Por Ricardo Pohlenz
Escribir sobre Alain Resnais es un despropósito. Lo fue mientras vivió y hacía cine, y ahora que ha muerto y ha dejado de hacerlo, también. Escribo de todos modos, en un intento –condenado al fracaso– de asirlo entre un momento y el siguiente, en el lugar que ha transcurrido, en el momento en que transcurrió, en el momento en que transcurre, a cuadro. Ese mismo lugar en la trampa del antes y después, en la imposibilidad de saberlo de por sí, de probar su existencia a pesar de todas las pruebas que puedan tenerse. Es un prodigio y no. Es sólo lo que es y es tanto más. Resnais busca un lugar donde las palabras y las imágenes acaban por perder sentido, o llegan a tener otro muy distinto. Entre el ponerlas sin ton ni son o porque sí, corre una línea semejante a un cordón eléctrico. Y no es tan delgada como para no tropezarse con ella. Resnais no se tropezó. No sé si porque no supo hacerlo o porque no quiso hacerlo. Uno es quien se tropieza entre una cosa y la siguiente. Es una presunción eso de escribir sobre Resnais; puedo llenar páginas y páginas, entre versiones y diversiones, interpretaciones al respecto de sus preocupaciones al respecto de la imagen y el margen de distancia que existe siempre entre verdad y representación. No puedo hablar de Alain Resnais sin hablar también de Chris Marker y Agnès Varda, y aún, si lo hiciera, acabaría por señalar diferencias entre vasos comunicantes de un grupo que no se opuso pero sí se distinguió –a partir de la línea que los separa la geografía –la evidencia de que el Sena parte París.
La Rive Gauche es literalmente una orilla oriental a la Nouvelle Vague. No deja de haber puentes –como en París- con la orilla occidental donde ponemos como fichas sobre un tablero a Truffaut, Chabrol y Godard. Pero no quiero caer en generalidades y señalar sus diferencias y semejanzas. Sería tanto como hacer lo mismo con las fichas del juego de damas. En una u otra orilla, estoy entre la reflexión sobre la imagen a partir de temas como el boy-meets-girl de Godard en À bout de souffle (Sin aliento, 1960), al mismo tiempo una mise-en-scene que la agota y una metáfora de la relación entre Francia y los Estados Unidos: forma e intención. Godard ha corrido como Aquiles tras la tortuga a lo largo de sesenta años en pos de una revisión –por no decir actualización– de esta relación, sea Jean Paul Belmondo con la cara pintada de azul con el cuello cubierto con dinamita o Patti Smith cantando con guitarra en mano por un crucero por el Mediterráneo. La relación de Godard con la imagen es política, también la relación de Resnais, pero mientras que en Godard es un manifiesto, en Resnais es una restricción.
Resnais pone lugares en el tiempo, pone un lugar en un momento y luego, después, en otro. Contrapone memoria y documento para denunciar la relatividad del paisaje histórico, el espacio que se abre entre lo dicho y lo visto, entre certeza y certidumbre. No se trata de unir los puntos, sólo de poner a cuadro un lugar y decir, aquí estuvo un campo de concentración. La pregunta sobre la verdad de este hecho, la declaración sobre un espacio a partir de un momento y el siguiente, es algo que sería una pregunta capital dentro de la filmografía de Resnais. Recurre a ello para decirlo otra vez, en un contexto y el siguiente (si cabe hablar de contextos cuando se habla de momentos en el tiempo), se refugia en ello, lo pone en evidencia, lo subraya, lo corta y lo pega para armar un collage donde sigue habiendo una brecha –social, política y cultural– entre lugar y acontecimiento. No ha sido por este mecanismo, este contrapunto que sugiera las omisiones posibles y los caminos alternativos que –desde lo inocuo de los paisajes y las circunstancias sucesivas que puedan o no acontecer en ellos– hace del olvido una posibilidad sino por la memoria, sino por el hecho y declaración de los campos de concentración que estuvieron en estos distintos pasiajes lo que hizo de su documental Nuit et brouillard (Noche y niebla,1955) una referencia obligada.
No es cine lo que ven y conmemoran, es otra cosa; importante en otro sentido. Resnais nunca quiso avalar una verdad sino, más bien, dar testimonio de como tenemos y conservamos esa verdad, ese lugar en el tiempo. Dicho sea, en toda su relatividad y peso, sólo puede rescatarse desde la memoria, colectiva o personal; y como esta memoria, más allá de los documentos, acaba por ser una invención; algo que es inasible más allá de imágenes específicas y testimonios dados fuera del tiempo. Hiroshima, mon amour (1959) y L’année dernière à Marienbad (El año pasado en Marienbald, 1961), son revisiones (por no decir, actualizaciones) de este mismo problema. En la primera, la experiencia íntima se apropia de un acontecimiento histórico para cargarse de sentido; en la segunda, la experiencia íntima sustituye al acontecimiento histórico como una alegoría donde la memoria persigue al olvido –que la niega en su reticencia y la lleva al territorio de lo posible– en un afán no sólo por cargarse de sentido sino también de propósito. Es la debilidad de Resnais por las convenciones del melodrama –llevadas al extremo por novelistas como Marguerite Duras y Alain Robbe-Grillet a los que recurrió como guionistas para dirimir diferencias y tender puentes entre la memoria colectiva y la memoria personal. Varda y Marker tienen al tiempo como tema. Dicho así, a bocajarro, me hace dudar un momento sobre si el tiempo es el único o último tema posible del cine. El cine es una máquina que captura tiempo, frente a la proyección de este lapso nos convertirnos en parte de un montaje de imágenes sucesivas que nos incluye –en el preciso momento en que somos sus testigo– como parte de esa memoria. Hay una trampa siempre en estos montajes, las imágenes sucesivas no tienen nada que ver entre sí, somos nosotros los que reconocemos una imagen y la siguiente, nosotros los que nos convencemos de que se trata de un sumario de momentos y lugares porque los hemos hechos nuestros: sea Hiroshima o Emanuelle Riva, sea Mao o Andy Warhol, sea Jean Paul Sastre o Jean Paul Belmondo. Todo acaba por ser Francia y no.
En la secuencia que abre On connaît la chanson (Siempre es la misma canción, 1997), un nazi canta su amor a París. Es un subrayado de superposiciones que hacen del humor y la ironía un elemento siempre brutal, chocante; un mecanismo que une chiste con inconsciente (y a Freud con Foucault). Cámara en mano, señalas un lugar en el tiempo, luego otro, y luego otro, la pregunta que se hacen sobre este tiempo señalado tiene que ver con la posibilidad de repetirlo, como proyección mecánica de la memoria y decirlo así ir al lugar señalado en un momento por alguien más y volverlo a señalar. El cine es la máquina del tiempo. Es como una red que atrapa mariposas, las tiene en un momento detenido, siempre en un momento detenido. No hay marcha atrás, se puede regresar y volverlo a señalar, pero no se puede regresar para que vuelva a suceder. Hay una semejanza atroz entre el amor por Hiroshima y “los miedos privados en lugares públicos”, entre las restricciones y los permisos. Smoking y No Smoking no son nada más un campo para la posibilidad, son territorios definidos donde la acción sucede o deja de suceder.
En las películas de Resnais la sucesión de imágenes se convierte en una sucesión de referencias, son campos de sentido, campos que se cargan en función de nuestro propio conocimiento, sea la música popular francesa o las convenciones del melodrama para vivir –siquiera por un momento– la ilusión de pertenencia que reconocemos como nuestro en lo que sucede en la pantalla. El amor es una forma de reconocimiento, por eso es tan fácil caer en la cursilería, por eso –supongo- en un afán por conjurar el oropel, Resnais ha buscado vaciar cada uno de estos momentos, quitarles su peso, convertirlos en mecanismos, exhibirlos en la impudicia de su sensiblería. Es una trampa hablar de Alain Resnais. Es inasible y aún, entre pantalla y mundo, te lanzas a decirlo como si lo conocieras, como si se te hubiera revelado un secreto que viste confirmado, una y otra vez, en cada una de sus películas. Te convences que tienes una relación con el realizador francés, un fantasma detrás de fantasmas al que persigues, al que buscas convencer –como buscas convencerte a ti mismo– que se conocieron en otro lugar y en otro momento, que cumplían –uno y el otro– una cita pactada con cada nueva película.
Yo recuerdo haberte visto, Alain Resnias, eres tú, te veo y te reconozco en cada una de las fotografías que fueron publicadas con tus obituarios.