sino por un sol resplandeciente e intempestivo– manejadas por los indios del lugar que quieren atacar a la pareja por desobedecer sus leyes.
Igualmente, destaca la forma en que los personajes principales comunican sus sentimientos amorosos. Ninguno de ellos sabe leer ni escribir, por ello acuden con el profesor para que sirva como escritor de las cartas que los mantiene en contacto cuando están separados.
El relato se desarrolla sin tropiezos y alcanza uno de los puntos más altos del cine mexicano, tanto por su belleza formal, como por la agudeza con la que expone las problemáticas a las que se enfrentaba el México en plena Revolución.