21 de noviembre de 1954, 21 de septiembre de 1957
Simplemente cine
Por Lefteris Becerra
En 27 años, los hermanos Coen han realizado quince largometrajes y un par de cortos que forman parte de películas colectivas. Si se atienden las cifras desnudas, parecería que no son muy productivos. Sin embargo, en el panorama del cine independiente estadounidense su filmografía conforma una de las obras más sólidas y al mismo tiempo exitosas. Después del descalabro doble de El amor cuesta caro (2003) y El quinteto de la muerte (2004), proyectos ajenos, el primero rechazado por varios directores, Jonathan Demme entre ellos, y el segundo concebido originalmente para ser dirigido por Barry Sonnenfeld (director de fotografía de sus tres primeras cintas), transcurrieron tres años que aprovecharon para preparar el material del que han surgido sus últimas cuatro cintas. Estos son ejemplos elocuentes de la maduración de un estilo y de ejercicios que colocaron a ese autor cinematográfico de dos cabezas y cuatro manos que responde al nombre de hermanos Coen de nuevo entre los directores que suscitan la expectativa del público y la crítica con cada nueva producción.
Finiquitado el proyecto de El quinteto de la muerte se colocaron incluso por encima de los logros que ya habían tenido con películas como Barton Fink (1991), Fargo (1993) y El hombre que nunca estuvo (2001). A pesar de las diferencias que estas películas guardan entre sí, las une un cierto tono distante del humor caricaturesco de otras cintas preferidas por el público como Educando a Arizona (1987). Es como si una cierta seriedad se hiciera cargo, aun cuando no desaparece su talento para la ironía y el humor negro.
La crítica especializada no ha perdido la ocasión de alabar la sobriedad de la puesta en escena de su adaptación de la novela de Cormac McCarthy, Sin lugar para los débiles (2007), puesta a la que despojaron de su tradicional barroquismo visual, para centrarse en una narración limpia que mantiene el ritmo cardiaco del espectador a niveles atléticos, a través del duelo de los dos viejos cazadores en forma de persecución en la que Javier Bardem interpreta de manera magistral a Anton Chigurh, un asesino tan implacable y astuto que parece una encarnación de la muerte al estilo de El séptimo sello (Ingmar Bergman, 1957).
No ha faltado quien vea en esta cinta una incursión en el western. Sin embargo, aunque la historia se desarrolle en el entorno de la frontera texana con México, con sus paisajes desérticos (que recuerdan esos otros nevados de Fargo), y la acción sea protagonizada por experimentados cazadores, la película de los Coen se centra más en los temas de la novela misma que en las marcas usuales del género del oeste. Una de sus audacias es que ni el vaquero protagonista –como tampoco el sheriff Bell (Tommy Lee Jones)– comparte ni un segundo de pantalla con su implacable persecutor. Pertenecientes a una generación posterior a la que renovó el cine estadounidense, entre los que podemos mencionar a Martin Scorsese, los hermanos Coen se formaron en una cultura cinéfila que tiene en las imágenes del cine de arte europeo, el cine clásico hollywoodense y las caricaturas televisivas, sus principales nutrientes. Que ese cineasta bicéfalo que son los Coen haya creado su cine basado en las referencias, los homenajes, las citas y las parodias, no es ningún secreto. Se trata de cine sobre cine, cine hecho con cine. Esto es más evidente en su debut aunque es una huella que ha permanecido en diferentes grados hasta su más reciente película, Temple de acero (2010), cuya estrategia intertextual es evidente pues se trata del remake de un western de 1969 dirigido por Henry Hathaway y protagonizado por el emblemático John Wayne.
Su predilección por el film noir y la comedia clásica, la que proviene de Preston Sturges por ejemplo, vertebra la mayor parte de sus películas. Simplemente sangre (1984), Miller's Crossing (1990) y Fargo, son ejemplos de su pasión por el primero mientras que Educando a Arizona, El apoderado de Hudsucker (1994), El gran Lebowski (1998) y ¿Dónde estás, hermano? (2001) incursionan en la comedia. De su humor se advierte una rica gama que va de la exageración grotesca y violenta, que remite a las caricaturas de Chuck Jones, hasta el humor más negro y refinado que llega al extremo de borrar sus huellas. En Sin lugar para los débiles, las argumentaciones y preguntas filosóficas a las que Chigurh somete a sus posibles víctimas son un ejemplo acabado de la sequedad que puebla las películas de los Coen más allá de si se trata de un tema solemne. El final es una especie de broma sarcástica que atenta de forma directa contra las convenciones hollywoodenses.
En la comedia judía Un hombre serio (2009), centrada en Larry Gopnik (Michael Stuhlbarg), profesor en la comunidad de St. Louis Park, Minnesota, (por cierto el barrio en el que crecieron los Coen, hijos de un académico), todas las referencias son a la cultura hebrea. El inicio narra una leyenda yiddish al estilo de las tradicionales historias mediante las cuales se inculcan enseñanzas morales y religiosas entre este grupo. Los hermanos Coen se han tomado la molestia de rodar este primer fragmento en yiddish aunque se trata de un invento suyo que pasa por auténtico y que, por si fuera poco, no tiene relación con la historia de esa suerte de Job bíblico que es el profesor Gopnik, en quien se ceban los males uno sobre otro, en una suerte de apocalipsis individual que no conoce el final feliz.
El legendario humor judío, cuyo filo es la ironía, en la filmografía de los Coen, más que de un humor codificado se trata de una actitud vital de distancia que se ajusta perfecto a su mirada crítica sobre la sociedad estadounidense y sus instituciones. En Quémese después de leerse, cuya historia se desarrolla en la capital política mundial, Washington D.C., una serie de personajes estúpidos arma una conspiración que los funcionarios de la CIA, institución de la que depende la política exterior de Estados Unidos, es decir, del mundo entero, son incapaces de comprender. Los hermanos Coen podrían perdonar todo, menos la burla. Al final, J.K. Simmons, el jefe de los agentes, lanza la pregunta “¿qué hemos aprendido de todo esto?” Sólo los espectadores sabemos el tamaño de la estupidez y las ambiciones de un grupo de payasos –e inútiles burócratas¬– retratados sin piedad por la cámara de los Coen.
En El hombre que nunca estuvo, la inclinación de los Coen por asuntos filosóficos, es aún más evidente por sus afinidades con obras como El extranjero del filósofo existencialista, Albert Camus, así como planteamientos de lo que podríamos llamar “epistemología vital” en la que son evidentes las referencias al filósofo vienés Wittgenstein y al físico alemán Heisenberg, cuyo principio de incertidumbre es citado por el abogado Riedenschneider, para adelantar la tesis de que la realidad de nuestra existencia depende de nuestra mirada, lo que nos invita a reflexionar sobre la importancia de los cineastas independientes que van más allá de las limitaciones industriales para ensanchar nuestra realidad. Pero estas incursiones en reflexiones de carácter filosófico no se agotan en las películas más cesudas de los Coen, baste recordar las preocupaciones éticas del líder de los mafiosos de Miller’s Crossing, antecedente de la filosofía mortal de Anton Chigurh, así como las implicaciones filosófico-teológicas de las desgracias que pesan sobre ese hombre serio que intenta ser el profesor Gopnik. O el personaje interpretado por Jeff Bridges, The Dude, que más allá de su patetismo está provisto de notables capacidades de observación y deducción.
Las referencias de los Coen no se limitan pues al cine. El hecho de que Ethan estudió filosofía y de que ambos sean ávidos lectores de literatura, enriquece su quehacer fílmico. La lista de sus obsesiones literarias suman a los autores ya mencionados a James M. Cain, Dashiell Hammet, Raymond Chandler y William Faulkner. El peso de la literatura y el cine noir es obvio en sus incursiones en el género pero acaso es posible remitir en general su visión pesimista de la vida, las personas y las instituciones a ese oscuro mundo de bajas pasiones criminales. Otra presencia que está en sintonía con estas sombras y subyace a muchas de sus imágenes es la de Alfred Hitchcock. Al igual que el mago del suspenso, los Coen poseen la envidiable capacidad de transmutar todas esas vetas extra cinematográficas en cine, de un modo exitoso en términos generales si se miran por una parte los resultados en la taquilla pero también la aceptación de los expertos dentro de la crítica o de los festivales.
En su nueva película, Temple de acero, se deja sentir una preocupación por el paso del tiempo. No sería improbable que al voltear hacia atrás, el camino andado por más de un cuarto de siglo les obligue a preguntarse hacia dónde van, cuáles han sido las pérdidas, al tiempo que permite valorar lo alcanzado. El viejo y cansado Rooster Cogburn, interpretado por Jeff Bridges, se ve obligado a reconocer que ya no es un mozalbete de ánimos desbordados y, sin embargo, salva a Mattie Ross (Hailee Steinfield), más allá de todas las limitaciones. Aún cuando no todos los proyectos que planeen puedan ver la luz –como parece ser el caso de su adaptación de otra novela, To the White Sea de James Dickey, cuyo presupuesto alcanzaba los 80 millones de dólares- si el alcohólico Cogburn es capaz de renovar por completo su vida a medio siglo de distancia de los acontecimientos centrales de Temple de acero, no se avistan razones para descartar más sorpresas provenientes de los hermanos Coen.