Una mañana soleada de enero
por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)
“The new Bible will be the eternal magnetic tape of a time that will have to re-read itself constantly just to know it existed.”
-Chris Marker
El sábado por la noche no es el mejor momento para hablar del filósofo francés Alain Badiou, es sólo que ella ha comprado un libro del filósofo francés Jacques Rancière esa misma tarde y yo, dado a investigaciones aleatorias, lo he abierto en una página que dedica a Badiou, una página que comenta una salida platónica en su pensamiento. No es que lo conozca, no es ni siquiera que lo haya leído. Badiou es uno de esos nombres que te saltan de repente, uno de esos nombres que has visto alguna vez, un nombre al que asientes en su extrañamiento, como si supieras de lo que te están hablando, un nombre del que preguntas, sin pudor, quién es. Rancière hace una síntesis del pensamiento del Badiou donde Platón aparece como una de sus soluciones. Badiou se saca de la manga a Platón. Es este descubrimiento, Badiou deja de ser un filósofo francés para convertirse en un personaje: un Mandrake que se saca a Platón de la manga; un Meliés que anima lo inerte, que nos trae las buenas nuevas de la Atlántida sumergida. Despotrico en contra de Badiou, tanto como para llegar a hartarla (a ella), entregado a la representación de un personaje que maldice en el porque sí de una rutina de stand up que haga algo más que dar las buenas noches y enhebre chistes en la desesperación que se abre como abismo de un tiempo por llenar.
Esto no es culpa de Badiou, (que de por sí no tiene la culpa de ser un pensador francés); es mía. Mi problema es Platón. Mi formación académica está llena de prejuicios, uno de ellos equipara (o reduce o archiva) el pensamiento platónico junto con el pensamiento mágico, los mitos y la literatura fantástica. Uno de sus problemas es que no es literal, se debe deducir qué está diciendo a partir del intercambio de parlamentos entre sus personajes (Sócrates y alguien más) en lo que puede describirse como el equivalente antiguo del libreto de un panel de discusión televisivo. Con Platón es muy fácil quedarse con el cuento y pasar de largo el punto de la discusión, se necesita del maestro jedi que te explique “lo que Platón quiso decir fue que…” La duda ontológica entre lo que somos y cómo nos percibimos es expuesta (y tal vez resuelta) en lo que describe como el Mito de la Caverna, alegoría que se vale de las sombras proyectadas sobre la pared para decirnos que lo que vemos del mundo es eso mismo, manchas oscuras cuyo sentido o interpretación surge de la idea más allá de lo que podemos percibir. El relato del mito de la caverna narrado por el Profesor Kramski en mis tiempos de estudiante de filosofía (la imagen de las sombras proyectadas por una luz venida de fuera) me trajo a cuento inmediatamente mi primera visita a una sala cinematográfica, acompañada por mi abuela y su hermana: una sala a oscuras a la que entras al tanteo donde otros tantos han llegado antes que tú y están sentados frente a una pantalla donde se proyecta una película que no te ha esperado para empezar y que transcurre como transcurre el mundo. Luego se encienden las luces, pero no son la luz de la cinematógrafo platónico, son las otras luces, que nos descubren –desnudos– frente a la pantalla.
No somos sino lo que recordamos. Eso no lo dijo Platón, quien vislumbra los hilos que nos unen –como cordones umbilicales– con los globos aerostáticos que pueblan el mundo de las ideas. La idea es. Pero para saberla hay que decirla. No se vincula sino se atribuye, como el globo de texto en la viñeta de un cómic: te señala pero no te une a ella. Los globos que denotan pensamientos son nubes. Es la voz en off, la trampa omnisciente que nos lleva al lugar donde las palabras y las imágenes coinciden sin llegar a encontrarse. La placa multicolor de la linterna mágica invade el cuarto, el prodigio está en el color que viste a los objetos, que los dice de una manera en la que pesan distinto en la percepción en la que puede intuirse –siquiera en su posibilidad– una naturaleza escondida, una resignificación. Es en la fantasmagoría en la que hemos encontrado al fantasma. Es en los aparecidos en los que hemos encontrado nuestro reflejo. En el juego de sombras chinescas hemos encontrado nuestros propios cuerpos, la manera en la que se mueven, la manera que se dicen, más allá de nosotros mismos. Eso que ven los demás es lo que vemos en la pantalla. Es un engaño y no. Es un pacto sobre lo que puede decirse que se ve en el mundo. Lo que dicen los demás es otra cosa; es siempre es un invento.
Hay un momento en Sin sol donde Chris Marker pone una jirafa a cuadro, todo lo que puede decirse de la jirafa es que es una jirafa, que está frente a nosotros. El niño puede preguntar. ¿Qué es eso? Es una jirafa. ¿Qué es una jirafa? Es un animal extinto (siempre cabe esa perspectiva en el futuro), habitaba las zonas meridionales del continente africano. La siguiente pregunta puede ser: ¿cómo sabes que es una jirafa? Lo sé de la misma manera que sé como es un pájaro dodó (extinto en un momento en el que no existía todavía la fotografía, descrito en diversas ilustraciones y grabados, convertido en una animal imaginario, o mejor aún, proclive a ser imaginado, inventado para una posteridad que no pudo conocerlo, saberlo, tenerlo en un zoológico o un libro, capturado –naturalista– aunque sólo existan dibujos y grabados. La jirafa es abatida por un disparo. Se tambalea. Se cae. La muerte de la jirafa no es una muerte. No es una muerte cuando es vista en pantalla. La jirafa no muere, no vuelve a morir. Es el documento de una jirafa que cae abatida por un disparo. La jirafa no existe. Es la memoria de la jirafa, es su descubrimiento. No es su muerte sino la imagen de su muerte. Es un objeto en sí mismo, y a la vez, un objeto inasible. El recuerdo de su muerte, aún cuando es sólo su documento, se convierte en nuestro recuerdo. La cinta en la que puede verse su sacrificio, material que seguramente no fue filmado ex profeso para que lo usara Chris Marker en su película, pasa a formar parte de nuestra propia película recordada, enmendada con cada nuevo acontecimiento. Es un signo visto sumado al catálogo aleatorio de imágenes que cada quien trae consigo.
La imagen es un dispositivo inasible. Es el dispositivo de lo inasible. Dispara la invención que hay detrás de la certeza de lo vivido, de la versión de los hechos que se trae a colación, que se construye, a partir de una imagen o la siguiente. Recordar es una acto mágico, rompe en su invocación la barrera que nos separa de lo que ha sucedido, de lo que está por suceder. Mi madre guarda una fotografía en la que estoy disfrazado de fantasma para el Halloween, tengo cinco años; el de junto es mi hermano, disfrazado de gorila, tiene dos años. La fotografía la tomó mi padre antes de que saliéramos a pedir dulces. Recuerdo lo incómodo que era la máscara, como se calentaba con mi respiración, como era difícil ver a través de las ranuras. Es el mismo disfraz de fantasma que le compra Kevin Costner a T.J. Lowther en A Perfect World (1993) de Clint Eastwood, transcurre en la misma época y en el mismo lugar, pero no es la misma historia. Se convierte en mi historia, la que puedo inventar a partir de mis recuerdos, armado entre la fotografía que nos tomó mi padre y las escenas del niño disfrazado en el filme de Eastwood: es una historia. Sin estos datos, la fotografía sólo muestra dos niños disfrazados, lo demás se convierte en especulación.
Es demasiado fácil copiarle el modo a Chris Marker, resulta tan seductor en pantalla, escondido en Sin sol (1983) en las cartas de un personaje inventado, Sandor Krasna, verdadero en cuanto se le atribuyen la autoría de estas cartas en los créditos finales, leídas por una tercera –Florence Delay– a lo largo del filme con un hilo de palabras que se apropia de las imágenes mostradas. No es él, es otro, siempre es otro. Nos hace caer en la tentación de ser nosotros mismos al intentar ejercicios similares. No soy yo sino el otro. Soy el otro ¿Cómo puedo ser yo y el otro? Somos el otro en la experiencia, somos el que mira mientras nos sentimos el mirado. Somos el mundo, lo que se ha rescatado del mundo, eso que se asoma hacia adentro de la cámara, eso que te mira desde la pantalla, que transcurre. Somos tiempo. El cine le permite a Chris Marker una ventana literal para el tiempo. Las imágenes tienen un lugar en el tiempo. Las imágenes dicen este tiempo. Lo traen a cuento. Son este tiempo, lo convierten frente a nosotros en una experiencia distendida, abierta, simultánea en todos sus momentos. La memoria es un geografía. Los cuerpos no se confunden en los tiempos superpuestos; pueden distinguirse, unos de los otros; aunque estén encimados, se transparentan, convertidos en fantasmas.
La suma de los retazos de cinta que materializan, siquiera durante el momento de su proyección, la imagen de la memoria que se ha inventado Chris Marker para una reflexión sobre su naturaleza, sus mecanismos y sus extensiones. Esa memoria inventada que se convierte, en el momento en que somos sus testigos en la sala de proyección, en nuestra propia memoria, como parte de un retablo en constante y continua transformación (por no decir, reinvención). En pantalla, unas niñas rubias bajo el sol. Florence Delay, en off, nos dice que son niñas islandesas. También dice que es una primera imagen, que le significa, no tanto a Chris Marker como para Sandor Krasna, el personaje que ha inventado, esa primera inocencia que sirve para enumerar sus recuerdos. Las muchachas miran a la cámara, como cualquiera que se descubra filmado. ¿Cómo no volverse a la cámara si eso resulta lo más natural? ¿Cómo fingir que la cámara no está ahí? ¿No es ese ver a otra parte con que se finge la ausencia de la cámara un fingimiento del momento capturado? ¿Una invención? Te veo para decirte que estás ahí. No te veo, igual, para decirte que estás ahí.
Es una mañana soleada de enero, no estoy en Tokio (aunque pudiera estarlo) estoy en México. Me bajo de un taxi sobre el Paseo de la Reforma y cruzo la avenida para llegar al Cine Diana para ver Sin sol de Chris Marker. Florence Delay, en off, leerá un minutos después que Sandor Krasna estuvo en enero (en otro enero) en Tokio, que el material que filmó en Tokio se ha convertido en su memoria, pero eso todavía no sucede. Me pregunto qué material filmado puede servirme de memoria. Si no guardas mi imagen, es que nunca estuve ahí, por mucho que te pueda decir. Es por eso que levanto mi celular al cielo y grabo la memoria del momento en que subo las escaleras del cine.
Diré, por supuesto, que soy alguien más.