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Por eso uno termina programando ciclos en un cineclub
Por Raúl Fuentes
Cuando yo era joven, veía películas como idiota. No sabía cómo interpretarlas, pero algo de algunas me apasionaba, me traían sensaciones que no conocía ni entendía, ni entenderé jamás.
Ante la imposibilidad de explicármelo, compartía esas ciertas películas con mis amigos, con los más cercanos. Quería que sintieran lo mismo que yo. Intentaba aclarar el misterio a través de la observación. Descubrirlos conmoverse, estremecerse, desquiciarse nada más por estar escuchando y mirando lo que aparecía en la pantalla durante dos horas, o tres, o media.
El misterio no se resolvía. Muchos de ellos no experimentaban el paroxismo, el desgarre espiritual, pero unos cuantos caían en el hechizo, en la afrenta que toda película que valga la pena debe escupir en el alma del espectador para quitarle el sueño (el cine inofensivo no me interesa) hasta cortar de tajo su inocencia audiovisual. Hasta decir: sería mejor no haber visto nunca esa película porque ahora no me la voy a poder sacar de la cabeza y su belleza inaudita me condena a su ausencia.
Luego, los amigos del círculo más cercano se agotaban. Había que acudir a los no allegados. Hacerles una oferta. Un reto. Una apuesta. En el camino otros curiosos hacían lo mismo. Se preguntaban qué les sucedía y me ponían enfrente de otras pantallas. Cuando los amigos se acaban, ahí comienza el cineclub, ese espacio que no es más que una extensión de la sala de la casa que arranca cuando ya no hay nadie más a quién mostrar lo que a uno lo rebasa. Uno lleva entonces sus joyas favoritas ante un grupo de extraños que, en el mejor de los casos, puebla las butacas esperando encontrar no sé qué cosa en ellas. Uno tiembla como si lo fueran a juzgar, como si la película fuera propia, como si le fueran a reclamar lo ajeno. Como si el propio gusto estuviera puesto en duda. Y uno sufre cada vez que una espectador se va de la sala a la mitad de la película. Y siente como si cada abandono fuera puro desprecio por lo que uno siente suyo aunque no lo sea. Y luego el debate, el veredicto. Y la sonrisa enorme cuando alguien se entusiasma por lo que descubrió. Y la intriga gigantesca cuando el público encuentra lo que ya estaba ahí pero uno no había encontrado. Lo que uno había sido incapaz de ver. Y entonces todo comienza de nuevo. Y la película tiene que ser vista una y otra vez, siempre haciendo preguntas, jamás ofreciendo respuestas. Con la nobleza de no comprometerse sino con las películas. Sin el amiguismo que gobierna los festivales. Con la libertad de saber que un lejano director en un remoto confín del mundo jamás se enterará de lo que su obra le hizo a los corazones y las cabezas de una bola de ociosos sentados en un cuarto, viendo al frente.
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Raúl Fuentes
Su largometraje Todo el mundo tiene a alguien menos yo (2012) ganó el Mayahuel a Mejor Fotografía en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, además del Premio de la prensa, así como el premio del público en el Festival Internacional de cine de Riverside. Ha dirigido también los cortometrajes No estoy tan segura de que el mundo nos merezca (2006) y Yo estaba ocupada encontrando respuestas mientras tú simplemente seguías con la vida real (2005). Actualmente programa el ciclo “Amor Diablo” en el cineclub Revolución. Aquí puedes encontrar toda la cartelera.
Mayo 3, 2013.