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Texas en Iraq: el cine de propaganda
Publicado el 20 - Feb - 2015

 
 
Resulta tan fascinante como perturbador que los medios estadounidenses  puedan vender enfrentamientos armados y pan de caja con las mismas  estrategias. - ENFILME.COM

por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)

Es muy difícil trazar una línea que separe los recursos formales que han determinado la evolución del cine bélico como género, de su importancia como vehículo de propaganda. El cine siempre ha sido un recurso para lo perverso, más allá de los lineamientos postfreudianos que nos puede presentar Žižek en su papel como divulgador en su guía perversa para el cine, se me revela, más allá del aspecto confesional (y en ese sentido, me refiero a una confesión pública) de una película basada en la vida de alguien (o en un libro basado en la vida de alguien) como una paradoja moral: es la proyección de un grupo social que busca una redención –y, por tanto, un sentido- en las tribulaciones y sufrimientos de un individuo. Algo cuya esencia es representada en pantalla con el rictus de dolor en el que se llevan las manos al pecho que precede al simulacro de la muerte, pasteurizado por la industria para convertirse en un gesto que rápidamente es aprendido e imitado por el público infantil que vio en las películas de guerra la posibilidad de encarnar el valor y heroísmo representado por actores en su papel de mártires que se sacrifican –en un sentido que no deja de ser religioso– por un bien común.

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Saving Private Ryan (Steven Spielberg, 1998)

Es como representación –que de una manera u otra es una idealización– que se aleja –como convención– de los hechos reales de los que sirve para crear un retablo cinemático que se convierte en una parodia de sí mismo, que abre casi inmediatamente el campo a una reflexión sobre la dimensión de los personajes (que acaban por confundirse con los actores que interpretan), la dramatización de los hechos (que nos permite situar una novela de Joseph Conrad en la guerra de Viet Nam), y la contraposición a cuadro de la sublimación de los valores nacionales con la necesidad obscena por un verismo que acaba por negarle sentido a la lucha armada y a la humanidad en general. 

El cine de guerra, más allá de la postura ideológica que asume, se convierte en un ejercicio de estilo. Es inadmisible considerar películas como The Deer Hunter (1978) de Michael Cimino, Apocalypse Now (1979) de Francis Ford Coppola o Full Metal Jacket (1987) de Stanley Kubrick, como documentos de una época. Entre los documentos y las dramatizaciones (es evidente que Kubrick hizo expresamente su película de Viet Nam como un ejercicio de estilo) es armado el catálogo que dice al mundo desde el cine. La Segunda Guerra Mundial queda convertida en una forma de manierismo exacerbado que suma el ideal, con música de violines, que se hicieron creer los estadounidenses al respecto de su participación en ese conflicto bélico con simulacros formales que venden los detalles de la recreación histórica como una atracción de Disneylandia. Lo hizo Spielberg y lo hizo también Eastwood.

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Francis Ford Coppola en el set de Apocalypse Now

Resulta tan fascinante como perturbador que los medios estadounidenses puedan vender enfrentamientos armados y pan de caja con las mismas estrategias. Es un hiato que, como soplo en el corazón, apela a lo inmóvil desde la sucesión inexorable del tiempo. Es el fantasma que sobrevive, como doble, en el fotograma que documenta una acción o su simulacro. Clint Eastwood, por ejemplo, que se desdobla, convertido en su propio personaje: el actor de televisión que sobrevive a sí mismo gracias a un director italiano que lo deslinda de una fórmula de simulacro (el remedo del rictus de muerte estandarizado por la televisión) para trasplantarlo a un lugar donde los westerns no transcurren en el ideal de un lugar histórico sino como la ridiculización de una narrativa exótica.

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Clint Eastwood en Unforgiven

Aprendió bien la lección de Sergio Leone y Don Siegel, y muy pronto dirigió su primera película, Obsesión mortal (1971), thriller con jazz y acosadora en San Francisco que sirve como punto de referencia para una actualización de un modelo en Hollywood donde los actores son también autores de las películas que les sirven de vehículo. Menos tardaron los franceses en apreciar a Eastwood como autor que la Academia de Hollywood, que acabaría por consagrarlo al premiar con cuatro premios su western crepuscular Los imperdonables (Unforgiven, 1992) que marca el final de una era. Veintitanos años después, Eastwood es un octogenario que sigue haciendo películas. No pasó mucho tiempo entre que sacó el musical sobre buscavidas de Nueva Jersey convertidos en estrellas de pop, y American Sniper, este acto flagrante de propaganda donde destaca su oficio como realizador para llevar a buen fin un guión que pasa lista por todos los lugares comunes sobre el hombre común americano y lo que puede hacer por su patria aún en detrimento de su propia familia, en un filme de guerra. Ese hombre común es el Navy SEAL Chris Kyle, francotirador que fue conocido como “El Diablo de Ramadi” por los iraníes; encarnado por Bradley Cooper (quien se ha lucido haciéndola de juerguista gringo y mapache psicótico) no da suficiente como para llenar una película. Chris Kyle no tiene mucho más que su puntería, un palurdo tejano con buenas intenciones que decide enlistarse después de ver el 9/11 por televisión y que se horroriza, junto con el público cautivo, que las mujeres y los niños lleven granadas por las calles de Ramadi sin poder (ni querer) imaginar que ha sido la intervención estadounidense la que vino a propiciar tales escenarios.

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Clint Eastwood y Bradley Cooper en la filmación de Francotirador

No hay ironía en la manera en que Eastwood presenta los hechos; su oficio le permite extender hasta el límite dos o tres escenas de emboscada y tiroteo, como si fuera una película de vaqueros. Lo demás es melodrama (una mujer y dos hijos), y la moraleja final no deja de ser perturbadora. Kyle será muerto por otro veterano al que trata de ayudar dentro de un programa de apoyo. La escena no es puesta a cuadro, las condiciones de su muerte son poco claras y se puso un velo para no enturbiar la trayectoria de un superhéroe del medioeste, que fue hasta Irak para, según sus propias palabras: “matar a los malos”. Más allá de su consevadurismo, que parece que le seguimos perdonando como una tara, Eastwood ha sido cómplice de un acto de patrioterismo que linda con lo ridículo (no hay ironía, insisto, pero como si la hubiera). No le da ni siquiera la vuelta dentro de la gran chaqueta gringa de la autoconstricción. No hay culpa. Se hace lo que se tiene que hacer y punto. No lo veo como una debacle sino como una finalidad. El show debe seguir. Pinche Eastwood, qué puedo decir, siempre fuiste un culero.  

Lee aquí la verdadera historia de Chris Kyle

Aquí puedes leer nuestra reseña de 'Francotirador'

 
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