La repetición cotidiana en La ciénaga de Lucrecia Martel
por Abel Cervantes
Lucrecia Martel es una de las directoras más representativas del cine argentino. Desde su primer cortometraje, Rey muerto (1995), la autora nacida en Salta en 1966 mostró los intereses estéticos y temáticos que regirían el resto de su filmografía: estructuras narrativas acompasadas al ritmo de la música incidental, protagonistas pertenecientes a la clase media con problemáticas complejas pero en apariencia invisibles y la Naturaleza –sobre todo el agua– como elemento trascendental para reflejar el estado psicológico de los personajes, por mencionar algunos.
La ciénaga (2001), su primer largometraje, es un relato coral que por momentos se concentra en dos personajes femeninos: Mecha (Borges) y Tali (Morán). La cinta carece de un tono narrativo clásico. Así, pasa de una secuencia a otra sin hilar una historia con inicio, desenlace y conclusión. El retrato estimula las interpretaciones del espectador en otros sentidos: Mecha es una mujer alcohólica que tiene la capacidad de reunir a su familia alrededor de ella. Por distintas razones, los personajes poseen cicatrices o en algún momento se encuentran en situaciones peligrosas. El inicio y el final del filme muestran una piscina descuidada que contiene agua estancada. Las miradas de los protagonistas sugieren tensión sexual.
Una de las secuencias más representativas, que descubre la destreza de Martel para filmar, sucede cuando Mecha y Tali conversan en una habitación. Dos jóvenes, hija y sobrina de Mecha, se reúnen a su alrededor. De pronto, José (Bordeu), también hijo de la figura que encarna Graciela Borges, se acerca al lugar y motivado por las adolescentes inicia una pequeña fiesta en la que baila con todas las mujeres. La cámara se concentra en las miradas y los gestos femeninos. La música no sólo es un recurso que motiva el movimiento de los cuerpos, también sirve para determinar la trama.
La atmósfera de la cinta crea en el espectador una sensación perturbadora. Los acontecimientos se desarrollan a través de una aparente calma, como el prefacio de algo terrible. Cuando la teórica Ana Amado comenta en “Velocidades, generaciones y utopías” incluido en Pensar el cine 2. Cuerpo(s), temporalidad y nuevas tecnologías (2004), que La ciénaga es un filme sedentario “con personajes reducidos a la clausura y a la repetición de la cotidianidad doméstica, en un mundo ficcional trazado bajo coordenadas rigurosas”, parece sólo el preámbulo para una escena que el auditorio intuye pero no constata. La muerte es una consecuencia lógica que se presenta sin artificios.
En ese sentido, el cine de la argentina se vincula con el de Jaime Rosales: en las tres películas del español la muerte de los personajes no implica un cambio abrupto o trágico en el relato. Así sucede en La horas del día (2003) donde un hombre, Abel (Brendemühl), asesina sin sentido aparente; en La soledad (2007), donde la muerte a manos de un atentado terrorista no altera el ritmo de la película o en Tiro en la cabeza (2008), donde la distancia entre la cámara y los protagonistas se mantiene en la misma lejanía antes y después de los decesos.
La obsesión por lo ordinario también tienen lugar en las siguientes películas de Martel: La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008). De igual forma, ambas cintas se preocupan por retratar la desesperanza del presente. Sin embargo, en su última proyección la directora argentina no sólo muestra la cotidianidad al interior de una familia o un personaje, sino que da un salto narrativo cuantitativo. La protagonista, Verónica (María Onetto), se convierte en una asesina que esconde tras la rutina un trágico incidente.
Lucrecia Martel se ha convertido en una directora sólida que a través de preocupaciones formales reflexiona sobre las perversiones y los vicios de la pequeña burguesía. Su primer largometraje no sólo fue una grata sorpresa, sino también el anuncio de la llegada de uno de los proyectos cinematográficos más arriesgados y provocadores.