por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
David Lynch es una oreja. Eso es lo primero que me viene a la mente, lo primero que vi, lo primero que quise ver, lo que recuerdo. Quizá, si volviera a ver Blue Velvet, cambiaría de parecer y recordaría otra cosa como la primera cosa que vi en la película.
David Lynch es una oreja y el ruido que hace una oruga mientras avanza por la hierba. No sé si lo inquietante es sólo la oreja (inerte, puesta ahí como por azar - claro, por azar, como si pudiera haber azar en una producción) o si es el ruido que hace la oruga mientras avanza, sin saber de la presencia de la oreja (o sí), entre los vericuetos de la hierba. La oreja no es propiamente un objeto, sino su ausencia; es un acercamiento a una cabeza que no está ahí y aún así es tan vasta que se extiende y abarca un nuevo territorio.
El pasto es un cuerpo presente que encarna a otro, ausente, y lo que se escucha es lo que escucha la oreja en el pasto cuando uno sueña. Es un lugar común decir que en el sueño suceden cosas que no suceden cuando estamos despiertos, así como es un lugar común compararlo con el cine. Uno y otro son proyecciones en donde todo pasa según la lógica de un argumento, de una fórmula preescrita que condena a los personajes a ser parte de un melodrama que imita, una y otra vez, esa trasgresión de los usos y costumbres que define la condición humana.
Pero ¿qué pasaría si la fórmula de este melodrama se basa en la lógica que define el argumento de los sueños? Invocar al otro es traerlo a colación, hacerlo presente. Es como tender un puente entre un lugar y otro o como contar una historia, para luego repetirla de manera distinta. Es como, por ejemplo, representar el Golden Gate de San Francisco para cruzar entre estos dos lugares: el que en realidad está ahí y el que no.
En Vértigo, Hitchcock nos muestra este puente –la puerta dorada– para decirnos que Jimmy Stewart no está en el mismo San Francisco en la primera y en la segunda muerte de Kim Novak. El puente lleva al mismo lugar, pero las muertes son distintas: una sucede en la realidad (por así decirlo) de James Stewart y otra en el delirio que le provocan las consecuencias de esa realidad. La segunda muerte sucede en ese otro territorio (hecho de sueño, de alucinación) que es la vaciedad que le niegas al reflejo en el espejo, la tentación de poder atravesarlo y la posibilidad de poder ver a través de él y encontrar lo que no puedes ver de este lado. Así, cuando David Foster Wallace visitó las locaciones de Lost Highway describió la voz de David Lynch como la de “un Jimmy Stewart en ácido”, una cualidad ante la cual era “literalmente imposible saber qué tan en serio tomarse lo que decía”. Era un Jimmy Stewart del otro lado del espejo (o de la cámara o del micrófono) que decía cosas como “okey-doke, marvy, terrif y gee” mientras fumaba American Spirits como chacuaco. Una rebanada de pie de manzana servida en un diner en la encrucijada que lleva a la dimensión desconocida: una oreja a la escucha en el prado, una oreja desde la que el prado escucha.
Esa oreja se abre a la banda sonora y es lo que me permite escuchar, no sólo el ruido de la oruga, sino los ruidos discordantes de la música incidental. En Blue Velvet no existe este lado del puente, todo sucede del otro lado, es una novela de Lewis Carroll de la que no te puedes despertar, igual que no te puedes despertar de una película, a menos que te hayas dormido mientras transcurre, y ésta haya seguido otro camino.
Esta oreja también es la que oye a Isabella Rosellini cantando “Blue Velvet”. La música de Angelo Badalamenti te recordará, una y otra vez, que se trata de una película (como la música de Bernard Hermann en Vértigo también te recuerda que se trata de una película). Es más, la música de Angelo Badalamenti se convertirá en una impronta que invoca el ambiente de una película, y no de cualquier película, sino una película de David Lynch. Los arreglos suntuosos de cuerdas y metales siempre te devuelven al prado donde está la oreja (sin importar que lo que oyes sea el arreglo hecho por Badalamenti de A Foggy Day in London Town de Gershwin interpretado por David Bowie) y que es habitado por David Lynch como una Disneylandia de obsesiones que se manifiestan como interludios (Roy Orbisson cantando “En sueños”) o como accesorios de la acción principal (gogo-girls espectrales que bailotean encima de unos automóviles). Por asociación a la película, basta la música para abrir líneas divergentes entre el mundo y los alcances de su representación: la evidencia de una realidad (el pellizco que conjura la evidencia del sueño) corre hasta perderse en la lejanía posible del camino como vínculo (y vehículo) de la ansiedad animal. Por eso Lost Highway, la carretera perdida, no es un lugar, es la posibilidad de un lugar. Al proyectarla sobre una pantalla durante la filmación (sobrepuesta a la pantalla durante la edición) se vuelve un transcurrir que no transcurre: el imago de una banda sin fin que sirve de afuera. Es el fantasma de un tiempo vuelto a recorrer, repetido, como se repite la película durante su proyección (como se repite Stewart, como te repites tú, en el espejo). A Lynch no le interesa poner en evidencia esta discrepancia, este tiempo que se repite durante el tiempo de los personajes. El tiempo del paisaje y el tiempo de los personajes, es distinto, se separa a pesar suyo, se vuelve indecible más allá de la banda sonora. Como la jungla domesticada del pasto, Trent Reznor es el metal en tubitos, la pesadilla envasada, el ruido primordial sintetizado en una consola: la trampa pret-a-porter dispuesta por Willie E. Coyote.
En este lugar que crean las películas de Lynch, la banda sonora se convierte en el fantasma de la imagen, en la invocación de lo visto en pantalla, y por lo mismo, en una invitación a recordarla de la mejor manera posible, con los dos o tres pedazos que han quedado tendidos en el lóbulo frontal, para acabar por inventarla, por hacerla algo distinto, por convertirla en aquello que quieres que sea. El caso es que a Lynch le dio por saltar entre espejos: se le puede echar la culpa a su colaboración para Dark Night of the Soul, el disco de Danger Mouse y Sparklehorse. Esa ocasión le sirvió para retratarse –bien peinadito- junto a dos hombres disfrazados con botargas (una de ratón y otra de caballo) y promocionar esa otra naturaleza suya (que aún así corresponde a eso que se espera de él, dado que se habla de lo lynchiano como se habla de lo kafkiano) donde acaba diciendo eso, tan duro y entrañable, tan solemne y ridículo, que ya decía la dama que canta en el radiador en Ereaserhead:
In Heaven, everything is fine,
In Heaven, everything is fine,
In Heaven, everything is fine
You’ve got your good things and I’ve got mine
Después de mucho tiempo sin hacer películas, Lynch acabó haciendo álbumes musicales que son y no son un sucedáneo de sus películas. Sus números musicales (los cortes de sus álbumes, para decirlo de otro modo) son como la rueda que se sigue moviendo después de que se ha impactado el automóvil o, mejor aún, como el ruido de la campana en la distancia (la campana misma que se deja sentir en la distancia). Son el cuerpo del ruido, la manifestación del fantasma, la evidencia de que no se trata de una ilusión. Según Lynch, el que tiene la culpa es el que le dejó la guitarra a la mano. La toca como si tocara un salterio. Canta disfrazado, pues no tiene voz para cantar. El autotune, el vocoder, el delay y el eco le dan una nueva voz, inmaterial, fantasmagórica, como nuevo sosias de sí mismo, redimido por el blues eléctrico, como nuevo negro blanco. El rostro es una mancha oscura que se repite en el negativo. La voz es el último rastro de lo inmanente.
El que escucha no está ahí, es una oreja, es el paisaje entero al acecho.
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*Versión abreviada.