Por Giovanna Enríquez
Después de habernos dejado extasiados con su estilo extraordinario en The Triplets of Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), Sylvain Chomet regresa con L’illusionniste (2010), un filme que se sitúa en la delgada línea entre lo ordinario y la magia.
Con este filme, Chomet ejemplifica perfectamente la concepción de que la animación no es meramente un asunto de niños, también es un lenguaje artístico que puede conducir por un camino bellamente melancólico. El estilo tan parisino que se desliza en la impecable imagen del cineasta francés, se asemeja al del pintor realista Julien Dupré.
conjuga con la intensa expresividad de los personajes. Las melodías de piano, que también son su creación, y su atmósfera europea, aderezan el escenario escocés en el que interactúan Tatischeff, un ilusionista con dejos melancólicos en la mirada y el andar; Alice, una chica que descubre el mundo debajo de sus zapatos rojos; un hombre que no tiene más disfraz que el de “payaso” para cubrir su inequívoca tristeza; un ventrílocuo que vive con –¿o detrás?- de un muñeco y un grupo de malabaristas que sazona con un poco de alegría los paisajes.
La historia se desarrolla principalmente en la Escocia de los años cincuenta. Un señor de apariencia cansada viaja con sus años a cuestas de ciudad en ciudad haciendo presentaciones como artista de carpa en pequeños teatros. El destino lo cruza en el camino de Alice, una chica que trabaja haciendo la limpieza de uno de los lugares en donde el ilusionista realiza su espectáculo.
Debido a su inocencia, Alice comienza a creer que está ante un mago de verdad, y decide seguirlo a Edimburgo para ser su compañía. Pero no todo podía es fácil para ella. Los actos de ilusión hacen que Alice vea en el ilusionista a un ser mágico y a un protector, y que comience a ver la vida desde un ángulo diferente. Cree que su vida ha dado un giro repentino. Pero lo que descubre es la magia que se esconde tras la aspereza de la vida real.
Muchos hemos imaginado cómo sería todo si la magia fuese algo ordinario, si nuestros actos pudiesen ser fácilmente reparados, y nos dejamos seducir por las concepciones idealistas de la vida que pueden convertirse en fuentes de humanización pura. Pero, ¿qué pasa si al final del recorrido alguien nos deja una nota diciendo “los magos no existen”?
Justo aquí es hacia donde nos lleva Chomet con L’illusionniste. A través de la idealización de la vida por medio de la magia, nos encamina hasta la delgada línea entre ésta y la realidad, el punto justo donde se cruzan los polos más distantes: la inocencia y la dureza de un mundo materialista. Esa línea delgada siempre danza entre nuestros pies, pero es nuestra la decisión el lado al que brincamos, o si nos quedamos pendiendo de ella.