De culto: 8½ - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
8½
8½
 
Italia/Francia
1963
 
Director:
Federico Fellini
 
Con:
Marcello Mastroianni, Claudia Cardinale, Anouk Aimée
 
Guión:
Federico Fellini
 
Fotografía:
Gianni Di Venanzo
 
Duración:
138 min.
 

 
8½
Publicado el 24 - Sep - 2010
 
 

Es con 8 ½ (1963) que se traza una línea tajante en Fellini, sus cintas se convierten en un desdoblamiento de Fellini mismo, enmascarado detrás del personaje de un director, Guido Anselmi (encarnado por un Marcello Mastroiani dispuesto al vuelo). - ENFILME.COM
 
 

8 ½, un trampolín para Fellini como gran escapista 

Por Ricardo Pohlenz

La pregunta por el autor (es decir, por cómo se hace un autor) es algo adecuado y pertinente para Fellini, sobre todo por el lugar y el momento en que se le asume, sin tapujos, más allá de su propio proceso, como tal. ¿Cuándo es que Fellini es Fellini? O, para ser más precisos, ¿cuándo es que el cine de Fellini acaba por tener a Fellini como tema?

Asomado a un filme como El Sheik Blanco (1952), comedia de enredo ligera y vertiginosa, se vale predecir (la palabra está mal usada, es más claro y pertinente un “indicar”, pero no sirve igual) —desde la omnisciencia de la crítica— los vicios y los tropos que definirían su estilo como autor.

No es un autor todavía en 1952, es un joven realizador italiano que promete. Es decir, no tanto que prometa como relevo de los neorrealistas, sino que tiene mucho talento y, sobre todo, una pericia casi circense para el vértigo. Todavía es neorrealista y eso sólo hasta cierto punto. Más porque el cine en Italia en ese momento todavía se asume de esa manera, que porque él lo haya asumido como bandera.

El cine de Fellini es más sobre la transgresión que sobre la realidad. La realidad acaba por colarse porque está ahí enfrente, como la luz. Fellini vive la vocación doliente del escapista, listo para el acto de desaparición, por la ilusión de magia que deja, desde la dolorosa certeza de que no hay portento en ese desvanecimiento en el aire, sino escamoteo.

Insisto en mis primeras preguntas por la obviedad precognitiva que puede esperarse como respuesta. Es con 8 ½ (1963) que se traza una línea tajante en su filmografía. Es aquí donde las películas de Fellini se convierten en un desdoblamiento de Fellini mismo, enmascarado detrás del personaje de un director, Guido Anselmi (encarnado por un Marcello Mastroiani dispuesto al vuelo) que vive la tragedia de una producción sin argumento. Enmascarado también por los lentes que usa Marcello, antifaz de lo inerme, quizás de lo intelectual, detrás de los que se esconde el superhéroe.

Mi primer contacto con 8 ½ fue, como con tantas otras películas, oral. Algún profesor en la secundaria se permitió contarnos no mucho más que el principio del filme, cuando, desde el sueño, Guido Anselmi sobrevuela al mundo para acabar por caer en él. Pasarían años antes de que pudiera ser testigo de esa secuencia. Pude haberla imaginado de tantas formas, justo a partir de su premisa absurda, del hecho del vuelo, pero lo que quería confirmar era su propio hecho, el vuelo imaginado por Fellini, esa dicha onírica que gracias a la interpretación freudiana se sabe una evasión. Precisamente, el tema de 8 ½ es la evasión. Tanto en el sentido literal de huida, como en el de escape, sea de la realidad o como la proeza convertida en atracción de feria, es decir, como un arte. 

¿De qué escapa Guido Anselmi? ¿De una producción insalvable? ¿De las mujeres que lo fascinan y lo atormentan? ¿De sí mismo? No tiene escapatoria y, a pesar de ello, la libra, convertido en su propio personaje (de la misma manera en que Fellini lo ha hecho un personaje suyo) dispuesto a encabezar una procesión en la que se acompaña de su propio niño y donde desfilan, cual vedettes en pasarela, todos aquéllos que hicieron de su existencia un escenario para el gran teatro del mundo.

Igual pudo decir Guido que se sirvió de ellos para hilar su propia vida. La decisión de convertirlo en director de cine y no en otra cosa, no estaba definida entre las notas hechas por Fellini para el argumento. No tenía ni nombre, era simplemente “un tipo” acompañado de las preguntas: “¿un escritor?, ¿un profesional cualquiera?, ¿un empresario teatral? 

Rendirse a convertirlo en un miembro de su mismo gremio coquetea con la evidencia que proclama autobiográficos algunos de los materiales. Los puntos se unen, se dejan unir. Fellini los ha dejado dispuestos como un ardid que llama a su engaño: Guido Anselmi no es Fellini, no es la experiencia vivida por Fellini como realizador, a pesar de las reminiscencias de un Rimini natal que ha terminado por atribuírsele todo a él, como un reino imaginario donde habita su infancia, siempre lista para ser rescatada para vivir en la pantalla. Es el descubrimiento de saberse otro, de saberse en ese otro inventado. Ese otro crecerá de manera desaforada a partir del momento en que se enfrente a su propio personaje: Fellini, sabedor de su propia desproporción, siempre listo para ofrecerse como Virgilio de su obsesión.

Es a partir de 8 ½ que Fellini escapa de sí mismo convertido en ese Fellini tan próximo como distante, listo para ser inventado cada vez, anunciado así, de ahí en adelante, en cada uno de sus filmes como protagonista. No está, no puede estarlo y, aún así, lo invade todo, como orquestador, o, mejor aún, como director de orquesta, listo para desenvolverse cada vez en entrevista, aunque sólo uno de sus filmes se proclame literalmente eso.

8 ½ se llama así porque es el octavo de sus largometrajes, porque el segmento que hizo para Bocaccio ’70 (1962), “La tentación del Doctor Antonio”, no vale por una película completa. En sus notas admite que no se le ocurría ningún título, que Ennio Flaiano (su guionista) le propuso La bella confusión: “No sé, por ahora sobre la carpeta que contiene los apuntes y la escaleta aproximada del relato, además de las habituales culonas propiciatorias, he dibujado un gran 8 ½. Será su número si lo hago.”

En eso del escapismo cabe el cine, tema obligado para todo autor que termina por convertirse en referente de sí mismo. No es que esto sea malo por sí mismo pero no tiene mayor mérito sino se consigue como una salida feliz para todo brete. Fellini sabe que no hay salida feliz pero insiste en ella, de la misma manera en la que insiste en mostrar los mecanismos que hacen posible la ilusión, como un mago que no puede resistirse a revelar sus trucos. La cámara se abre para mostrar en su campo el set de producción. Rompe la pompa de jabón como si la supiera un mundo y lo que sobrevive es la sensación tan dulce y triste de al menos haber sido su testigo. 

La realidad se refleja también sobre la pompa de jabón, si se quiere, igual deja de verse cuando se rompe.

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