Por: Alfonso Flores-Durón y Martínez
A Francisco Goitia (1882-1960), el deslumbrante pintor modernista mexicano, lo marcó de forma decisiva la revolución que en 1910 derrocó la dictadura de Porfirio Díaz y que, durante años, generó tanta agitación y violencia a lo largo de todo México. Goitia fue testigo presencial de la brutalidad de la guerra y ese dilatado episodio de la historia nacional incidió en su vida de forma tan rotunda y desgarradora como lo hizo con la narrativa posterior de todo el país.
El filme abre con lo que es, a un tiempo, tributo y declaración de principios: el primer plano es un close up del rostro de un Cristo severamente afligido, pintado por Goitia; después, dos de sus famosos cuadros de ahorcados, el segundo en el que aparece la figura de una calavera también colgada; y, posteriormente, la obra de un hombre de pie con una gran congoja que le devora la cara. Quedan de un brochazo, además de mostradas su notable capacidad artística y su atribulada sensibilidad, planteados de inmediato los ejes sobre los que vida y obra de Goitia se condujeron: su búsqueda interior eclipsada por la ofuscada relación espiritual que mantenía con Dios; la fascinación mórbida que le generan los estragos de esa violencia que sólo puede desembocar en la muerte; y su necesidad de penetrar en el alma de los indígenas para intentar comprender mejor las raíces mexicanas.
Nada sencilla se podía presentar la faena de abordar la enigmática vida de Francisco Goitia. Su obra, revisada a través de la evolución que experimentó con el paso de los años, evidentemente arroja luces sobre la existencia del pintor; pero, inevitablemente, también despide muchas sombras. Y, más allá de su trabajo artístico, es muy poco lo que se conoce acerca de quién era en realidad Goitia, el ser humano del que surgió el artista. Se sabe que fue un hombre reservado en extremo, de poquísimas palabras; que tenía una estrecha y peculiar relación con Dios; y, por supuesto, que poseía un talento privilegiado para la pintura, que perfeccionó durante sus estudios de artes plásticas, primero en la Academia de San Carlos, más tarde en Barcelona, y luego viajando por Italia, pero que asumió como una misión de autoconocimiento que lo ayudaría a descifrar sus incisivas dudas existenciales y, al mismo tiempo, le permitiría explorar el alma de los mexicanos menos favorecidos.
Diego López, director del filme, quien tiene por segundo apellido Rivera (siendo nieto de aquel otro Diego), al decidir acometer el desafío de recrear la vida de Goitia en la pantalla grande, tuvo que sumirse en una exhaustiva investigación para engendrar un Goitia verídico, real. Escaseaban las fuentes históricas y la exigua información disponible sobre él era, además, en ocasiones contradictoria. Con un campo de acción tan restringido, López necesitó de la fundamental aportación de José Carlos Ruiz, el actor al que invitó para encargarse de la interpretación de Goitia. Entre los dos, mediante un trabajo de auscultación de cada testimonio a su disposición, y del impulso creativo de su imaginación, fecundaron un personaje complejo, a un tiempo provisto de un talento extraordinario y oprimido por una devastadora angustia interior.
Plano a plano, secuencia a secuencia, en cada una de las dimensiones temporales en que se desenvuelve la trama, director y actor generan la alquimia necesaria para, en una delicada y amorosa labor de construcción, dar el soplo de vida que anima al personaje de Goitia que vemos en la pantalla. El núcleo del filme reside, definitivamente, en la presencia y despliegue histriónico de José Carlos Ruiz. En su apasionada apropiación del personaje descansa, en buena medida, el éxito del filme. No hay una sola secuencia de la historia en la que no intervenga Goitia (porque incluso cuando es pequeño, el Goitia mayor está presente recordándolo, de forma similar a como Bergman lo pensó para el Dr. Isak Borg, en Fresas salvajes). Y siendo un hombre desconfiado de las palabras, para quien la transformación de la memoria, las emociones, los traumas, los temores y desasosiegos no tiene a la expresión verbal como su cauce preponderante, el actor debía apelar a toda la gama de los recursos histriónicos a su disposición para poder traducir en gestos, silencios, aspavientos, miradas, exabruptos, esa convulsión emocional, mental, espiritual con la que lidia Goitia de forma permanente. La puesta en escena de Diego López, de igual forma, está pensada y planteada para que el actor utilice el cuerpo y sus movimientos de modo que complementen profundidad al exigido trabajo de su severo rostro. Intentar descifrar el acertijo que la personalidad de Goitia le presentaba y convertir el resultado en significativas y elocuentes imágenes, es un triunfo de Diego López y compañía.
Después, era necesario explorar un orden a partir del que se pudiera asignar sentido a la historia del artista; y, por otro lado, adecuar los episodios de su vida en el contexto de cuanto ocurría en el país. Están estrechamente interconectadas la historia de buena parte del México del siglo XX y la vida del artista. Por supuesto, su pintura es depositaria de esa correspondencia. Para apuntalar el filme, López apostó por una estructura narrativa fragmentada, echando mano de los saltos en el tiempo; interpolando idas y vueltas en ciertos momentos de la cronología. El filme está estructurado de forma circular e inicia con un incidente ocurrido en la choza que Goitia habitó en Xochimilco durante los últimos años de su vida. Era 1960, poco antes de morir, y el artista saca de su casa, al jardín, caballete, brochas, lienzo y todo sus instrumentos de trabajo, disponiéndose a pintar un cuadro. La voz en off del propio Goitia nos hace saber (desde un futuro que desconocemos), que entonces tiene 78 años y, estando viejo y enfermo, pidió fuerzas a su Dios para que le permitiera crear un último cuadro “con la imagen que fielmente me torturó durante toda la vida”. De inmediato, se recurre al flashback y, tras un interludio en el que vemos a un Goitia más joven caminar por una carretera, descubrimos que ésta lo ha llevado al pasado, pues a continuación encontramos a Francisco, un buen mozo recién regresado de sus estudios en el extranjero, constatando las ruinas en que quedó la casa de su infancia debido al inicio de la revolución. En ellas se encuentra con fantasmas de otros tiempos y, desde ahí, atestigua él mismo, mediante un regreso aún más lejano, al remoto pasado de su infancia, un momento de oración con la que creía era su madre, por la época en que descubrió que la suya había muerto al darle vida.
A partir de entonces, la narración avanza siguiendo el orden sucesivo de los años, que sólo en ocasiones se rompe para intercalar algún recuerdo, o bien un relámpago ilusorio. Diego López divide la historia en cuatro apartados: El regreso al origen, Los abismos, Muerte y resurrección, y La vida en sí misma. A través de ellos se desenvuelven los trances, reflexiones, sueños, alucinaciones que, coyunturales o no, López elige hilvanar para permitirnos acercar con mayor proximidad a la cabeza y el corazón de Goitia.
Tratándose de Goitia, un artista descomunal, el aspecto visual del filme no podía desmerecer. Hay una clara intención por recrear, a través de la iluminación y del diseño de producción, las atmósferas en las que Goitia se desenvolvió (real y mentalmente) y que plasmó en sus lienzos. Podemos admirar su predilección por tenues claroscuros para los interiores y toda la intensidad de la luz natural para los exteriores, aprovechando las ráfagas de colores que algunos atardeceres mexicanos ofrecen. Para capturarlo, López otorga un papel preponderante a la cámara, haciendo uso de recursos contrastantes. La mueve de forma dócil, pero constante, emulando la inquietud de un alma que no puede guardar reposo, que además está sexualmente reprimida y que suele dislocarse de la realidad, pero a la que tampoco se le quiere alterar de más. Continuos son los largos travellings que permiten, tanto desarrollar la acción (dejando libertad para que José Carlos Ruiz aproveche su libertad corporal), como para sentar el ritmo de la trama, al tiempo que destaca los bellos paisajes en los que se filmó. Para enmarcarla, precisamente, o apuesta por que las figuras humanas sean recortadas contra la inmensidad del horizonte y la devastación de la guerra que tanto influyeron en Goitia o, en ocasiones, que se fundan con los bellos recintos en que se desenvuelve la trama; y, como el mismo pintor en sus cuadros, también enfatiza la carga dramática de lo que ocurre en los rostros a partir planos cerrados, aunque no siempre del todo ajustados. A lo largo del filme saltan algunas influencias evidentes, en cuanto a la voluntad estilística que adopta López: hay ecos de Tarkovsky (en algunos destellos visuales de luz y movimiento armónicos en secuencias de gran plasticidad), de Bresson (particularmente en la construcción elíptica y en la austeridad para mostrar el calvario de un hombre), y es difícil pensar que el director no haya visto atentamente Caravaggio de Jarman (fotografiado por el mexicano Gabriel Beristáin), maravilloso filme sobre otro pintor atormentado, que fue estrenado poco antes de la filmación de Goitia: un dios para sí mismo.
Diego López ha preservado en su filme, en buena medida, el misterio que envuelve la personalidad de Goitia. No explica demasiado, elige respetar el aura mítica que ha acompañado a su figura históricamente. Lo que el director sí hace es invitarnos a sentir, junto con Goitia, las penas que siempre lo mortificaron recreando algunas estampas que permiten entender un poco mejor su vida pero, sobre todo, comprender bien el espíritu de su arte. Para Francisco Goitia el arte significa la posibilidad de redimirse del pecado, y en el viaje interno que la película nos permite conocer, solicita continuamente el auxilio de Dios para poder cumplir con su misión. Se trata de un hombre con una fe tan fervorosa que, amalgamada con su ansia de purificación artística, termina por ofuscar su razón. Más que un hombre queriendo ser fiel a Dios, acaba por creerse su reencarnación: un dios para sí mismo, que padece de forma similar a como lo hizo Cristo, y es incomprendido tanto por los hombres como por su propio padre creador. Debido a ello, al final de sus días, Goitia no ve a su arte sino como “vanidad y aflicción del espíritu”. La destrucción y muerte que presenció en su juventud y cuyas imágenes lo atormentaron durante toda su vida, se le presentan como metáfora de la batalla interna que libró siempre y que se intensificó hacia el desenlace de su existencia. “Lo inmenso, lo profundo, lo incomprensible”, reconoce Francisco, es la aspiración continua que siempre lo movió. La de Diego López, con este filme que lo reconstruye, es serle artísticamente fiel al apasionado viaje espiritual en el que se forjó el mito de Goitia.
*Texto escrito para la edición especial del DVD creado por la AMACC y Alfhaville Cinema