Por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
De entrada, Asghar Farhadi no parece un realizador iraní convencional, al menos, en los términos en los que me he podido asomar al cine iraní en los últimos treinta años. Es un realizador convencional en otros términos: hace melodramas de fórmula semejantes a los que son premiados por la Academia de Hollywood como películas de verdad, es decir, validadas por su verismo sentimental. De hecho, Una separación (Jodaeiye Nader az Simin, 2011), su películas sobre un proceso de divorcio en Teherán fue premiada por esta Academia en su categoría “resto-del-mundo-no-angloparlante”, lo que no la descalifica per se pero sí la pone en evidencia como un producto iraní que ha sido avalado por uno de los grupos de poder más reaccionarios en los Estados Unidos.
A Separation es una película sobre iraníes buenos, de todos los días, que viven problemas semejantes a los que pueden tener los gringos: sufren, tienen que tomar decisiones (en este caso, están entre emigrar a Estados Unidos en pos de una nueva vida o quedarse en Irán a cuidar a un padre enfermo; la alegoría no podría ser más flagrante y ofensiva) y se separan. En la entrevista que le hizo David Jenkins para Time Out London, Farhadi acepta que no podría estar más lejos del cine iraní experimental (la palabra es suya) al que estamos acostumbrados en ultramar, y aunque se declara fan de Kiarostami, Panahi y Makhmalbaf, arremete en contra de ellos al presumir que hizo su melodrama pensando en que pudiera llegarle al público de cualquier parte del mundo. Traduzco sus palabras, tal cual: “Esta no es una historia local para que los turistas se asomen desde afuera. Espero que la gente de todas partes pueda relacionarse con estos personajes.”
Farhadi no es ingenuo; sabe con quién está hablando y a qué público llega, tanto como para promover la posibilidad de una versión gringa de su película –dirigida por él, por supuesto– con Javier Bardem como el marido y Max Von Sydow como el padre. Hacia el final de la entrevista, tendrá el empacho de proponer a Natalie Portman para el papel de la mujer, después de haber rechazado la posibilidad de dirigir el tipo de película que describe Jenkins como abstracta.
Me llama la atención que Farhadi no haya sufrido ni persecución ni censura en su país. Supongo que puede ser porque no hace películas abstractas.[1] En otra entrevista, que le hizo Mary Ann Schilling para el sitio de espectáculos Vulture, Farhadi tuvo la clarividencia y el impudor de convertir a sus personajes en alegorías. El marido que se queda a cuidar a su padre es el pasado; la tradición, lo que se deja atrás. La mujer que se lleva a la hija a los Estados Unidos es el futuro, el viaje, la promesa. Esta chabacanería sensiblera queda muy ad hoc para su nuevo melodrama, al que le puso El pasado (Le passé, 2013), en aras –todavía– de la investigación de las emociones de los que se han quedado atrás, de los que no se han ido.
No busca demeritar el valor de cambio que tiene el melodrama como herramienta ideológica y maquinaría de productos de consumo. Es una forma de impostura que, por sus convenciones, puede ser confundida con lo que sucede en la vida real. Como cualquier director gringo, Farhadi es un artesano consumado, sabe dónde poner la cámara, dónde poner los muebles y los actores, cuándo cortar; pero también es un encantador de serpientes, en apariencia nos muestra una exploración –con sonda– de las emociones humanas, cuando lo que hace es accionar dos o tres dispositivos de una fórmula narrativa convencional.
Falta preguntarse cuáles son las razones que tiene Farhadi para un producto tan obvio en sus pretensiones. Si se ganó un Oscar es porque hizo su película pensando precisamente en eso. Pero ha insistido en ello tanto que no acabo de creérmelo. Farhadi es un abanderado; trae la buena nueva de un Irán que no es tan exótico como nos lo han pintado hasta ahora. No hay sedición sino propaganda. El pasado que invoca con El pasado no es Irán sino París. Es un monstruo en abstracto, algo de donde viene (o a donde regresa) Ali Mosaffa, quien vuelve a Francia después de haber vivido cuatro años en Irán para divorciarse de Bérénice Bejo (ya se le hizo a Farhadi trabajar con estrellas), su esposa francesa. Bérénice tiene una nueva relación con Tahar Rahim (otra estrella francesa), con un hijo y una esposa en coma. Es una película francesa –casi, casi un comercial de perfume– con un iraní bueno rodeado de franceses neurasténicos. Al igual que con Una separación, Farhadi consigue seducir al público con un retablo de costumbres lleno de promesas rotas y secretos. Todo es hubris pequeño burguesa trasnacional. El mérito de Farhadi está en haber aprendido y copiado los moldes narrativos del melodrama estadounidense al punto de convertirlos en algo propio, más cerca de lo francés, y por tanto, de lo iraní. Su apuesta es clara. Falta ver si se hace una versión gringa de Una separación y falta ver si la dirige. En términos de apropiación y transculturación, me pregunto qué tan iraní puede ser un melodrama hollywoodense de fórmula. Pienso, por ejemplo, en el Amenábar de Abre los ojos (1997) y el de Vanilla Sky (Cameron Crowe, 2001). Lo único que se repite, tal cual, es Penélope Cruz.
[1] Según le dijo a Jenkins, “Las resrtricciones y la censura en Irán son un poco como el clima inglés: un día es soleado, el siguiente es lluvioso. Debes tener la esperanza de que puedas salir a lo soleado.”