por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
Resulta predecible que Andrei Zvyaintsev fuera comparado con Tarkovski después de que su primera película, El regreso (2003), fuera premiada con el Leon de Oro en Venecia. La amplitud de campo en los encuadres, las largas tomas, el tempo, la proyección mítica (o religiosa) de la historia acaban por remitirme –de una manera u otra– al juego de contrastes visuales, al remedo pictórico y al lirismo visual que caracterizó al gran cineasta ruso. Los vínculos y correspondencias formales y de estilo están ahí, no ha sido por comodidad o por facilismo que se trazó la línea entre Zvyainstey con Tarkovski, (que pasa –por supuesto- por Sokurov) pero no deja de despertar mi curiosidad al respecto del proceso que ha sufrido el cine ruso en los últimos treinta años, entre el exilio de Tarkovski (de quien, Nostalgia y El sacrificio, realizadas en el exilio, acabaron por convertirse en baluarte de una resistencia) y el financiamiento apoyado por Putin del Fausto (2011) de Sokurov.
Tarkovski en el set de El sacrificio
Lo que resulta interesante, por supuesto, es dónde puede hacerse deslinde entre estos realizadores siberianos y Tarkovski. Esto parte de una incomodidad de mi parte con estas líneas de discusión, que acabarían por llevarme a validar su nueva película, Leviathan, en los términos de lo apabullante de su fuerza visual y el reflejo de la actualidad social y política que se vive en Rusia a partir de una fábula moral inspirada por un personaje bíblico y un libro de Hobbes. ¿Será que sólo puedo empaquetarla como la película rusa que de por sí es, y rendirme al sutil encanto subversivo que hace una denuncia ejemplar del nuevo estado de las cosas en Rusia, con el hombre común –extensión del mujik– enfrentado a la extensión local de una clase política convertida al gangsterismo apoyada por la Iglesia Ortodoxa, que sobrevivió –como los peores males– al estado soviético?
Andrei Zvyaintsev
No se trata de una tragedia, la estrella del cine de acción ruso, Aleksei Serebraykov, es Kolia, quien vive en un pequeño predio familiar frente al Mar de Barents en una zona de gran plusvalía, razón por la cual, Vadim (el alcalde local con cara de Boris Yeltsin encarado por Roman Madyanov) se la quiere quitar. Diría que es una comedia si no fuera por los elementos fársicos dignos de un corto de dibujos animados de la Warner. No hay más que obcecación detrás del mecanismo que articula la proyección anecdótica de las sucesivas victorias y derrotas pírricas que enfrentan el pescador y el alcalde. Reniegan del valor simbólico que tienen sus actos, saben que no obedecen un orden superior pero que siguen un argumento frente al que toda resistencia es –además de inútil– pueril y al que se rinden –alcoholizados– despojados de todo sentido que vaya más allá de los impulsos de lo inmediato. Quisiera sorprenderme –por ejemplo– de las cantidades de vodka que beben a cuadro, en un gesto en el que se funden competencia, camaradería y desamparo. Es casi perverso, pero –llevado al extremo– la humillación y despojo que lleva Vadim en contra de Kolia parece convertirse en la única forma de acercamiento que tiene en sus manos en lo que es, al final, una muy torcida historia de amor fraternal.
Leviathan (2014)
En esos términos me gustaría pensar que Zvyaintsev no parte de la historia de Job y las pruebas que enfrenta para demostrar su amor a Dios para hacer manita de puerco con su actualización, sino que la parodia para convertirla en un vehículo paradójico: la voluntad de Dios, al igual que el clima, es impredecible, y aún, como el mercado y la política, es siempre congruente con su propia naturaleza. No hay verdad, por lo mismo, obvia todo verismo para reducirlo todo al absurdo y sacar de ahí el mismo saldo en contra sobre la condición humana que presentan Dostoievski y Kafka como moraleja de sus propias fábulas morales. No hay redención, sólo vodka.
En Elena (2011), su película anterior, Zvyaintsev había relativizado los juegos e intrigas de la clase dominante rusa posterior al Glasnot en función de las claves formales del género negro estadounidense. En esos términos, al igual que aquí, no hizo tanto un retrato social como una ridiculización de estándares y convenciones. Vende gato por liebre, el argumento es una excusa para un manierismo formal que revisa y cataloga el tinglado de tropos escondido detrás de la puesta en escena. A diferencia de Tarantino –por ejemplo–, se burla con una ironía tan sutil que se pierde. No busca la complicidad del espectador, que bien puede creerse lo que está viendo, incluso asumir que los huesos de ballena simbolizan algo más y no son solo parte de un escenario construido frente a la cámara; las verdaderas claves quedan escondidas detrás de la convención. Las preguntas son: ¿Qué tan grande es lo grande? ¿Qué tan grande podemos ponerlo en pantalla? ¿Qué si no cabe? Pues la hacemos caber de todos modos. Zvyaintsev no es un desencantado, a pesar de que –como declaró en entrevista con Shaun Walker para The Guardian– “está seguro de la futilidad absoluta de la pretensión a tener derecho a una opinión en cualquier situación dada”; trasciende esa futilidad a través de la feroz satirización de la lucha moral emprendida por el gobierno ruso. Según sus palabras, “parecen no haber entendido que su trabajo es conseguir que la gente viva mejor y no que vivan más éticamente”.