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Antonioni vuela
Publicado el 08 - Dic - 2014

 
 
  • Michelangelo Antonioni persigue el  punto final, el  lugar donde se acaba,  donde se puede decir que se  acaba, donde se puede  mostrar que ?ms  all de que todo siga ?no  sigue ms all de ese  lugar.  - ENFILME.COM
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por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)

Vuela. Todo vuela por los aires. No vuela como vuelan los pájaros, ni como los aviones; vuela como vuela el resto de las cosas, por los aires, tras el estrépito de una explosión que se repite una y otra vez como un portento que debe volver a ocurrir para ser captado por una y tantas más cámaras, como una construcción hecha ex profeso en el Valle de la Muerte para volar. Regreso el DVD con el mando; regreso la imagen una y otra vez para repetirla, para saberla una sola explosión, repetida una y otra vez, descubierta en su repetición como un momento único e irrepetible que ha sido marcado y empaquetado para su consumo masivo. En cierto momento no es la casa— esa casa hecha para volar o su maqueta—; es un televisor,  una bolsa de pan de caja Wonder. Es Occidente entero o, al menos, lo que Occidente llegó a significar en la postguerra, lo que Occidente fue para adentro como propaganda de un estado de gracia: una invasión ideológica que se tiende sobre sí como mantel de picnic para dejar envases y empaques como todo resto arqueológico. El fin del mundo, tal y como lo representa Michelangelo Antonioni, es un momento presente que persigue el adelante como un can de presa necio e incansable. El fin del mundo es lo que viene después, justo lo que viene después, del extrañamiento que sufren Monica Vitti y Alain Delon, por hablar de los que están en pantalla en un momento o el siguiente de El eclipse (L'eclisse, 1962), en el preciso lugar del mundo que les ha tocado. Representados, su único consuelo es que el rollo de película se acaba (como si el rollo de película todavía se acabara, todavía estuviera por acabarse, en proyectores que no estén en un museo, en una cineteca o en un monitor bajo las órdenes de un mando). Puedo ver el fin una y otra vez, repetirlo para imaginar el emplazamiento de las cámaras, el intercambio de instrucciones en walkie-talkies. Es una orden de Michelangelo Antonioni para que se ruede la escena y ésta quede multiplicada,  arracimada como árbol en la percepción. No vale verla una sola vez, hay que hacerlo hasta el hartazgo para confirmarla en su evidencia, para saberla, para experimentarla como un continuo en su fugacidad. A fin de cuentas se trata de un deseo, de algo que se ha querido ver, que se ha querido sucedido, repetido en el ansia de una última abolición como un consuelo frente a la propia nada: la nada del resto, la nada que nada por las aguas, por los aires.

Última secuencia de L'eclisse

Dalia Halprin se vuelve a cuadro, mira hacia el objetivo –a esa distancia que nos reconoce como espectadores–, hacia lo que ha quedado a sus espaldas (a nuestras espaldas también, si es que nosotros estamos ahí). Ve, a la distancia, la casa construida en la saliente de una cueva de una montaña, metida en ella como un quiste –nacido de la imposición humana- en el orden natural de las cosas. Todo vuela, puede verse en pantalla cómo vuela todo y después, después nada. La casa sigue ahí, en la promesa de que algún día dejara de estarlo, arrastrada por la esperanza de que llegue el fin, convertida en ruina por ser descubierta, imaginada, dicha. No habrá manera de decir esa casa en función de lo que se ve en esa secuencia final de Zabriskie Point (1970), no habrá manera de verlo, de leerlo, de saberlo. No hay piedra escrita que diga cómo será el futuro, sólo hay escenarios que lo representan. Es una tara medieval, la representación del fin, de lo que viene después del fin; es un juego moral. No hay después, no existe la necesidad de un después. Es la esperanza dicha en el rostro en primer plano de Dalia Halprin, elegida por Antonioni para ese papel  por su semblante ávido de mundo, por esa sublimación per se del deseo que hay en los labios carnosos y abiertos (el rostro no importa, lo que importa son los labios; el rostro viene después, siempre después) que anuncian el más allá que vende la publicidad en posters y spots. Es el otro mundo (ese otro mundo) lo que consumimos, lo que compramos en la boutique o el supermercado; es un ansia por conjurar el vacío entre un momento y el siguiente. Insisto, es una tara medieval; una vocación escatológica por el después, por lo que queda después, por lo que se dice después de nosotros. Es el lugar que los vivos nos imaginamos mientras estamos todavía vivos, ese lugar que existe para los muertos mientras los vivos lo vean posible. “Ponte a cuadro y ya”,- le dice Antonioni a Dalia Halprin (quiero pensar que le dice o que lo piensa)- “dime con esos ojos la nada que te colma, la nada del adicto a la siguiente experiencia, tal y como si fuera una nueva dosis de opiáceo, como cable que se sabe a sí mismo en la corriente eléctrica que lo atraviesa y merma”. Vuela todo, vuela, al menos en la representación de Antonioni del ansia imaginada de Dalia Halprin, de sus ojos, en el desdén que le atribuimos a su mirada, aunque permanezca vacía; tanto como la distancia que hay, sideral, entre cada estrella. Se vuelve, vuelve la cabeza, se voltea hacia lo que deja atrás, hacia lo que no puede sobrevivirla, reventado, volado, cual piano izado como bandera. Después nada (la nada que nada). La casa construida en la saliente de la montaña sigue ahí, como último reducto posible de un orden de las cosas antes del futuro anunciado, el futuro prometido, el futuro blanco que permanece en la pantalla cuando el rollo ha terminado su carrera en el proyector, cuando se ha terminado el DVD y el monitor permanece a oscuras a la espera de lo que puedas decirle a través del mando.

Última secuencia de Zabriskie Point

La aventura de Antonioni en los Estados Unidos no es una aventura de por sí, al menos no es como su propia aventura: La aventura (L'avventura, 1960) como suceso, como  percance, como  Monica Vitti a cuadro. Es el barco, es el yate, es la nave de los locos: ahí la isla es el volcán, el último fuego. Siempre hay una amenaza de fin del mundo en los filmes de Antonioni, un se acaba aquí que remeda la duración de una cinta, pero que también guarda la duración de instantes, vidas y la idea de una civilización entera. No es que a Antonioni le interese la idea de una civilización entera, no la concibe. El Imperio Romano se ha convertido en una forma de decoración que sobrevive aquí y allá a lo largo de Europa, con sus grandes batallas dictadas y revisadas en libros, representadas en grandes maquetas, convertidas en filmes de época. No hay una idea de Occidente en Europa, no después de la Segunda Guerra Mundial. Es una forma de sobrevivencia, un día a día que permite una dignidad que todavía mira las grandes empresas industriales  como un nicho para la vocación artesanal.

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Lea Massari, Michelangelo Antonioni y Monica Vitti en el set de L'avventura

Antonioni es ese nicho dentro de la industria cinematográfica italiana. No busco minimizar con esto a los otros grandes realizadores de la época, tan dados ellos mismos a vicios y peculiaridades que los convirtieron en modelos y figuras de culto. Es solo que Antonioni destaca porque se entrega a una grandeza épica incluso cuando retrata –en remedo de la boga de la época- el periplo por el norte de Italia que viven un desempleado y su hija en El grito (Il grido, 1957), y convierte a Steve Cochran en un Ulises en pos del hogar y al hogar en una meta irremediable, un lugar para la muerte. Es el grito de la viuda, al verlo muerto, lo que le da título al filme. Es el final lo que le da sentido como lugar irremediable; es la excusa para el tránsito, para el camino recorrido (no está de más pensar que Antonioni había visto a John Ford): no hay consuelo al final del trayecto, sólo un final para todas las cosas, para un mundo que termina y que no puede seguir, aunque el tiempo siga más allá del carrete de película.

http://enfilme.com/img/content/il_grido_Enfilme_l0899.jpg

Insisto en el símil que hace coincidir vida, mundo y carrete porque define (o mejor, reduce) la búsqueda esencial de Antonioni. Más allá del continuo narrativo de sus filmes, lo que persigue es el punto final, el lugar donde se acaba, donde se puede decir que se acaba, donde se puede mostrar que -  más allá de que todo siga –no sigue más allá de ese lugar. Es el grito de Alida Valli, es el desencuentro conyugal de Marcello Mastroianni y Jeanne Moreau después de transcurrida La noche (La notte, 1961). Antonioni vive el mundo en lapsos que se contienen y se definen, que no pueden sobrevivir sino como un recuerdo, como la evocación de algo que se hacía pero que ya no se hace, que ya no es.

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Jeanne Moreau, Marcello Mastroianni y Monica Vitti en La notte

El tiempo transcurrido no se puede recuperar; se puede repetir representado en cada uno de sus momentos. Pero  aún con la posibilidad que te dan el mando y el DVD, sabes que esa repetición está más allá de ti como espectador, del equipo de rodaje como testigo presencial, de los actores como meros instrumentos del tránsito del mundo que los lleva, sin sentirlos, sin quererlos. Es algo que ya no sucede, que sucedió, que imita lo sucedido (como si pudiera hacerlo) en la ilusión que supone el hacer como. Una partida de tenis, por ejemplo. En la última secuencia de Blow Up (1966) –una vez negada la evidencia del crimen, abierta la posibilidad de que éste no haya sucedido, de que todo haya sido provocado por la ilusión de algo más, de la necesidad de que hubiera sucedido algo más: un crimen, un primer crimen, un lugar para el crimen–,  el fotógrafo llega a una cancha de tenis y los mimos (esos que han servido de leitmotif a lo largo de la película como absurdo representado –saltado a cuadro, volado– de la existencia, del absurdo de lo moderno, del absurdo de -¿qué se yo?- rodar una película que atrape la esencia del Swinging London como se atrapa un insecto en agar) bajan de la camioneta que los ha traído a cuadro para fingirse público y jugadores de un partido. Se arraciman como público contra la reja mientras dos de ellos simulan un match de tenis: uno sirve, el otro contesta, el otro contesta. Se oye el ruido de la pelota contra la raqueta, contra la otra raqueta, pero no hay raquetas, no hay pelota. La cámara sigue el vuelo de la pelota inexistente una y otra vez. Un golpe demasiado fuerte lleva la pelota, el remedo visual que hace la cámara de la pelota, a los pies del fotógrafo. Éste finge recogerla y mandarla de regreso a la cancha. La pelota está ahí aunque no pueda verse, la línea entre realidad y representación se diluye, la realidad es asimilada por su representación. Lo que queda afuera, eso que era la realidad antes de que alimentara a la representación, es un espacio en blanco por llenar.

Secuencia de tennis en Blow Up

Antonioni jugaba al tenis en su juventud, recuerda haber empeñado sus trofeos para sostenerse económicamente en los principios de su carrera. Estos trofeos, como el cadáver desaparecido en Blow Up, existen como una evocación, como un tránsito; no son objetos, sino algo dicho que al no estar más se convierte en su propio relato.  En el caso de que apareciera uno de estos trofeos ganados por Antonioni en su juventud, sería otra cosa, no tanto la prueba de estos torneos de tenis –ganados con estrategia e ímpetu–, sino el eco de una historia sucedida como los props rescatados de una realización: no la dicen pero, de algún modo, la guardan, como la magia que guardan o transmiten los fetiches. La raqueta no es más que la ilusión de una raqueta, cualquier raqueta, lo mismo la del match fingido que sucede al final de Blow Up, que la usada por Antonioni cuando jugaba. Es un fantasma que se recrea como la vida, aunque la vida suceda de por sí. Lo que se busca es recrearla, reinventarla, atraparla, contenerla, darle fin y así darle sentido. Antonioni sabe que se tiene la cámara, no para decir la realidad – ésta se dice por sí misma, sigue su cauce como los ríos, como el agua a través de la llave abierta – sino para suponerla un lugar. Un lugar que ya no puede ser, un lugar agotado en su finalidad, no como serpiente que se muerde la cola, sino como perro que se la persigue.

Los personajes de Antonioni transcurren con la inminencia del fin de los tiempos sobre sus cabezas, no como una nube, sino como una piedra inmensa siempre a punto de caerles encima. Es un extrañamiento, un desposeimiento, un no ser lo que se hace, un nunca haberlo sido. Las luces del alumbrado, que se repiten como corolario en El eclipse, representan un mundo que no es el mundo. Es el escenario de la metrópoli moderna –lo inhabitable de sus edificios y calles– el paisaje de lo posthumano como un territorio apocalíptico (tanto en el sentido de revelaciones como en el sentido de fin del mundo). Estas luces son lo que queda, lo que sabemos que quedará. Es el espacio interior que se manifiesta desde lo humano, pero que lo excluye, inhabilita y  expulsa como un paraíso que se basta a sí mismo; una escenografía que no necesita de su historia, pues ésta le es tan ajena como pueden serlo las de las ciudades enterradas de civilizaciones perdidas en la noche de los tiempos. Esa noche es cada noche, conjurada por las luces del alumbrado que te dan una sombra que no es tuya, es un fantasma en lo blanco. No eres tú quien permanece, pasas de largo como tu sombra, como tu fantasma. Son los postes del alumbrado los que siguen ahí, monolitos de ojos incandescentes que guardan el borde de las cosas. Mientras, la música de Giovanni Fusco en la banda sonora te recuerda que es una película, que acabará un momento después. Tendrás la sensación de que se ha llevado algo tuyo aunque no hayas sido, ni siquiera, un testigo presencial.

Aquí puedes ver completo L'Avventura.

 
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