Jim Jarmusch y sus preparativos para el viaje
por Ricardo Pohlenz
A lo largo de su filmografía, Jim Jarmusch ha pasado lista a distintas formas de transcursos y trayectos. Es un redentor de la película que puede imaginarse desde la ventanilla de un tren o frente a un parabrisas. Es el gran maestro americano del tiempo muerto. Se trata de un cineasta que ha tomado prestado de los franceses aquello que los franceses tomaron prestado del cine estadounidense, veinte años antes, si se considera claro, que su primer filme, Vacaciones permanentes, se estrenó en 1980.
Jarmusch es un esteta, su debilidad por el encuadre casi supera toda necesidad de acción. (Tuvo Thomas DiCillo a cargo de la cámara, pero además, a James Lebovitz como director de foto fija). Sus personajes interactúan desde una inmovilidad que se querría pictórica. Leila Gastil está acurrucada bajo la ventana y junto al radiador. Viste sólo su ropa interior y la luz cae sobre ella de manera sobrenatural, en emulo quizá de una vocación dejada por los maestros post—impresionistas dejada por atrapar la luz, por traducir la luz más allá del tema, convertida en último tema posible.
En la habitación también hay una cama destendida y un tornamesa, entre Allie Parker (Chris Parker), quien se ha presentado a sí mismo en off con el desdén del beatnik fuera de lugar y tiempo, quien ha definido su propia existencia a partir del recuerdo de cada una de las habitaciones por las que ha pasado. En su porte, actitud y desdén parece un nuevo avatar de James Dean, un rebelde sin causa, y es desde esa premisa que queda transformado en alusión literaria: es el hombre rebelde descrito por Albert Camus, aquel que se pierde entre la masa ignorada, aquel que transita por calles desiertas: el extraño o extranjero, al que Allie reduce —en off— a ser sólo eso, un extraño o un extranjero.
Leila fuma un cigarrillo, tarda todavía un momento en volverse a Allie y preguntarle dónde ha estado, que no lo ve desde el jueves, con lo que no ayuda demasiado a saber cuántos días lleva sin llegar a ese cuarto. Allie sólo le dice que ha estado por ahí, vagando, es un personaje que se aferra al arquetipo que lo origina, es quién se va, quien tiene que irse. Si ha regresado, como mínimo Ulises, es para irse. Anuncia que se va pero antes, todavía, que irá a visitar la casa donde creció y que fue bombardeada durante la guerra y luego, a su madre, en el asilo. (Otra vez, una alusión a El extranjero de Camus) La pregunta que hace Leila es la misma que se hace uno, ¿cuál guerra?
Allie todavía se tomará el tiempo de poner en el tornamesa a Earl Bastic, quien toca, literal, “un tema en órbita” y baila desaforado, mueve mucho los brazos y las piernas, en la desesperación de quien busca una salida. Allie luego lee a viva voz unas líneas de los Cantos de Maldoror. El encanto de lo salvaje, perdido para siempre, lo encandila como mosca bajo un foco. Se sabe con un llamado, suyo y de nadie más, para ir a descubrirlo en ultramar. Como heredero de los iracundistas americanos va en pos de Francia para encontrarse a sí mismo en el otro.
Queda suponer que esa guerra no es otra que la de Vietnam, resulta tan inasible como el jueves reclamado. Lo que visita Allie no es una casa bombardeada sino una casa que ha sufrido los estragos del abandono. El bombardeo se convierte en alegoría política: se trata de otro tipo de ruinas las que dejan los soldados que van al otro lado del mundo y no regresan, o si lo hacen, regresan para nunca ser los mismo. Esa casa es símbolo de un hogar destruido. De visita con su madre, ésta permanece ensimismada, como si no lo escuchara, mientras que su compañera de cuarto ríe una y otra vez, de manera estridente.
El viaje está todavía por gestarse, un poco como la misma trayectoria que tendrá Jarmusch después. Vacaciones permanentes anuncia con su título lo que sucederá después, cuando Allie llegue a Francia en calidad de exiliado “convertido en otro tipo de turista.” Es un filme sobre los preparativos de un viaje que no veremos cumplirse o, más bien, que hemos visto cumplido más de una vez. Se trata de una maleta que se hace con ropa, enceres y souvenirs que son más espirituales que físicos: indicios, ambientes, voces, olores, afectos y descubrimientos. Todavía se encontrará con un francés, producto baudrillardiano, que no puede sino viajar hacia América, de manera irremediable, como un llamado pero también como un debilidad. Se trata de una afinidad estética, pero también, de una droga.
John Lurie se aparece en distintos momentos, con el saxo empuñado entre las manos, toca en el anonimato de la calle lo que acaba de convertirse en la banda sonora. Se trata de un momento histórico, diseñado para ser mostrado ante los nuevos adeptos al cine como un hito. Frente a la cámara, un John Lurie todavía joven, dado ya a una improvisación de eufonías desaforadas, puede recordar –o igual, inventarse— un momento en que tuvo necesidad de buscarse un público en la calle. Su versión de "Over the Rainbow" se desarticula con una estridencia tan lastimera como poderosa. Es un John Lurie enunciado con propósito secreto en el amago formal de una toma donde guarda su saxo en su estuche, se vuelve a ambos lados de la calle y sale de cuadro. Es un recurso validado por Hawks y Hitchcock, revisado y transformado por Godard y Truffaut, vuelto a revisar, hasta su agotamiento, por Jarmusch.