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Un recorrido largo (e inútil) por la Ciudad de México, a partir de Güeros
Publicado el 20 - Mar - 2015

 
 
En Güeros, Alonso Ruizpalacios insiste (o más bien evoca este afrancesamiento) en el formato de su ópera prima, Güeros,  para poner en pantalla de nueva cuenta un periplo por la Ciudad en pos  no de sus secretos pero sí de un pasado irrecuperable, perdido más allá  de omisiones, correcciones y reescrituras. - ENFILME.COM

por Ricardo Pohlenz (@rpohlenz)

Eran los ochentas y en la clase de cine que daba en la Ibero, Jaime Ponce ilustraba la las distancias y afinidades entre el cine francés y el mexicano con dos ejemplos. Primero puso a Brigitte Bardot en Dios creo a la mujer de Roger Vadim y dijo: “Esa es la Nueva Ola Francesa”. Luego puso un insert de las piernas de Julissa en Los Caifanes de Juan Ibáñez y dijo, eso es la Nueva Ola Mexicana. El periplo nocturno por la Ciudad de México de una pareja de fresas con unos pandilleritos que se inventaron Carlos Fuentes y Juan Ibáñez se convertiría en mito (como documento de época) que legitimaría en el futuro los tránsitos de la burguesía por el barrio -como escenario sublimado más allá del melodrama- en la necesidad de un realismo de adevis: crudo, desparpajado y tiranetas.

El referente hace richochet en los ochentas cuando una insólita banda de rockeros del Colegio Madrid decide apropiarse del nombre (uno de ellos llegará al extremo de registrarlo, lo que llevará al resto de la banda a rebautizarse con un apelativo –digamos– más prehispánico. Nos afirmamos en nuestras raíces desde una mirada que no ha podido dejar de ser de afuera (y hubo un tiempo, en que preferimos que fuera francesa y no gringa) de lo que es –como un super yo cultural- Occidente para nosotros.

Alonso Ruizpalacios insiste (o más bien evoca este afrancesamiento) en el formato de su ópera prima, Güeros, para poner en pantalla de nueva cuenta un periplo por la Ciudad en pos no de sus secretos pero sí de un pasado irrecuperable, perdido más allá de omisiones, correcciones y reescrituras. Ruizpalacios se cuida de dar fechas en pantalla pero la acción evoca la Huelga de la UNAM de 1999 (aunque situada años después en el filme) que vino a traer cambios tan profundos a esta institución. La película no es sobre la Huelga, que sirve, como tiempo de excepción, de trasfondo para el recorrido por la Ciudad que tiene como dispositivo el caset de Epigmenio Cruz que escucha Sebastián Aguirre (que la hace de Tomás) en su walkman y que comparte con Tenoch Huerta (quien la hace de su hermano, Sombra) pero que Ruizpalacios no nos comparte en la banda sonora. Se trata de un ardid francés que se vale del escamoteo como ejercicio formal. Mata dos pájaros de un tiro. Tú te imaginas lo que quieras, yo me ahorro los gastos de producción y de paso, me hago el interesante. Esto es algo que Ruizpalacios sabe hacer muy bien, lo ha aprendido a lo largo de una larga trayectoria de trabajo en teatro y televisión. Sabe lo que quiere, cómo lo quiere, dónde lo quiere. Es algo que pone en evidencia desde el primer encuadre de la película, el topshot de una cubeta con globos. Con esa toma revisa y actualiza el imaginario de los Álvarez Bravo y anexas para apropiárselo. Pasa un momento para que puedas hacer gestalt y descubras que, precisamente, es una cubeta con globos y no otra cosa. Los globos de agua sirven de dispositivo para la acción; después de un incidente (que involucra lanzarlos sobre los transeúntes desde una azotea) la madre mandará al hijo pequeño a la capital con su hermano mayor, con quien emprenderá –junto con su entourage de huelguistas- un paseo turístico en carro por los distintos puntos cardinales de la Ciudad de México, en pos del paradero y destino del músico que compuso la música del caset que escuchan en la walkman (que no escuchamos en la banda sonora). El caset, por supuesto, fue un regalo del padre (muerto), con lo que el periplo urbano es, también, una telemaquiada. No es una versión diurna de Los Caifanes, que supone –en su retrato (y choque) de costumbres un poco a la Jaula de las locas- un descenso en el Infierno de Dante (con calaveritas). Aquí no hay quien la haga de Julissa, ni de Enrique Álvarez Félix. La línea clara y tajante que corta y separa a los güeros de la raza.

Ya de entrada, Ruizpalacios nos había puesto al principio de la película la definición de huero en inglés. No sé si lo hizo como chiste político o con miras a un mercado (se trata, a fin de cuentas, de una película que vende nuestros landmarks con una beligerancia propagandística que está a mitad de camino entre la nueva ola y el-canal-dos-te-saluda), pero esta distinción se la harán saber a nuestros argonautas citadinos en distintos encuentros (o choques) con la raza de verdad que señala en términos sociales, culturales y económicos a Sombra (por muy moreno que sea) como güero. Es un muro insalvable cuya habla se reinventa y se redime en términos de exotismo tribal (como con los negros de Spike Lee, que no son negros-negros por mucho que le haga a la faramalla. Los personajes hablan con esa naturalidad impostada que he oído evolucionar en el cine (y la tele) desde el caló urbano que se inventó Carlos Fuentes (y que luego revisó José Agustín), pero que luego sería denigrada por los cómicos televisivos en coca de los años ochenta. Digo esto porque Rivapalacio esta conciente (lo pone en evidencia cada vez que puede) de este imaginario visual y sonoro que suplantó (o mejor dicho, se amalgamó) con el paisaje urbano (en ese lugar incómodo donde se confunden vivencia y representación). El resultado es un mapa google en el que se sobreponen diversas geografías emocionales. De algún modo es la continuación lógica a Temporada de patos, que Fernando Eimbcke no filmó. De hecho, comparte temas, mecanismos y desarrollo con el Lake Tahoe de Eimbcke (el periplo, el duelo por el padre muerto, la referencia cultural convertida en clave emocional) quien, –más allá del tema juvenil- se entregó más bien a un proceso formal que lo llevaría al preciosismo austero de Club Sandwich. No hay austeridad en el lirismo y desenfado de Ruizpalacios; todo corre, todo fluye, nada se detiene. Tiene sus fallas: el miscast de Laura Almela es una joya, no se la crees en su papel como personal de intendencia, pero no importa. Es como una venganza del Santo en contra de Luis de Llano; te la pasas bien.  

 
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