por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
Spoiler alert (no se lea antes de verse si no quiere arruinársele a Nolan su deseo permanente de sorprender con la trama)
No sé si el gran mérito de Christopher Nolan es gastarse presupuestos millonarios en behemots visuales que pretenden una grandeza per se, más allá de la propaganda flagrante de la que son medio, o es venderle a un público que ha querido permanecer en una adolescencia quintaesencial artefactos cuyos dispositivos les permiten solazarse en vacuas discusiones sobre la realidad más allá de la realidad (todo está siempre más allá con Nolan, ¿qué le vamos a hacer?). Lo que pone en pantalla es, para ser redundantes, apantallador, y lo pone el tiempo suficiente como para que especules sobre el peloteo creativo entre Nolan y su hermano al respecto de los alcances de lo visible, en cuanto a representación, a partir de sus lecturas sobre agujeros de gusano, hoyos negros, relatividad y física cuántica (eso, sin contar, el cómo y dónde iban a caber todas las alusiones y referencias –habidas y por haber– a las películas de ciencia-ficción que los llevaron a dedicarse al cine).
Puede ser que, en principio, la pregunta que se hayan formulado tuviera que ver con el futuro del cine de ciencia ficción; considerando que no podían arriesgarse a llevar su premisa formal al rigor esteticista de Kubrick como tampoco hacer una peli de samurais en el espacio como George Lucas. Se queda a mitad de camino entre el poema visual y el western. Usa de manera discrecional recursos del verismo espacial de Arthur C. Clarke para luego especular visualmente –y con esto me refiero a ponerlo en pantalla– con la quinta dimensión de la teoría Kaluza-Klein que pretende unir gravedad y fuerza electromagnética. Pero eso será cuando despegue la nave tripulada por Mattew McConaughey, Anne Hathaway, Wes Bentley y Marlon Sanders en pos de un hoyo de gusano en la cercanías de Saturno que los llevará a otra galaxia donde otros pioneros han hecho prospección de planetas que pueda colonizar el hombre (debido, sobretodo, a que la Tierra no le queda mucho tiempo) como parte de una proyecto secreto de la NASA en un momento histórico en el que se han acabado los conflictos armados porque no existen recursos (naturales o económicos) para desarrollar armamento.
Antes, el futuro en el Medio-Oeste Estadounidense es para Christopher Nolan muy semejante al Medio-Oeste de las películas de John Ford. Un paisaje idílico a punto de sucumbir víctima de las plagas y las fuerzas de la naturaleza. Mathew McConaughey es un piloto y un ingeniero pero también es un viudo dedicado al campo con sus dos hijos y su suegro. Su hijo es medio zonzo pero su hija es brillante y trata de descifrar los mensajes en código binario y código morse que le manda un fantasma que se dedica a tirar sus libros. No es un fantasma, por supuesto, sino un fenómeno científico demostrable según la teoría antes mencionada, como producto de una proyección pentadimensional que acomoda Nolan en una narración que abarca en su totalidad ciento veintitantos años.
La ilusión del teseracto como un complejo juego de espejos en el que queda atrapado McConaughey después de meterse en un hoyo negro (y en el que Nolan refritea la psicodelia visual de la última secuencia de 2001) es verdaderamente apabullante. Está la planura de sus personajes (que son como dispositivos, todos llamados a cumplir una función muy específica en el relato: morirse, envejecer, mentir, traicionar o quedarse perdida en un planeta esperando a ser rescata en una posible secuela), la planura de sus actores (no se espera tampoco que McConaughey haga algo más que plantarse en la escena y hablar con ese acento suyo, o que Michael Caine la haga de científico con la naturalidad de un buscavidas londinense envejecido, pero la desesperación que muestra Matt Damon en pantalla parece decir que no ha encontrado la motivación adecuada para su personaje), la planura de un argumento de historieta de destino manifiesto donde todo pasa porque sí (y aún, los 169 minutos que dura la película no son suficientes para contar los ciento y tantos años de la historia), pero el calidoscopio temporal del teseracto justifica pagar el boleto y soplarse el largo melodrama metafísico sobre las vicisitudes entre el deber, la familia y la aventura espacial. También salen robots (las voces las hacen Bill Irwin y Josh Stewart) diseñados matemáticamente para ser planchas hechas con cuatro barras articuladas; tienen programados porcentajes en términos de empatía, verdad, humor y –como homenaje a Isaac Asimov– se atienen a las tres leyes robóticas.
Interstellar adolece del mismo problema que el resto de las películas de Nolan: son tan palomeras como pretenciosas. Al final, el amor todo lo puede, lo cual no sólo es banal sino perverso. En su lecho de muerte, convertida en la anciana Ellen Burstyn, la hija le dice a McConaughey que no puede estar ahí, sus viajes por el tiempo y el espacio lo han convertido en una anomalía, y debe dejarla morir en compañía de su familia (un montón de extraños). McConaughey ha regresado como Ulises a Itaca (que la Penélope sea su propia hija envejecida prende un foquito rojo) que es ahora una inmensa nave espacial como las vista en Wall-E de Andrew Stanton; inmensos domos que contienen edificios y campos de béisbol y parcelas cubiertas por un inmenso domo. ¿Cómo fue que pasó todo eso? Supongo que era demasiado complicado justificarlo y era más fácil ponerlo y decir, ta-dá, como todo lo demás.