Por Ricardo Pohlez (@rpohlenz)
Según el obituario de The New York Times, Philip Seymour Hoffman fue “tal vez el más ambicioso y más admirado actor americano de su generación.” Eso deja afuera, por ejemplo, a Robert Downey Jr., quien ha dejado de lado todo para ser Iron Man. No lo culpo, convertido en superhéroe, tiene que sacarle todo el provecho que pueda. Por lo pronto, no tiene que preocuparse, por ejemplo, de ser él mismo.
Un actor tiene de menos dos problemas: prepararse para el papel que tiene que hacer y representar su propio papel, todos los días, no frente a las cámaras, pero –sobre todo– frente a sí mismo. No deja de haber algo ambiguo en el “tal vez” que pregona el NYT; la excepción bien puede confirmar la regla. Es un “tal vez” que se gana día con día, del que se duda, que se pierde y se encuentra, los actores no pueden más que ser ellos mismos, nosotros –como espectadores– somos los verdaderos vampiros. Philip Seymour Hoffman brilló como un sol –nefando, si se quiere– en cada uno de sus papeles de reparto. No era tanto que lo hiciera bien, sino más el-mira-qué-bien-lo-hago; no era que te la creyeras, era que no podías dejar de creerle su impostura. Los buenos actores son discretos, Hoffman no era discreto, pero era bueno haciendo lo que hacía. Le dieron el Premio al Mejor Actor de la Academia de Hollywood por hacerla de Truman Capote, pero eso no importa, tuvo que ver más con una fórmula, con el mérito que supone hacerla de discapacitado, en este caso, de un escritor homosexual.
Los Premios de la Academia de Hollywood no sirven de gran cosa, son un mero indicador en la Industria; a lo mucho abultan un par de líneas en un obituario que haga la lista de todo lo que hizo mientras vivió, de los hijos que tuvo o dejo de tener, de las preferencias sexuales, del lugar y las causas de la muerte. Tal vez tendría que haber hecho eso, lo mismo que han hecho, con mejor o peor fortuna, publicaciones como el NYT. Puedo imaginarme al redactor de obituarios del NYT, supongo que da para contar una historia, tal vez hasta para una película. ¿Cómo es la vida de un redactor de obituarios? Yo, que estoy escribiendo uno para Philip Seymour Hoffman en este momento, me preguntó por todo el tiempo muerto en el que no escribo ni obituarios ni nada y que, de algún modo u otro, soy feliz. La felicidad sólo sirve de colofón. Proclamarla es de mal agüero: sólo soy feliz a ratos. No es un tema, es algo que sucede durante un momento, siempre en otro lado.
No sé cuales hayan sido las razones por las que Philip Seymour Hoffman consumiera heroína, son razones que siempre se encuentran. Igual la consumía William S. Burroughs, quien fue “tal vez” el autor más importante de su generación. Vivió más años, pero esa es otra historia. No creo que sea justo convertir en una víctima a un actor que se lució en cada uno de sus papeles, incluso cuando la hizo de Capote, siendo Capote tan tieso. Nada más lo necesitábamos a cuadro, pesaba lo suficiente en pantalla como para caernos encima. Lo veo y lo vuelvo a ver en cada uno de sus papeles de reparto, no puedo describir la frescura –en un sentido gamberro- con que entra y se roba la escena. Tenemos la mala costumbre de convertir a los actores y los papeles que interpretan en parte de nuestras vidas, podemos sentarnos a ver una película nada más para ver sus diez minutos y no preocuparnos por lo que le pasa después a Matt Damon. Los actores son como muebles, Philip Seymour Hoffman no era un mueble (o tal vez sí, era una lámpara).
Debe haber muerto feliz, tal vez ni se dio cuenta, entre el sueño de la vida y el sueño de la muerte. Las vidas ejemplares son las de los santos, y Philip Seymour Hoffman no era un santo, se le veía lo gandalla, esa era la razón por la que pagas la entrada del cine, para exponerte al sol y quemarte. Para decirlo en pocas palabras: era un pinche güero tan intenso, un verdadero master.
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Philip Seymour Hoffman ha muerto