Haneke antes de Haneke
Antes de La pianista (2001), de Elfriede Jelinek y de Isabelle Huppert; antes del Gran Premio en Cannes por Caché (2005); antes de Hollywood y Naomi Watts en su remake de Funny Games (2007); de The White Ribbon (2009) y la Palma de Oro; después del teatro y de siete películas inconseguibles en México para el Südwetrunkdfunk, canal de la televisión abierta alemana, está The Seventh Continent (1989), el primer trabajo cinematográfico de Michael Haneke. Con 47 años de edad, una anécdota tomada del periódico y una idea concreta sobre las preguntas con las que quería incomodar a su público, supo cimbrar con solidez las estructuras de su obra de manera modesta, sólo si se le compara con sus trabajos posteriores.
La modestia es, en este caso, una cuestión de proporción. Haneke representa la represión, la hipocresía, la violencia que subyace tras la cotidianidad, en el microcosmos familiar. A través de un acercamiento, un zoom in a los objetos que esclavizan a la rutina —un reloj despertador, una cafetera, tres cepillos de dientes, un zapato al que se le amarran las agujetas— esboza un panorama fragmentado de la realidad de una familia, esa esfera delimitada por las cuatro paredes de una casa, escalofriantemente normal. Nada tendría que ir mal, no hay gritos, ni enfermedad, tampoco (estamos en Austria) hay austeridad, mucho menos pobreza, no hay, en fin, explicaciones claras para la tragedia que, desde el inicio se siente, ocurrirá. Nunca esclarecerá las razones de los actos de sus personajes, eso se lo deja al espectador.
Inicia pues con la exposición, tan cercana que asfixia, del desgaste sufrido por este núcleo social, para abrir suavemente la toma en las secuelas de la trilogía. Todas basadas en hechos reales, el crimen en The Seventh Continent es intrafamiliar; interfamiliar en Benny’s Video (1992); y social en 71 Fragments of a Chronology of Chance (1994). Conforme se aleja, el tejido se complica. Meticuloso y sistemático, Haneke ha avanzado a paso constante hacia la perfección, dejando en claro, paradigmáticamente en la histórica The White Ribbon, que las guerras nacionales se construyen a base de conflictos personales.
El automóvil. La televisión
Otro zoom out en tres momentos: La primera secuencia de The Seventh Continent transcurre en el interior de un coche. La cámara, casi adherida al parabrisas y a las ventanas, sólo deja ver las gruesas cerdas de los cepillos del autolavado embarrando el jabón al vidrio y a la carcasa. No se nos revela quién va en su interior. Pero esta escena del autolavado se repite dos veces más. En la segunda ocurre una epifanía; sobra decirlo, no sabemos cuál. Anna (Doll), la mujer, llora después de sostener la mano de su hija, Eva (Tanzer). Georg (Berner), el padre, sentado en el asiento del conductor, la mira con complicidad. En la escena previa, los tres miembros, encerrados en el mismo auto, miran desde las ventanas cerradas un accidente vial. La desgracia no parece perturbarlos, la música del radio los aísla. En la tercera ocasión, vemos en una toma abierta que padre e hija van solos a lavar el auto por última vez.
Decíamos que la película abre con la escena del autolavado. Las cerdas, el jabón... no hay necesidad de repetir, sí de apuntar cierto detalle: el sonido con el que inicia el filme es el sonido con el que cierra. No la imagen. En la última toma, se encuadra una televisión, única sobreviviente, erigida sobre las ruinas de la violencia; la transmisión también se ha ido, permanece la estática con su ruido aturdidor. ¿Por qué igualar el sonido atosigante de la enorme lavadora con el de la televisión? “La imagen es la distanciación, dice Haneke, y el sonido la manipulación”. Durante toda la película, excepto en los fade outs que separan las secuencias, con intensidad variada, modulada, se escucha el molesto efecto de la pantalla en grises. Éste marca el ritmo emocional de la obra y crea un impacto más profundo en el espectador. Crece en los momentos de tensión, viene y va como las olas de esa playa edénica e ilusoria que los protagonistas se han proyectado del séptimo continente ¿Australia? a partir de un afiche en una agencia turística, como escape a su realidad.
La televisión es una constante no sólo en su ópera prima. Es la ventana que deforma y limita la percepción de la realidad de la burguesía enajenada con su propia imagen. Nada más claustrofóbico y distorsionado que medir el mundo en pulgadas. “A veces me pregunto qué pasaría si tuviéramos un monitor en lugar de cabeza donde pudiéramos ver nuestros pensamientos”, dice uno de los personajes. Nada. Sólo ruido.
El séptimo continente
Suicide would save one’s honour
J.M. Coetzee
Habría que estudiar la obra de este director a partir de sus niños que como esponjas absorben la maldad de la sociedad en la que habitan, y que, a la menor provocación, expulsan la misma ponzoña. Su análisis nos remitiría a las semillas de algunos de sus temas recurrentes en toda su obra, ensayados también en The Seventh Continent: la vergüenza y, su manifestación interior, la culpa; también, sus peores consecuencias, la incomunicación, la incapacidad de pedir perdón, el aislamiento.
Eva es la niña de este filme, pero a pesar de su edad y de sus enormes y hermosos ojos, no recibe un tratamiento especial. La cámara no le hace ninguna concesión. De hecho, el primer indicio de conflicto en la película se da cuando Eva finge ceguera en la escuela. Con una trampa, su maestra la obliga a delatar su engaño, exponiéndola ante sus compañeros. Cuando su madre, oftalmóloga, la confronta, la niña miente y niega lo que ha sucedido. Anna se ablanda y vuelve a interrogarla, Eva confiesa su crimen y, sin que le pidan razones, recibe, a cambio, no una explicación ni una lección sino, una bofetada. Más adelante, como todos los días antes de dormir, reza; le pide a Dios que la haga buena para poderse ir al cielo. Pero sus rezos no borran la culpa que siente. Aislada, incapaz de entender lo que sucede, Eva imita el ritmo monótono de sus padres día a día hasta mimetizar sus deseos con los de ellos. Ella, lo dice, también quiere morir.
Con la misma metodicidad con la que sus padres destruyen discos, ella destruye sus posesiones, sus libros para colorear, sus dibujos. Su último ápice de inocencia se va con la destrucción del acuario, cuando los peces que diariamente alimentaba mueren en el piso de su sala. Después de eso, la cronología de eventos continúa con la acostumbrada indiferencia hasta la oración antes de cerrar los ojos. Esta vez el gesto es tétrico. Eva pide a Dios que la haga buena pero, lo sabemos, ningún rezo cambiará su destino, creer no es suficiente. Para Haneke nadie es inocente. Que no se confunda esto con soberbia, el arte es otra forma de expiación.
Sofía Ochoa
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