Ve aquí nuestra Entrevista con Lucrecia Martel
por Sofía Ochoa
A pesar del cúmulo de emociones que despiertan sus películas –y que terminan por envolver al espectador–, el trabajo de la argentina Lucrecia Martel es de una precisión científica. No hay en su mundo pelo fuera de lugar y si lo hay, es porque así fue pensado.
El ritmo sumamente imaginativo de su narrativa, la profundidad de sus personajes, la precariedad de sus escenarios, la complejidad y, a su vez, lo absurdo de algunos diálogos, transcurren con tal naturalidad, que parecen diseñados por la realidad misma. Una realidad, sin embargo, personalísima, en la que las fórmulas, los lugares comunes, los prejuicios y los estereotipos, bailan terrorífica y simpáticamente con los sueños, los deseos y las invenciones de sus personajes, y con las texturas y caprichos de la naturaleza, la historia y el azar.
El filme central de la trilogía de Salta (región al norte del país de donde Martel es originaria), La niña santa (2004), transcurre principalmente en un microcosmos. El Hotel Termas (que la directora visitaba durante su infancia) es una precaria burbuja con una piscina central (en sus tres filmes hay estos cuerpos públicos de agua) que parece existir fuera del tiempo y del espacio. Aun cuando los dueños sean un par de hermanos cuadragenarios, el ambiente, de entrada, es totalmente femenino y preferentemente infantil. Helena (Morán) y Freddy (Urdapilleta), los propietarios, son como un par de niños que al no haber logrado lidiar con la adultez (ambos fracasaron en sus respectivos matrimonios, ninguno se desarrolló profesionalmente), se refugian en sus pláticas a deshoras, se miman en la cama como si fueran amantes, se halagan continuamente, sueñan con futuros inalcanzables, crían a Amalia, la hija de Helena, sin demasiada preocupación, y deambulan por el hotel como dos fantasmas en busca de sentido.
Este espacio de aire viciado por el encierro es violentamente irrumpido por una convención de médicos –todos ellos masculinos y la mayoría responsable– que se hospeda unos días en el edificio. Amalia (Alche), la supuesta niña santa del filme, una adolescente de 14 años que transita por su despertar sexual sin asideros, ha encontrado respuesta a la pregunta que su guía espiritual, una profesora que encabeza un grupo de discusión de chicas católicas, le ha implantado a ella y a sus compañeras en la cabeza: “¿Qué queréis, Señor, de mí?”. ¿Cuál es su vocación divina? ¿Cuáles son las señales que harán evidente su manera de servir a Dios y, así, ser salvadas? Las jóvenes buscan inquietamente contestaciones en las historias que escuchan, en su vida diaria. Durante las sesiones, Josefina (Zulberberg), la mejor amiga de Amalia, le habla al oído sobre la coquetería y los besos que hacen a su guía temblar ‘como epiléptica’, al tiempo que la misma guía llora al cantarle a Dios. Al superponer estas conversaciones, a través del sonido y de enfoques que rescatan diferentes planos, Martel juega con las preguntas y las respuestas. Los misterios divinos comienzan a mezclarse con la inquietud sexual. Así, Amalia acaba justificando, retorcidamente, sus deseos a través de una supuesta vocación mística.
Mientras Amalia escucha, en el centro de la ciudad, en medio de un grupo de gente, a un músico ‘tocar’ sin tener contacto con su instrumento, Jano (Belloso), uno de los médicos de la convención, le roza el trasero con su miembro. Él cree que será un gusto impune; no sabe que la chica es la hija de Helena, su anfitriona, que le ha estado coqueteando desde que llegó al hotel. Jano –que lleva el nombre romano del dios de las dos caras– es alguien formal que en apariencia cumple rigurosamente con sus deberes de hombre: tiene una familia y un trabajo en el que es respetado. Amalia se convierte en su cazadora cuando interpreta ese roce como una señal divina de que tiene que salvarlo. Quiere, en efecto, salvarlo, pero, como un cazador, también desea destruirlo.
Martel deja que los deseos de los personajes vayan guiando las historias. Es como escuchar varias voces en distintas habitaciones hasta que hacia el final todas coinciden en una misma puesta en escena. Ella las guía sutilmente y comienza a tejer relaciones de maneras a veces perversas, otras simpáticas, siempre inteligentes. La importancia del diálogo es crucial. Cada sustantivo cae por el poder de las imágenes. El montaje también es esencial para crear esa atmósfera que parece totalmente ambigua y sensorial pero que resguarda una lógica brillante.
Un ejemplo es el momento en el que Amalia decide confesar a Josefina que ha encontrado su misión. Están en su casa, rodeadas de su madre y sus hermanos, y justo cuando termina de preguntarle cuál es esa misión, como si se tratara de una señal sexual y burlona, un hombre desnudo cae frente a la ventana dejándose ver por toda la familia. Después de este guiño, hay uno más. La secuencia termina con la madre diciendo ‘hay que llamar a una ambulancia’. Hay un corte y, justo en la siguiente escena, vemos el cuerpo de una mujer, bocabajo, sobre una cama, con los brazos en posición torcida, como si acabara de tener un accidente. El efecto de la asociación entre imágenes y diálogos es tétrico. Pero dura solo unos segundos. La mujer es Helena y estaba durmiendo. Amalia la despierta para contarle lo que acaba de suceder, y Martel aprovecha para jugar con las palabras. ‘Un hombre se ha salvado de milagro’, insiste repetidamente Amalia. Cuando la madre finalmente reacciona, exclama ‘qué horror’, sobre el accidente. Y luego, otra vez, ‘qué horror’, y añade: ‘no tengo qué ponerme’. Es cómico y a la vez sirve para establecer la desconexión que existe entre ambas. Más que madre e hija, son rivales amorosas.
Los personajes centrales de Martel guardan cierta familiaridad entre ellos. Incluso Jano recuerda a Helena de cuando, tiempo atrás, de joven, visitó el hotel: “no creo que muchas jóvenes se aventaran a la piscina desde 10 metros”, le afirma Helena, refiriéndose a ella misma, con una falsa modestia. Se sabe guapa y, más que eso, se expresa siempre con madura sensualidad. Familiaridad es una palabra clave, pues las relaciones familiares no siempre son del todo claras en el cine de Martel o, aunque lo sean, no se manifiestan así. Helena y Freddy son hermanos pero parecen viejos y cariñosos amantes. Josefina establece una relación incestuosa con alguien que es difícil discernir si es su hermano o su primo.
Esa falta de claridad entre las relaciones familiares conforma parte del halo de misterio en el que se desenvuelve la película. Contribuyen a la formación de ese velo etéreo que recubre el filme, la falta de explicaciones, la constante carga emotiva de las imágenes, la irresolución de la trama, la asfixia que provoca el encierro en el hotel, los close-ups a los rostros (que revelan la presencia de personajes multigeneracionales), y, claro, la constante sugestión de perversión sexual, la coquetería, la sensualidad. El filme termina donde normalmente comenzaría el clímax de una película. No se trata de un final abierto; más bien la directora argentina desarrolla un puñado de historias que están a un paso de mezclarse de manera caótica, antes de que caiga el telón y dejemos que nuestra mente imagine la continuación. Martel es una creyente. Confía en que las palabras, sin importar si son ciertas o no, al igual que nuestros deseos, incidan en nuestras acciones. Ella sabe comunicar esta doctrina. Hacia el final sabemos que se ha proclamado una maldición. Intuimos una catástrofe aunque el agua de la piscina se mantenga tan clara, tan fresca, tan sosegada.