por Luis Fernando Galván (@luisfer_crimi)
Después de ver Sebastiane (1976), el comerciante de arte y productor de cine, Nicholas Ward-Jackson, consideró que el hombre ideal para llevar a cabo el filme sobre la vida y obra de Caravaggio era el realizador inglés, Derek Jarman. El artista británico –que incursionó en la pintura, la poesía y el cine– se marchó a Italia en 1978 para estudiar al pintor, sumándose así a la ola de historiadores y críticos de arte que en la década de los ochenta reconsideraron la relevancia del italiano, Michelangelo Merisi. En una época donde en Europa gobernaba el minimalismo y las corrientes neoexpresionistas, a un sector de estos estudiosos les llamó la atención su obra como revolucionaria –al alejarse de los ideales de belleza de su tiempo–; a otros, su vida y sus preferencias sexuales. A Jarman, el hombre y artista gay que luchó activamente por los derechos de los homosexuales, le interesaron ambas posturas. Su filme, Caravaggio (1986), es un vehículo para estudiar el problema de la representación en el arte y la capacidad del artista para interpretar el mundo objetivo y traducirlo en un producto artístico.
En un cuarto frío y austero, el Caravaggio de Jarman (Nigel Terry) pronuncia la fecha de su muerte: 18 de julio de 1610. A partir de ahí, ocurren una serie de largos flashbacks sobre los acontecimientos cruciales de su vida, narrados por el propio artista italiano. Caravaggio yace en su lecho de muerte. El primer plano sólo captura su rostro inmóvil, doliente, lleno de cicatrices y con los ojos cerrados. La lente del cinefotógrafo mexicano, Gabriel Beristain, se coloca por encima de él en una posición frontal. El espectador observa la cara del moribundo de manera casi perpendicular. La imagen es muy parecida a la planteada en Cristo morto de Andrea Mantegna; Caravaggio es comparado con la figura divina. Él mismo buscó representarse (en vida y obra) como un dios pagano enemigo de la religión oficial.
El joven Caravaggio, en sus inicios, es un pornógrafo y prostituto; le dice a un hombre mayor interesado en comprar uno de su cuadros –y con el que se sugiere acaba de acostarse–: “Yo soy el objeto de arte… y soy muy caro”. Se trata de una ironía; no se juzga al artista como un hombre “vendido”, sino un acto de asumirse a él mismo como el objeto representado en el cuadro: “Yo construí mi mundo como el misterio divino encontró al dios en el vino y lo llevo en mi corazón. Me pinté yo mismo como Baco y tomé su destino, un salvaje, orgiástico desmembramiento". El Baco joven es un autorretrato del artista; aparece el dios con piel verdosa, labios grises y ojos hinchados, las manos –con las que sostiene un ramo de uvas podridas– están sucias; más que una figura divina, es un hombre cercano a la muerte. No se trata de la perfección artística renacentista, sino del retrato de lo mundano, de lo perecedero.
En el momento previo a su fallecimiento, Caravaggio es forzado a coger una cruz –que le ofrece un cardenal– en sustitución de la daga que porta. Él se niega, sólo muerto podrá tener encima el principal símbolo cristiano. Caravaggio es una figura revolucionaria que buscó situar lo divino dentro del mundo de lo profano; que los santos desciendan a la tierra para convivir con la gente común, con los pobres y marginados. En su obra pretendía plasmar la comunicación directa entre el ser humano y la fe divina. La gente de la calle –ladrones, vagabundos y prostitutas– eran sus modelos para representar santos y vírgenes. Caravaggio logra transfigurar a los miserables, necesitados e inmorales, en santos, acercándolos a Dios. Por su parte, Jerusaleme (Spencer Leigh) –el sirviente pobre de Caravaggio, un chico mudo al que compró por 30 monedas de plata (misma cantidad que Judas recibió por traicionar a Cristo)–, cuyo nombre remite a la ciudad sagrada, es el hombre que acompaña en todo momento al artista: lo ayuda en su taller, se va con él a la cama y lo cuida hasta su muerte. El joven es salvado no mediante Cristo, sino por un hombre que se pinta como Cristo, pero que rechaza la cristiandad.
Esa cercanía con la realidad y el alejamiento de la perfección clásica como canon supremo en el arte del Renacimiento, llaman la atención del cardenal romano Francesco Del Monte (Michael Gough), quien –además de comisionarle varios cuadros– lo invita a formar parte de su círculo hedonista, donde conviven jóvenes filósofos, escritores y músicos en búsqueda de la libre creación. A pesar de ello, estos hombres siguen permaneciendo en un mundo oscuro y claustrofóbico del cual no se puede salir.
Las tinieblas en las que vivía Caravaggio eran las que, paradójicamente, le daban luz. El pintor no colocaba su nombre en sus obras, únicamente firmó uno de sus lienzos. En La decapitación de San Juan Bautista (1608), sobre el chorro de sangre que escurre del cuello del protagonista, aparece “Yo, Caravaggio, hice esto”. Una obra que sirve como una confesión muy personal; el asesinato cometido por el pintor. En el filme, Jarman recupera, pero distorsiona, un suceso histórico que ha manchado la reputación del artista a lo largo de los siglos: el asesinato de Ranuccio Tomassoni en 1606. Después de un duelo de espadas en una cancha de “palla a corda” (un juego similar a lo que hoy en día conocemos como tenis), Caravaggio agredió a Ranuccio porque éste también veía a la prostituta favorita del pintor. Acostumbrado a las riñas callejeras, en un ataque de ira, Caravaggio hiere a Ranuccio, huye y su contrincante muere desangrado. Jarman prefiere mostrar el intrincado triángulo pasional entre Caravaggio, Ranuccio (Sean Bean) y Lena (Tilda Swinton); los tres se aman mutuamente. Primero, Caravaggio y Ranuccio, luego éste y Lena, y finalmente ella y el pintor. Esta narrativa –aparentemente histórica, pero ficticia– es creada por Jarman para demostrar sus interpretaciones y sostener el discurso que propone. Incluso, inserta anacronismos para trasladar la historia a su época. Jarman deposita elementos de la realidad de finales del siglo XX en otro contexto, el del siglo XVI, que no le corresponde: los cigarrillos que fuma Caravaggio, la máquina de escribir que emplea Baglione (el principal detractor de Caravaggio), la motocicleta de Ranuccio, la calculadora de Giustiniani (el banquero de Roma) y una revista. En este sentido, Jarman elabora una obra de arte congruente con la postura estética de Caravaggio; emplea elementos realistas para elaborar una obra naturalista.
Al fusionar componentes de dos épocas distanciadas por el tiempo, el filme pretende ocurrir en el aquí y el ahora para que podamos percibir a Caravaggio como un auténtico pintor revolucionario. Esos anacronismos también refieren a las atracciones, repulsiones, estructuras de clase y preferencias sexuales que se vivieron en la era de Jarman; los movimientos y marchas a favor de los derechos de los homosexuales ocurridas a finales de los ochenta, así como las discusiones en torno al síndrome del VIH. Jarman fue uno de los principales oradores en una de las magnas conferencias celebradas en 1988, un año después del estreno de Caravaggio; compartió su propia condición como enfermo del VIH y habló sobre la necesidad de los gobiernos para cambiar el modo de enfrentar el problema: aniquilar la represión de la homosexualidad, y buscar la prevención mediante educación, apoyo y tratamiento.
Caravaggio explica la desilusión amorosa de la siguiente manera: “En mi cama, durante la noche, busco aquel al que mi alma ama, lo busco pero no lo encuentro”. Jarman interpreta la vida de Caravaggio para simbolizar la frustración del verdadero amor que, de acuerdo con los documentos de la época, provocaron en el pintor una intensa melancolía y ataques de ira; una represión sexual que culmina en actos violentos.
A lo largo del filme se exhibe el método de trabajo de Caravaggio. En los cuadros de temática profana, un gran número de cuadros son representaciones de hombres semidesnudos vinculados a Baco (el exceso), Cupido (el amor) y Medusa (la venganza y la muerte). Jarman propone que tanto el producto final (el cuadro) como el proceso creativo, son intensamente eróticos en cuanto a la desnudez, las poses y la exhibición corporal de sus modelos. Además de la forma en que elabora sus cuadros, a partir de la representación de la realidad –deslindándose de cualquier ideal de belleza y optando por la aspereza del naturalismo–, Caravaggio emplea los colores de la tierra, los mundanos; el negro, rojo y marrón rojizo prevalecen sobre los azules, dorados y blancos (colores asociados al cielo, a la supremacía divina).
En el filme se recurre a una doble puesta en escena para evidenciar la metodología de trabajo de Caravaggio. En primer lugar, Jarman traslada las escenas pictóricas a un set (armado con artículos que el británico encontró en la basura o que compró en tiendas de segunda mano) para que sean filmadas. Y en segundo lugar, la puesta en escena es la reconstrucción de cómo Caravaggio dispone de los espacios cerrados para colocar a sus modelos y la manera en que interactúa con ellos. Ya sea como individuos o en conjunto, Caravaggio utiliza (y representa) a las personas en, exclusivamente, interiores –no hay paisajes ni exteriores, y mucho menos espacios abiertos–. Son espacios cerrados y oscuros que por lo general no delatan los detalles del lugar donde se desarrolla la acción. Los fondos negros predominan en las escenas. A Caravaggio sólo le interesan las figuras humanas y sus expresiones. Ellos, inundados y apabullados ante la inmensidad de las tinieblas, son iluminados por luz artificial, cuya fuente parece estar casi siempre colocada arriba de los personajes, pero fuera de los márgenes del cuadro. La energía del naturalismo que propone Caravaggio consiste en el intenso chiaroscuro; ese contraste de luz y oscuridad configura el diseño y el estilo visual del filme, donde destaca la importancia del trabajo de Beristain, que consigue captar auténticos ‘caravaggios’ en movimiento. El cinefotógrafo mexicano es conocedor de las ideas y formas del lenguaje pictórico, y con sumo cuidado coloca su lente para trasladar el espacio plástico-pictórico al encuadre cinematográfico incorporando de manera puntual y precisa la estética del artista italiano.
Jarman pone en pantalla al más severo de todos los críticos de Caravaggio, el también pintor Baglione. El director aprovecha para, de manera implícita, asumirse como un Caravaggio contemporáneo, cuya obra recibe fuertes críticas. Algunas de las palabras que emplea Baglione para despreciar el trabajo de Caravaggio son similares a las escritas por Vincent Canby, crítico de The New York Times, que manifestó que el filme The Tempest (1980) de Jarman era “insoportable, una uña rayando a lo largo de una pizarra”. Pero no sólo se trata de la oposición crítica, en cuanto a ideales estéticos, que enfrentó Caravaggio –quien fue descalificado por pintar personas reales, en lugar de imitar los ideales de belleza renacentistas que tenían en Rafael, al más grande de los maestros a seguir–, sino que de manera más aguda, Jarman contextualiza a un artista histórico para mostrar los prejuicios que obligan a la comunidad homosexual a vivir en la oscuridad en espacios claustrofóbicos para ocultar sus preferencias y sentimientos.
Caravaggio refleja cómo un mundo de subterfugios e hipocresías infectó tanto a la sociedad renacentista como a la que vivió Jarman, suprimiendo la libertad. Al cineasta le tocó presenciar cómo en los ochenta, el Parlamento inglés se negaba a debatir asuntos referentes a la homosexualidad; ni siquiera accedían a derogar las leyes homofóbicas. Incluso, a principios de los noventa, la represión policiaca contra la comunidad LGBT continuaba con frecuentes redadas y arrestos. El lado paradójico de este señalamiento es que tal supresión, a su vez, ha motivado a producir obras de arte, tanto la de Caravaggio como la de Jarman, en este caso. El director se centra en “La Pasión” de Caravaggio, que desde su lecho de muerte y delirando de fiebre recuerda su vida, sus amores y sus obsesiones, que hacen eco con las preocupaciones personales del director británico: las interconexiones entre la sexualidad, la política, el comercio y el arte. Todas ellas constituyen una primera, quizá sin precedentes, reflexión hecha por un artista gay sobre las posibilidades y limitaciones que enfrentaba su generación.