por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
“Lo contrario de la verdad en aras de la verosimilitud”
Goethe citado por Sergei Eisenstein
En 1981, el perímetro que incluye la Plaza de Toros México y el Estadio Olímpico de la Ciudad de los Deportes fue reubicado, en el espacio y en el tiempo, para servir como locación de algunas de las escenas en un filme del realizador franco-griego Costa-Gavras. La filmación no fue muy publicitada. Los Estudios Universal mantuvieron los detalles y los contenidos de la producción casi en secreto. Sin embargo, era difícil obviar la presencia de un equipo de filmación trabajando en el barrio—ese conjunto de casas y edificios que linda, al norte, con la colonia Nápoles; al sur, con la colonia Nochebuena, y al poniente con el barrio de Mixcoac. Para entonces, el Eje 6 Sur ya corría como una vena abierta, y Tintoretto y Holbein ya habían sido transformadas en una sola vía, amplia y congestionada, desde la que los automovilistas –detenidos en una luz roja o en la siguiente– podían apreciar la evidencia fastuosa de un estadio impuesto ahí por la historia, de una atracción fuera de lugar y del tiempo: un Coliseo que sobrevive en el linde donde corre el tráfago cotidiano. El estadio fue inaugurado en 1946 con un partido de futbol americano entre los Pumas de la UNAM y los Aguiluchos del Colegio Militar. Mi padre siempre fue aficionado a este deporte y, en los años cincuenta, fue un visitante asiduo al estadio. Veinte años después, un sábado por la tarde, y todavía lleno de ese entusiasmo, arrastró a sus cinco hijos a ver un partido de fútbol americano colegial entre un equipo local, los Gamos, y un visitante estadounidense. Los visitantes arrasaron. El estadio estaba casi vacío. Los hinchas gritaban porras y consignas desde el resentimiento invocado por la más-de-la-mitad-del-territorio-mexicano arrebatada por los gringos que lamenta con ardido ardor todo maestro de primaria habida y por haber. Ya para la segunda mitad del partido algunos maloras resignados gritaban: ¡Esos Gamos ya no pueden!
Fascinado por el tamaño de la cancha en proporción a las gradas, la proximidad evidente con los jugadores y las reacciones del público, no le hice mucho caso al juego. Esa tarde, descubrí una perspectiva que nunca había visto, algo que no aparecía en el monitor en los partidos televisados. Había un contraste brutal entre una experiencia y la otra, entre vida y representación.
En ese mismo pasto en el que fueron apaleados los Gamos estuvieron sembrados, a manera de decorado, varios grupos de extras que, literalmente, hacían el muerto para una secuencia del filme de Costa-Gavras. Entre cámaras y grúas, el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes dejaba de estar en el barrio del mismo nombre para convertirse el Estadio Nacional de Santiago de Chile durante los días que siguieron al golpe de estado y al asesinato de Salvador Allende en 1973.
Luis Echeverría y Salvador Allende en el aeropuerto de la Ciudad de México, 1973.
Recuerdo la visita de Salvador Allende cuando fue electo presidente, un año antes. Yo iba en primero de primaria y mi maestra de español, dispuesta a despertar en nosotros una conciencia social y cívica, había traído un televisor para que siguiéramos sus actividades en México y nos pidió que siguiéramos la noticia en los periódicos que compraban nuestros padres. No creo que todas estas maestras entregadas a inculcarnos el compromiso con la realidad política se hayan dado cuenta del vínculo tan importante que surgía entre México y Chile en ese momento. Un año después, entre sombras y certezas, las televisoras transmitieron los pormenores del golpe de estado encabezado por el General Augusto Pinochet por control remoto. Tardaron en confirmar si el Presidente Salvador Allende había sido asesinado o no. Cuando los golpistas entraron en La Moneda lo encontraron muerto. El monitor no mostraba un cuerpo, sino una presencia abolida. Cámara en mano, los reporteros perseguían el cuerpo del presidente chileno—encontrado o por encontrar. Su voz, que se había despedido de los chilenos a través de la radio oficial, era un fantasma, algo que le sobrevivía. La visita de Salvador Allende a México un año antes se convirtió en un puente para los refugiados, aquellos que huyeron de la dictadura y tuvieron que hacer una nueva vida en este país. Algunos de los vínculos formados entonces sobreviven hasta hoy: ciertas correspondencias e intercambios, cierta idiosincrasia y un suelo proclive a los terremotos.
Treinta años después camino alrededor del estadio, que se ha convertido en la sede del equipo de fútbol de una cementera. Es un estadio pequeño y está hundido. Desde el nivel de la calle me asomo a una puerta y luego, a la siguiente. El pasto de la cancha parece muy lejano. Sólo puede ser alcanzado con la mirada, más allá del hedor a orines de se concentra en las puertas. A veces, mientras rodeo el estadio, puedo ver cómo los jugadores entrenan en el campo. En las fotos que tomo del verde que se asoma entre las rejas de una puerta y la siguiente, conjuro el límite que tiende el tiempo para volverme a encontrar con el equipo de rodaje de Costa-Gavras.
Los campos de representación que constituyen al Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes quedan sobrepuestos en mi imaginación como campos temporales que se suceden y se excluyen unos a otros. En uno de estos campos temporales, cuya memoria anulan los testimonios y las fotografías, los camiones militares se han convertido en props de un diseño de producción. En un fotograma del filme se sigue reconociendo la locación transformada. Es un estadio y el siguiente; un estadio y el otro. La tensión entre los dos lugares (entre el lugar real y el representado, entre los acontecimientos y el teatro de los acontecimientos) es la misma que hay entre rito y verdad, entre conmemoración e Historia. En el fotograma del filme, los camiones militares en el campo de fútbol hacen otro campo de fútbol. No está ahí, está en otra parte, a mitad de camino entre el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes y el Estadio Nacional. Atrapada entre el ejercicio de representación y el hecho representado está Missing de Costa-Gavras.
La acción transcurre en Chile, durante el golpe de estado de 1973, pero la película se filmó en 1981, en México, con locaciones en el Hotel Las Brisas de Acapulco, en el Gran Hotel de la Ciudad de México –situado en la calle16 de septiembre– y en el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes. Los actores estuvieron ahí, junto con los extras, los props y el equipo. Durante unos días, los trajines de una producción invadieron el barrio. Ahí estaban Jack Lemmon y Sissy Spacek, en sus papeles de actores extranjeros en una locación de la Ciudad de México. No tenían empacho en ser cordiales con el grupo de vecinos al que no se le podía esconder el aparato de la filmación. Caracterizados como eso que dejan ver cuando están frente al público, estuvieron dispuestos a saludar a quienes los reconocían. Are you Jack Lemmon? Y Jack Lemmon se resignó a serlo con una sonrisa, incluso estuvo dispuesto a dar uno o dos autógrafos. Lo de reconocer –entre el pequeño grupúsculo dispuesto frente a la tiendita de la esquina– a Costa-Gavras, el legendario realizador griego, autor de Z y Etát de siege, era otro asunto. Habría hecho falta pedigrí de cine club, vocación de crítico de cine, para señalarlo con el dedo y decir: “es él”. Costa-Gavras es siempre Costa-Gavras, escondido detrás de todo, sólo deja de serlo, para convertirse en alguien más cuando lo graban durante el rodaje, cuando lo cortan y lo pegan, cuando lo convierten en el tema de un documental. Una foto en la locación: Costa-Gavras la hace de Costa-Gavras entre soldados que la hacen de soldados junto a la cámara. Es un acontecimiento dentro de un acontecimiento: es la duda sobre el documento que nos dice (que nos recuerda) qué hicimos, cómo posamos ante la cámara, cómo la cámara nos robó el espíritu. Jack Lemmon no es Jack Lemmon frente a la cámara, es un destilado de todos los personajes que lo consagraron filmado en una locación en el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes. Es la suma de todos sus papeles: es la representación de la neurosis del americano promedio, es el ridículo vivido al lado de Walter Matthau en las comedias ejemplares de Neil Simon, es lo que recuerda de sí mismo, lo que ve todavía de sí mismo cuando regresa de noche a su cuarto de hotel y se ve en el espejo.
La cámara negaría la verdad de Jack Lemmon, la convertiría en otra cosa. Sólo cuando mentimos –cuando contamos de nuevo la historia– es que nos acercamos a la verdad. La verdad se escapa del documento, es un acto de fe. Jack Lemmon vestido de traje y con sombrero en el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes finge la ansiedad de otro. Sus personajes han sido víctimas del nuevo desorden amoroso y del nuevo desorden mental, y ahora son víctimas del nuevo desorden político, el nuevo desorden mundial. Un lugar por el otro; el otro lugar, abolido, negado en su realidad, sobrevive en su representación. Jack Lemmon es un cómico americano, una víctima propicia y propiciatoria del milagro americano. Encarna la quintaesencia de la neurosis americana en un campo de fútbol que es otro campo de fútbol, tan desamparado en uno como en el siguiente: abrumado por el peso de la historia como su personaje en Missing, como él mismo en la locación en Missing, como lo que es un actor cuando va a Cannes, es premiado por El Festival y se ve rodeado de fotógrafos y del encanto de la celebridad.
Nathaniel Davis, embajador gringo en Chile en 1973, demandó a Costa-Gavras y a la MCA por difamación. Perdió la demanda, pero mientras tanto, la película fue retirada de todo canal de distribución y exhibición. Disfrazado de Estadio Nacional de Santiago de Chile, el Estadio Olímpico Ciudad de los Deportes de la colonia Ciudad de los Deportes, ostentaba –arriba del reloj– un anuncio de Texaco que decía: “Esto también es América”. Y no.
Costa-Gavras, Jack Lemmon y las locaciones de Missing en México son parte de una historia que me invento, de la que pude ser testigo presencial (pero no lo fui) y que no ahora no hago sino armar, como si editara un documental en mi cabeza, a partir del recuerdo de las fotografías de agencia que el Magazine Dominical del periódico Excélsior publicó en 1982, cuando el rodaje ya había terminado. Es un cuento dentro de otro cuento: el fantasma del rodaje está en esas imágenes del filme que han sido rescatadas y subidas a la red, repetidas en un sitio y el siguiente como una letanía, como parte de un nuevo retablo de las maravillas.
Los vítores de los hinchas llegan a mi ventana.