El triunfo del hombre común
Por Rodrigo González M.
No nos sirve de nada saber si los hermanos Coen escribieron Barton Fink (1991) en tiempo récord. Los datos curiosos y la trivias de set no podrán agregar mucho a un trabajo peculiarmente macabro y robusto como éste. En esta película los Coen crean magistralmente un personaje que es llevado a una lucha intestina entre los parámetros del artista puro y los callejones sin salida del mainstream de Hollywood. Aquí, se trata ser testigos del vuelco intelectual que padece Barton Fink en su búsqueda de la inspiración creativa.
Al inicio de la cinta, Barton (Turturro) –un escritor de reciente éxito teatral en la escena de Nueva York, en 1941- es cuestionado sobre la posibilidad de dejar la ciudad por un periodo de tiempo para trasladarse a Los Ángeles a escribir películas. Ante esto responde: “si huyo a Hollywood, podré estar haciendo mucho dinero, yendo a fiestas, conociendo a los grandes del medio, claro; pero me estaré extrayendo a mí mismo de la fuente de este éxito, me estaré extrayendo del hombre común”.
Es desde este conflicto (que confirma a Barton Fink como un personaje atormentado por sus incongruencias pero responsable y arriesgado como artista) que arranca su travesía por derroteros que se antojan referencias esenciales en la filmografía de los Coen: el conflicto interno como motor o como condena. Pero, ¿triunfa el hombre común del que hablan los Coen a través de Barton Fink?
Cortar cabezas
La construcción narrativa de los Coen tiene tal fuerza que no deja terreno para las concesiones. El desequilibrio emotivo de Barton y la consistencia del dilema artístico que surge con su arribo a Hollywood es simplemente genial. El Hotel Earle donde se hospeda cobra vida y se manifiesta como la representación de los abismos internos del escritor: solitario, habitado por sombras, polvoriento, lleno de misterios preconcebidos y de un tintineante acento psicológico que brota literal y visualmente de las paredes, los techos y los sonidos.
El pasillo está lleno de pares de zapatos de hombres comunes que Barton nunca ve; los mosquitos anuncian la muerte noche tras noche; una hermosa mujer en un cuadro que cuelga de la pared de su cuarto, como sirena, le canta y lo distrae; todo esto sucede como una manifestación, un reflejo de su incapacidad para resolver su propios acertijos.
Tratamos de entender la pena que sentimos por su vecino de cuarto, Charlie (John Goodman fabuloso), un gordo bonachón vendedor de seguros, opacado por su circunstancia de “hombre común” y tremendamente ansioso por contarle a Barton todas sus historias. ¿De qué historias se trata?, ¿los secretos para vender una póliza de seguro de vida en 10 minutos? o ¿sobre cómo descuartizar a sus víctimas?, ¿cómo empaquetar cabezas en cajas de cartón que apenas dejen un rastro de sangre?
En esta distorsión de la realidad cabe cualquier teoría: o Barton está perdiendo la razón por el bloqueo creativo o simplemente su búsqueda del “arte vivo” para las masas lo ha llevado por un laberinto del que no escapará jamás a menos que pierda la cabeza, es decir, que deje de pensar, de intelectualizar.
Men in tights
Aunque la referencia se entiende claramente no está de más hacer hincapié: la encomienda de Barton Fink de escribir una película sobre luchadores encuentra su punto débil en el hecho de que él mismo jamás ha visto una. Su lucha personal como imagen inmediata tiene que ver con su compromiso hacia el oficio, o el arte, del escritor. Su labor como testigo y narrador de su época se desmiembra (y él lo sabe bien) cuando se enfrenta a un universo desconocido (Hollywood) y se topa de frente con su nula capacidad para lidiar con la soledad autoral.
Barton sólo es capaz de escribir calzando los zapatos del hombre común que tanto anhela retratar, pero que en Hollywood no lo encuentra. Lo más cercano a eso es un asesino serial, dos policías fascistas, un productor autoritario y mercenario, un escritor reducido a su versión más ridícula posible (en una cruel referencia a Faulkner) y a su mujer esclavizada. Se aísla como Odiseo poniéndose tapones en las orejas para evitar el canto de las sirenas, pero todo es inútil. Cada símbolo dentro de la película cumple con su función de acercarnos más al centro del caos, donde la única solución posible es que Barton se abandone.
Cada uno escoge su propio veneno, dice él mismo, un par de secuencias antes de despertar en la cama de su cuarto con el cadáver ensangrentado de una mujer. Y es justo a partir de esta representación de la muerte de su propia intelectualidad que se da lugar el nacimiento de su instinto como escritor, ese que le permite, finalmente, romper sus ataduras –tights- para entrar a la lucha cuerpo a cuerpo contra sus decisiones. Barton termina el guión y se lo muestra al ejecutivo de Capitol Pictures (algunos alegan referencias a Louis B. Mayer, magnate productor de la Metro Goldwin Mayer de la época). El mismo productor que al principio de la cinta besó sus pies alabando su trabajo ahora despedaza el guión catalogándolo como una “simple película finolis sobre gente sufriendo”. Golpe brutal y decisivo. Fin del conflicto. La lucha perdida. El hombre común (quizá Barton mismo) puesto en su eterno lugar lejos de la trascendencia y del arte. Lejos de la inmortalidad.
La solución envuelta en un paquete que se carga todo el tiempo
Hay múltiples referencias fílmicas en Barton Fink como a The Shining (Stanley Kubrick, 1980) o a El inquilino (Roman Polanski, 1976) y literarias a trabajos de John Keats o William Shakespeare (la obra de teatro de Barton Fink que se menciona al principio de la cinta, Bare Ruin Choirs, toma su nombre del cuarto verso del “Soneto 73” de William Shakespeare). Igualmente, el que la trama se desarrolle justo durante la Segunda Guerra Mundial hace claros algunos apuntes sobre el nazismo y el autoritarismo de ciertos personajes y diálogos. Sin embargo, eso no deja de ser el decorado, la escenografía social que viste la esencia de la trama. Lo realmente trascendente es cómo los hermanos Coen nos llevan a un punto de análisis que se vuelve sustancial: nos dicen que es imposible sustraer la intelectualidad del ejercicio creativo, aunque esa misma intelectualización es el veneno que puede matar cualquier obra, independientemente de la época en la que es creada.
Paradójicamente, es esta disyuntiva desde la cual todo autor busca su equilibrio. Y es también la razón por la cual un artista permite que sus demonios internos le corten la cabeza, sólo para llevarla todo el tiempo envuelta en un paquete. De esta manera se puede pasear por una playa de California sin tener la necesidad de abrirlo y contemplar el horror cuando simplemente se busca la belleza; y, si acaso es necesario, tenerlo a la mano para ponerlo junto a la maquina de escribir. Sí, un ejercicio francamente macabro pero, cuándo se trata de explicar el mundo y las pasiones que lo mueven, ¿qué método creativo no lo es?