Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
Nuevamente, este año, un mexicano fue premiado en Cannes. Amat Escalante consiguió el Premio al Mejor Director con Heli (reseña), un western tan esquemático como brutal que retrata una realidad marginal (o al margen, según se quiera) del México Bárbaro que ha sido vendida como imagen nacional desde tiempos de Porfirio Díaz. Un año antes, el mismo premio fue otorgado a Carlos Reygadas por su melodrama bergmaniano remezclado, Post Tenebras Lux (reseña). Si se tratara de un éxito así para el futbol nacional, tendríamos nuestras sospechas; pero en el cine, agotado como industria desde los años setenta y convertido en un juguete institucional dentro del que se abrieron paso algunas contadas lumbreras, podemos decir que sucede en cierta medida lo mismo.
Que la industria nacional haya renacido es una ilusión. La diferencia ha estado, por supuesto, en la reducción de costos de producción y los canales de promoción que ha permitido la globalización. Ha sido gracias a esto último que Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro han consolidado un lugar en Hollywood y han realizado filmes de alto presupuesto como Gravity (reseña) o Pacific Rim (reseña). Es afuera, para citar a una banda de rock baladí mexicana, donde suceden las cosas. Ana, el proyecto de animación digital en tercera dimensión de Carlos Carrera, estuvo detenido todo este año por falta de presupuesto. Vuelve a la vida (2010), de Carlos Hagerman (entrevista), que finalmente se estrenó comercialmente este año, fue editada a partir de las tomas realizadas en locación y de los testimonios grabados como parte de la preproducción. El proyecto original era hacer un melodrama basado en hechos reales, el resultado final es la conmovedora fotografía de una familia acapulqueña. El documental se ha convertido en un género mutante, propicio para las producciones de bajo presupuesto, donde la necesidad de una narrativa se impone sobre el testimonio a cuadro. El documental es una forma de resistencia pero, también, en otros casos, un disfraz de la propaganda. No quiero pensar en los horrores que vendrán –según sea la coyuntura– después de prefabricados de campaña como Hecho en México (reseña). La pregunta siempre será si el producto se vende de por sí o si es porque nos dicen que lo compremos.
La mercancía del año fue el melodrama de fórmula dirigido y actuado por el niño prodigio de la televisión mexicana del nuevo milenio, Eugenio Derbez. El nombre de la película guarda una amenaza: No se aceptan devoluciones (reseña). El éxito en taquilla que tuvo su estreno entre el público latino de los Estados Unidos hizo pensar a su director que bien podía ir por parte de México a la terna de la Academia de Hollywood. No fue así. Y supongo que no pudo entender las razones políticas que hubo detrás de la selección de Heli para competir por el Oscar para la mejor película en lengua extranjera. De cualquier modo, el éxito que tuvo en México fue comparable, tomada toda proporción, al que tuvo con el público de Univisión. Superó en taquilla a Nosotros los nobles, la versión mirrey de El Gran Calavera (Luis Buñuel, 1949) dirigida por Gary, el nieto del director de la Época de Oro del Cine Mexicano, Benito Alazraki. Todavía está por verse si existe un futuro en México para este tipo producciones. En los ochenta, Chespirito dirigió El Chanfle y luego El Chanfle 2, pero no hubo Chanfle tres (hubo Charrito).. Su éxito, como el de Derbez, se debe a que el cine funciona como una extensión de la televisión... todavía. Habrá que temer una versión de la Familia P. Luche para la pantalla grande. Hijo de tigre, pintito.
El refrán me sirve de escusa para hablar del debut en la pantalla grande de Lucio Giménez Cacho en la nueva película de Fernando Eimbcke, Club Sandwich, otra vez una de adolescentes con un título que alude a la adolescencia del director. Eimbcke insiste en el tiempo muerto, las tomas fijas, el cuidado obsesivo de la composición a cuadro, los diálogos frescos y facilones para retratar las vacaciones fuera de temporada de una madre y su hijo en el Caribe. El tema es la pérdida de la inocencia aunque la película no tenga nada de inocente. La cámara estuvo a cargo de María Secco, quien si buscaba el encuadre perfecto en Club Sandwich, mantuvo la cámara en mano, cual si fuera un documental, en La jaula de oro, del español Diego Quemada-Diez, sobre las aventuras vividas por tres jóvenes inmigrantes guatemaltecos en México en su camino a los Estados Unidos. El chiste es que te la creas. Y tal vez es por eso que mi favorita mexicana de este año fue Los insólitos peces gato de Claudia Sainte-Luce, un melodrama tan estoico como lleno de humor que sigue la vida cotidiana de una enferma terminal y su familia. Sainte-Luce no tiene que hacer alarde de nada, todo corre, como el vocho amarillo en el que hacen un último viaje a la playa. No sé si Sainte-Luce vaya a poder repetir el milagro. Fernando Eimbcke no lo ha conseguido (lo digo por Temporada de patos, que bastante trabajo le costó).