23 de marzo de 1942
Munich, Alemania
La vie en rose
Por Alfonso Flores-Durón (@SirPon)
“A la gente no le gusta que la confronten con la realidad. Le gusta ser confrontada con una realidad consumible. Incluso la violencia más brutal nos es mostrada de manera que pueda ser consumida, con la intención de que seas fascinado, pero no conmovido. Yo siempre trato de encontrar la forma de también conmover a la gente”, comentó en alguna ocasión el director Michael Haneke para el Time Out londinense. Y a las pruebas se ha remitido.
Desde el inicio de su carrera fílmica, Haneke ha sido sujeto constante de crítica por parte de quienes sienten su propuesta misántropa, perversa y amenazante; lo tachan de pesimista, de proyectar con sus filmes visiones apocalípticas de una sociedad en proceso de autodestrucción. Cierto es que los retratos sociales que proyecta en las pantallas de cine guardan semejanza con la descripción que de ellos hacen sus detractores; pero también lo es que los argumentos de éstos son insatisfactorios. No escarban bien la superficie de cuanto ven para esforzarse en descifrar los auténticos motivos detrás de la impetuosa andanada psicológica de Haneke.
El director austríaco en realidad nació en München, en 1942, pues sus padres, que eran actores, se encontraban de gira en esa ciudad, pero creció y se desarrolló en Austria, donde estudió psicología, filosofía y ciencias teatrales, en la Universidad de Viena. El cúmulo de bagaje cultural adquirido en la academia fue, hoy queda claro, digerido, procesado y más tarde escrupulosamente canalizado en su quehacer cinematográfico.
Doce años después de haber empezado a dirigir para la televisión alemana, Haneke realizó lo que fue propiamente su debut en los sets cinematográficos, The Seventh Continent (1989). Pese a ser su primer filme, Haneke despliega un control absoluto del medio, inusual para un debutante. A los 47 años, y con la experiencia adquirida en su trabajo televisivo, tenía una nítida idea de qué es lo que quería decir en el cine y, muy importante, cómo quería decirlo. De esa forma, dejó en The Seventh Continent ya diseminados, con distintos grados de intensidad, buena parte de los temas que desde entonces ha machacado con furiosa insistencia, a partir de su inclemente aniquilamiento de las hipócritas certidumbres burguesas: la felicidad familiar, la defensa de los valores, la obsesión por el status social, la televisión como compañera en la soledad, los niños como depositarios de las frustraciones y el rencor social acumulado, por ejemplo. De igual manera, estableció una propuesta visual en la que, decidió, la economía de recursos, el rigor y la precisión se convertirían en los vehículos idóneos para transportar sus ideas a la pantalla.
El propio Haneke ha repetido de forma recurrente que no sólo la violencia que representa, sino la manera en que lo hace, están diseñadas para suscitar una reacción en el espectador. No guarda concesiones hacia él. Si éste decide permanecer viendo la película hasta su desenlace, quiere decir, argumenta provocador, que está disfrutando lo que se le presenta, convirtiéndose de alguna manera en cómplice; de otro modo, podría escapar hacia la salida del cine para romper con la relación entablada por el circo de violencia expuesto ante sus ojos. Parecería la suya una posición de arrogancia que rayara en el moralismo mesiánico. Nada más alejado de la realidad.
De sobra es conocida la anécdota de que cuando presentó Funny Games (1997) en el festival de Cannes, la perturbadora cinta en la que un par de jóvenes acomodados e inmaculadamente vestidos de blanco aterrorizan a una familia en su casa de campo –y que en el 2007 filmó de nuevo, cuadro por cuadro, en Estados Unidos, Funny Games U.S.—, en la sala se encontraba Wim Wenders. Cuando la tensión se volvió insoportable, el cineasta alemán optó por abandonar la proyección. Al ser cuestionado, simplemente dijo que cuando sufres una pesadilla, el único remedio es despertar. No en balde a Haneke le han acuñado el mote de “padre del terror psicológico”. Sobre advertencia, no hay engaño.
Uniendo fisuras
Uno de los elementos distintivos del cine de Haneke es la meticulosa forma en que construye ya no digamos sus películas, sino cada una de las secuencias que las componen; cada movimiento de cámara, cada lente elegido, cada puesta en escena es coreografiada al detalle. Cada secuencia se enlaza con la siguiente en armónica sucesión permitiendo que su discurso camine depurado tanto en el terreno visual como en el temático. Para articular sus narraciones, recurre a dos tipos de esquemas: aquél en que sigue una estructura lineal que, en ocasiones ligeramente rociada con sueños o recuerdos, guarda una secuencia cronológica y rítmica impecable, como es el caso de Benny’s Video (1992), Hidden (2005) o The White Ribbon (2009); y otro en el que fragmenta la trama en episodios que con inmenso criterio coloca a manera de rompecabezas, premeditadamente omitiendo unas cuantas figuras argumentales, tal y como lo hizo en 71 Fragments of a Chronology of Chance (1994) o en Code Unknown (2000). En ambos escenarios exige en todo momento el compromiso del espectador. En el primero, orillándolo a admitir su responsabilidad por el estado de anestesia con que acostumbra enfrentar el dolor y el sufrimiento ajenos; en el segundo, haciéndolo partícipe activo en la complementación de los sucesos, en una especie de fill in the blanks fílmico, con la misión de obligarlo a colocar en su propia mente las piezas faltantes.
En The Piano Teacher (2001), cinta basada en la novela homónima de su compatriota Elfriede Jelinek, el director opta por no entrometerse con el flujo narrativo de no ser para extirpar los pasajes que le parecen innecesarios o que entorpecen la dinámica de lo que relata. Y los temas surgen con determinación: frustraciones heredadas, opresión familiar asfixiante, represión sexual insana, voyeurismo mórbido, individualismo atroz. Erika (Huppert), la maestra de piano que no alcanzó el éxito anhelado, que a los cuarenta y tantos vive con su madre, riñendo todo el tiempo con interrupciones de endeble paz, refrena su sexualidad encontrando vías de escape elegíacas y, como es habitual en los personajes de Haneke, estalla incontrolable al no soportar más la presión acumulada en su interior. El realismo con que traza los rasgos del personaje lo vuelve sumamente verosímil y cercano, tanto que hasta no reconociéndonos en él, al menos podemos vernos reflejados en algunos de sus gestos. Quedamos totalmente imposibilitados a la indiferencia ante lo que Haneke nos presenta.
Por su parte, en Code Unknown (2000) eleva a nivel de perfección la apuesta por fraccionar la trama que enigmáticamente, aunque sin tanto refinamiento, aplicó en 71 Fragments…, sin dejarse seducir por el artificio estéril, más bien desplegando su argucia como gancho para involucrar casi a nivel de autor al espectador. Igualmente, la segmentación subraya la posmoderna forma en que nosotros mismos asimilamos la realidad, así como nos lo ha enseñado la televisión y el cine comercial, con la diferencia de que en el paquete que éstos nos ofrecen, ya no es necesaria nuestra participación. Haneke —ha insistido hasta el cansancio— cree fervientemente que un artista nunca debe ofrecer soluciones, pues se estaría convirtiendo en un predicador; su función consiste en plantear preguntas, cuestionar al espectador para que, en el mejor de los mundos, éste busque sus propias respuestas.
La resaca del Danubio
No es casual que sea precisamente Austria, un país bello, próspero, civilizado, de prosapia cultural e histórica, el sitio de donde se han levantado voces artísticas cuya estridencia ha sido resentida por las buenas conciencias, los guardianes del orden y la tradición; por quienes eluden mirar de frente a la realidad. Thomas Bernhard, Elfriede Jelinek, incluso Alfred Polgar, Michael Haneke, Ulrich Seidl y, recientemente, Jessica Hausner, todos desde lo políticamente incorrectísimo, nos han permitido echar un vistazo a las catacumbas donde los austríacos ocultan la podredumbre y pestilencia que destila la maquinaria social que en la superficie, bien vestida, maquillada y perfumada, ofrece la impresión de inmaculado garbo. Evidentemente las resonancias de sus ataques rebasan las fronteras de su patria; la burguesía, con todo y su discreto encanto, es muy similar en todo el mundo.
Uno de los aspectos que homogenizan a la burguesía, al que Haneke (como sus compatriotas mencionados) apunta con especial tino, es el de la culpa, esa herencia de la cultura judeocristiana que se asentó con firmeza en la conciencia del mundo occidental. Nos sentimos constantemente culpables, dice Haneke, incluso si no hemos hecho el mal intencionalmente. El problema es que poco hacemos para remediarlo. En otros tiempos, la culpa cuando menos se convertía en el motor que ponía en marcha un proceso de introspección, de confrontación con uno mismo con el fin, probablemente, de subsanar el daño causado. En la actualidad, el mecanismo ha tomado un perverso giro y ese tormentoso sentimiento de culpabilidad se trata de rechazar a toda costa. Como por lo general es imposible ignorarlo, entonces la reacción se materializa en dos comportamientos: el que erige un mecanismo de defensa dentro del que se encuentre, aunque sea artificialmente, la causa justificatoria del mal cometido (de nuevo, no obstante haya sido involuntario); o el que opta por transferir la culpa a los demás, castigándolos con la fiereza que son incapaces de auto-administrarse. Esto a nivel personal, de grupo, nacional y transnacional. Ese juego de espejos del ‘yo’ con el ‘nosotros’, cuya óptica se ha distorsionado hasta la infamia es, sintetizando, uno de los ejes fundamentales de la obra de este autor.
Es Michael Haneke un heredero natural de la estirpe de Bergman, Bresson, Antonioni, Buñuel, Pasolini; de los pocos realizadores que, pese a los dictados del mercado, sigue planteando las grandes preguntas que desafían a la audiencia; uno de los pocos realizadores en activo dentro del circuito de arte europeo cuyas películas, al ser estrenadas, garantizan polémica y admiración, en similar medida. Con ese humor tan característico de Haneke, normalmente ofrecido en recatadas dosis que rebasan la tonalidad del negro hasta llegar al tétrico y que no todo mundo detecta a pesar de encontrarse en buena parte de su filmografía, confiesa “odiar los filmes que tratan de hacerme más estúpido de lo que soy, y de éstos hay en demasía”. Volteando hacia su otro frente, también de manera insistente, aclara que sólo mira la televisión “cuando dan el estado del clima, porque es el único remanso de verdad que a ese medio le queda”. Tal vez para ese rubro sí, Austria, sea un ejemplo a seguir.