De culto: La pasión de Juana de Arco - ENFILME.COM
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FICHA TÉCNICA
La passion de Jeanne d'Arc
La pasión de Juana de Arco
 
Francia
1928
 
Director:
Carl Theodor Dreyer
 
Con:
Maria Falconetti, Eugene Silvain, André Berley
 
Guión:
Joseph Delteil, Carl Theodor Dreyer
 
Fotografía:
Rudolph Maté
 
Edición:
Carl Theodor Dreyer, Marguerite Beaugé
 
Música
Ole Schmidt (1982), Jesper Kyd (2007)
 
Duración:
110 min.
 

 
La pasión de Juana de Arco
Publicado el 15 - Jul - 2014
 
 
La Pasión de Juana de Arco, película silente escrita, dirigida y editada por el director danés Carl Theodor Dreyer entre 1927 y 1928, y protagonizada por Maria Falconetti, es ampliamente reconocida como una obra maestra del  cine. - ENFILME.COM
 
 

por Alonso Rodríguez

La Pasión de Juana de Arco, película silente escrita, dirigida y editada por el director danés Carl Theodor Dreyer entre 1927 y 1928, es ampliamente reconocida como una obra maestra del cine. No sólo por su novedosa narrativa, sino también por la potencia dramática de sus actuaciones, su estética estilizada, casi abstracta, y la fineza teórica con que presenta sus temas teológicos y filosóficos. Además, es una interesante clave interpretativa de las películas posteriores de Dreyer, pues en ella se perfilan dos de sus obsesiones centrales: la figura de la mujer que se encuentra sometida, de una u otra forma, al dominio masculino, y que quiere liberarse para vivir una existencia más auténtica, y la idea de un cristianismo existencial, alejado de las asfixiantes reglas institucionales. 

En lo que toca a la primera de estas obsesiones, Juana de Arco anuncia al personaje central de El día de la ira (Vredens dag, 1943), Ann, joven danesa que vive bajo el yugo del opresivo protestantismo puritano del siglo XVII, y que es acusada de brujería; a Gertrud (1964)—nombre que da título a la película—, mujer casada que decide, después de algunos escollos amorosos, liberarse de las normas sociales de su época y llevar una vida independiente como escritora; y finalmente, a la trágica Medea griega (quien cobra venganza sobre sus hijos por la traición de su esposo), figura que inspiró a Dreyer para escribir un guión cinematográfico que jamás pudo dirigir porque fue sorprendido por la muerte, pero que tiempo después, fue llevado a la pantalla magistralmente por Lars Von Trier. Respecto a la obsesión religiosa, Juana apunta a Johannes, personaje principal de la extraordinaria película La palabra (Ordet, 1955), quien cree haber sido posesionado por Cristo mismo; y a Jesús de Nazaret, cuya vida obsesionó a Dreyer a tal punto que decidió escribir un guión de cine. Lamentablemente, tampoco logró filmarlo.

La Passion de Jeanne d´Arc no presenta la consabida historia heroica de la Santa de Orleans, vestida con una armadura que reverbera el sol y montada en un brioso corcel, con la mirada puesta en el inminente triunfo de Francia sobre Inglaterra. Por el contrario, Dreyer nos pone incómodamente frente a una doncella analfabeta de 19 años, con el pelo corto, vestida con una raída casaca masculina y usando grilletes en pies y manos, que es juzgada por un tribunal de sesudos inquisidores, quienes intentan confundirla y llevarla a su perdición con el rayo del anatema. No vemos la gloria militar de la Doncella de Orleans, sino su lúgubre periplo hacia el martirio. No vemos la mirada reposada e incólume de la Santa, que tiene todas las certezas consigo, sino aquella desorbitada y rayana en la locura de la mística que atraviesa las contradicciones de la “noche oscura del alma”.

Uno de los aspectos más interesantes de la película es su narrativa. Dreyer rompe con la norma clásica de su época: la relación entre un espacio homogéneo y la lógica de la narración. Construye la acción dramática a través de una cantidad exorbitante de close-ups e inusuales encuadres de cámara –que en algunas ocasiones dejan fuera de cuadro la mitad del cuerpo o de la cara del único personaje que aparece–, prescindiendo casi por completo de un espacio físico definido en el que se desarrolle la acción. Esto hace que la película sea angustiosa y provoque cierta perplejidad, pues la posición del espectador, que tradicionalmente es privilegiada respecto al sentido global de la narración, en este caso sólo le permite una comprensión fragmentaria de lo que está ocurriendo. Lo anterior se agudiza con el rompimiento de continuidad entre escenas: la dirección de las miradas entre los personajes que dialogan no tiene en muchas ocasiones una correspondencia lógica; lo mismo ocurre con los movimientos de la cámara.

Pese a estas excentricidades narrativas, La pasión de Juana de Arco logra una extraordinaria unidad. ¿A qué se debe esto? Ha sido mérito de David Bordwell, uno de los máximos especialistas de la obra de Dreyer, señalar que ésta viene dada por el texto que sostiene la película: el registro escrito del juicio de Juana de Arco. De ahí que aparezca en la primera escena de la película. La historia es bien conocida: después de un juicio kafkiano repleto de irregularidades, Juana es condenada a la hoguera, donde muere. Su destino ya está escrito. Esto le permitió a Dreyer utilizar una innovadora narrativa fílmica para alcanzar el objetivo que se había propuesto –según su propia confesión: mostrar la mirada mística, que trasciende las categorías del espacio y del tiempo.

La figura de Juana de Arco contrapesa la discontinuidad de las escenas y las excentricidades estilísticas. Sin ella, los cortes, los encuadres, los movimientos de cámara, no lograrían lógica unitaria alguna. Frente a la incertidumbre que causa la ausencia de espacio narrativo en el espectador, está la presencia sólida de Juana, el norte de la película. ¿Cómo explotar la complejidad de esta figura muda? Dreyer decidió hacerlo a través de los close-ups. Estos permiten apreciar la riqueza gestual del personaje encarnado por Renèe Jeanne Falconetti: leer la historia escrita en la carne.

Comúnmente en el cine comercial, los close-ups expresan pero no significan; en el caso de Juana, los acercamientos a sus reacciones gestuales nos dan el significado de lo que ocurre, incluso mejor que las palabras escritas, pues revelan estados íntimos del alma. Frente a cada suceso dramático, Dreyer busca la reacción de Juana. Su expresión facial, su mirar que habla, constituye, entonces, el centro dramático de la película. No deja de sorprender que un filme mudo de 1928 pueda tener al filo de su asiento al espectador contemporáneo, y esto sin duda es mérito del juego estilístico de Dreyer y la actuación casi milagrosa de Falconetti.

Si bien la base del filme es el documento que contiene el juicio histórico de Juana de Arco, lo que hace que la libertad creativa del guión sea limitada, la caracterización de los personajes y la forma afectiva en que se relacionan con la Santa de Orleans abren, sin embargo, un amplio universo para la creatividad, que el director danés supo aprovechar con la agudeza que lo caracteriza.

Dreyer esboza con mano maestra en La pasión la figura de la mujer sometida al dominio masculino. La ahora Santa se encontraba cautiva en una torre en la ciudad francesa de Ruan, con el estatus jurídico de prisionera de guerra. La Universidad de París y el obispo de Beauvais, Pierre Cauchon –simpatizante de la causa inglesa– habían pedido que fuera juzgada por el tribunal de la inquisición. Así fue: el proceso comenzó el 9 de enero de 1431. Juana fue juzgada, entonces, por un tribunal formado exclusivamente de clérigos varones. Dreyer nos presenta al inquisidor, juez máximo en el proceso, como un hombre viejo, de rasgos duros y  verrugas en el rostro. Su semblante expresa una falsa actitud paternal hacia Juana, a la vez que una burla irónica frente a sus respuestas. Esta actitud sardónica se troca constantemente en escándalo e ira. El resto de los clérigos la tratan de forma semejante. 

Las preguntas que los jueces le formulan a la Doncella sólo tienen la intención de exhibirla, de llevarla a paradojas en las que titubee y terminen haciéndola espetar alguna herejía. En uno de los momentos paroxísticos del juicio, un religioso obeso y calvo (el fiscal) le pregunta con sorna si Dios le pidió que vistiera como hombre, y ella le responde que sí. Después, el religioso la inquiere de nuevo diciéndole que cuál es la recompensa que espera de Dios por cumplir tal mandato. Juana le dice, casi en éxtasis: “la salvación de mi alma”. El religioso de mejillas flácidas se levanta hecho una furia y grita: “¡Tú blasfemas contra Dios!”. A continuación, se para a un costado de la Doncella, la impreca y, finalmente, le escupe en el rostro. Ella, sosegada, calla. La escena es tan humillante, que uno de los clérigos se levanta, cae de hinojos y confiesa la santidad de la acusada. Es arrestado por los guardias, quienes, de inmediato, lo sacan tribunal. 

En otra escena clave del juicio, el inquisidor le pide a la Santa que les diga cuáles son la promesas que el Señor le ha hecho. Ésta le responde que tal cuestión nada tiene que ver con el proceso. El supremo juzgador sonríe con crueldad, y le replica: “eso dejemos que lo voten los jueces”. Se ven las manos artríticas de todos los clérigos levantarse, salvo la de un religioso joven que está al final del tribunal con la cabeza agachada, aparentmente avergonzado. El inquisidor cae en la cuenta de tal irregularidad y le lanza una mirada feroz que lo intimida y le hace levantar la mano al momento.

Paremos mientes en este par de escenas porque su contenido simbólico y explicativo ilustra cómo los clérigos someten a la iletrada joven por medio de preguntas retóricas y refinados argumentos. Es la violencia de la razón instrumental, que identifica validez con poder y sometimiento. Si el argumento es válido, entonces se convierte en una herramienta para dominar al otro. Esto queda claro en la primera de las secuencias descritas, en la que el clérigo va llevando poco a poco a la Santa para que caiga en la blasfemia: ¿Cómo puede pedir Dios una cosa contra natura, es decir, que una mujer se vista como un hombre? ¿Cómo, además, esto puede asegurarle la salvación? ¿Acaso alguien puede tener certeza de su propia salvación? ¿No es esto una blasfemia? “¡Claro que lo es!”, será la respuesta de los juzgadores.

La segunda escena ejemplifica el sistema patriarcal —dispositivo cultural y político que impone las normas de conducta moral y los roles específicos de cada sexo— donde los hombres maduros, que están en la cima de la pirámide de autoridad social, le dicen a los varones jóvenes qué es lo que tienen que hacer, cuáles han de ser sus expectativas y cómo han de tratar a las mujeres. En este caso, el inquisidor no le da razones a Juana para justificar los porqués de su pregunta, que ella se ha negado a contestar por considerarla periférica, sino que opta por la vía de la “legitimidad democrática”, completamente manipulada por el sistema patriarcal. Dice: “¿Pondremos esta cuestión a votación?”, y seguidamente, los jueces votan a favor de la moción del patriarca. Los hombres viejos tienen el pleno derecho para determinar qué es lo que cuenta o no para el juicio, es decir, para salvarla o condenarla. Y cuando el religioso joven duda, es decir, cuestiona el patriarcado mismo, el inquisidor lo amenaza con los ojos, insinuando: “tú has de seguir nuestros pasos sin chistar, así que levanta la mano en el acto”.

El tema del sometimiento de la Doncella de Orleans por parte de los religiosos recorre toda la película. En otra escena, un clérigo —quien previamente ha pactado con el inquisidor— entra en la celda donde ella se encuentra esperando la segunda parte de su proceso, e intenta engañarla diciéndole que ha sido enviado por el rey Carlos VII de Francia para ser su confesor y que, por tanto, tiene que confiar en todo lo que él le diga. Mientras tanto, el inquisidor y otros jueces que lo acompañan observan por un agujero hecho en uno de los muros de la prisión la reacción de la santa, quien termina por caer en la trampa. Después, entran el gran inquisidor voyerista y su cohorte a la celda para retomar el interrogatorio. Insisten en las preguntas que podrían hacerla caer en herejía. Ahora, a cada pregunta, ella busca algún gesto de aprobación en su nuevo amigo, quien sutilmente la induce con el semblante a contestar que sí.  “¿Tiene seguridad de que se va a salvar?”, pregunta uno de los monjes. Juana vuelve la mirada a su “aliado”, quien asiente cerrando los ojos. “Sí”, contesta. En ese instante, otro religioso joven (interpretado por el poeta Antonin Artaud) se levanta y le advierte angustiado: “Cuidado; es una respuesta peligrosa”. El inquisidor estalla en alaridos y reproches contra el joven monje y le ordena guardar silencio. Ahora tienen suficientes pruebas para condenarla a la hoguera. Sin embargo, ella puede evitar el trágico destino si se arrepiente y firma una confesión donde acepta la culpa de los cargos.

Juana engañada; Juana siendo vista sin poder ver; Juana condenada a la muerte por el humo y el fuego. No es de extrañar que Dreyer, hacia el final de la película, nos presente escenas de cirqueros callejeros: todo el proceso ha sido un circo esperpéntico.

En lo referente al tema de un cristianismo existencial y auténtico, Dreyer perfila sus líneas maestras a través de la contraposición entre la religiosidad exterior, mentirosa e, incluso, satánica, de los monjes que juzgan Juana, y la religiosidad sencilla, franca, y sin embargo, dramática de ella. Dreyer exhibe descarnadamente los vicios morales de los juzgadores: irónicos, violentos, mentirosos y homicidas. La identificación de los monjes con Satanás es explícita al menos en tres momentos: al inicio del juicio, aparece un monje que sólo tiene dos mechones de pelo a los lados de la cabeza monda y éstos están peinados en forma de dos pequeños cuernos, los cuales entrelaza continuamente entre los dedos para mantenerlos puntiagudos; el segundo momento es cuando el impostor entra en la celda de Juana para confundirla con falsas historias y pisa una cruz proyectada en el suelo por los barrotes de la ventana, la cual Juana había reconocido, momentos antes, como una señal de la Cruz de Cristo; finalmente, en uno de los muros que se encuentran en el pasillo que lleva a la celda de Juana, y por el que pasan continuamente sus juzgadores, hay un dibujo con rasgos infantiles de un dragón-gallina que echa fuego por la boca: en la iconografía cristiana, este monstruo ha sido uno de los símbolos centrales de lo demoniaco. En el siglo XV, la creencia en brujas, hechizos y espíritus malignos era generalizado: la vida cotidiana se desarrollaba, pues, como una lucha entre el bien el mal, entre potencias angélicas y potencias demoniacas. Y tales potencias, además, podían ser manipuladas por los hombres en su beneficio. Cualquier símbolo podía desvelar la voluntad divina o alguna acechanza de Satán.

Y no sólo los monjes son presentados en toda su sordidez de forma individual; también la Iglesia corre la misma suerte. A lo largo del filme los juzgadores se autonombran “La Santa Madre Iglesia”; esto significa que no actúan a título propio, antes bien, en representación de la institución santa y universal. En una de las escenas más sofocantes de la película, Juana es llevada a una cámara de tortura para intimidarla con vistas a que firme la confesión. Al final, cae al suelo desvanecida. Sus captores se preocupan enormemente porque no quieren que sufra una muerte natural. Llaman a los médicos —que también son monjes— para que le practiquen una sangría. Al primer pinchazo, un chorro de sangre sale disparado por los aires y los médicos lo recogen meticulosamente en un cazo de hierro. Dreyer nos presenta una Iglesia vampírica, que vive de la sangre de sus santos.

Pero el director danés da un paso más; nos hace presenciar otra de las aporías de la Iglesia: la administración de la Gracia a través de los sacramentos, su monopolio; es decir, la administración calculada de aquello que gratuitamente se le ha donado al hombre para su salvación. El amor sobreabundante de la Cruz, distribuido a conveniencia con un cuentagotas humano. Después de ser humillada y amenazada con torturas, Juana sigue sin querer asentir a la mentira de sus captores. Apenas recobra el aliento, momentos después de la sangría, el inquisidor pide —a los dos jóvenes monjes— que traigan la eucaristía para dársela a Juana. Uno de los sacerdotes se acerca con la hostia en la mano y la aproxima hacia la boca de la Doncella, quien se alegra enormemente de poder comulgar. Pero antes de que llegue a sus labios, el inquisidor ordena que le den la confesión escrita y le dice que la condición absoluta para recibir la eucaristía es que la firme. Si no lo hace, eso significaría que no quiere recibir el Cuerpo de Cristo y que morirá fuera de la Santa Iglesia; pero Juana sabe que si firma, estaría mintiendo, por lo que su comunión sería sacrílega. La eucaristía como forma de extorsión; el Cuerpo de Cristo utilizado como poder manipulador contra una mujer santa. Cristo, como paradoja maligna; Cristo presentado como el Diablo. Ya decían los Padres de la Iglesia que “la corrupción de lo mejor es lo peor”. Pues no hay situación en la que este dictum sea tan perversamente preciso. Una Iglesia que administra corruptamente la Gracia para sonsacar a sus hijos. 

El cristianismo de Juana es radicalmente distinto al de sus juzgadores. Su conversión y final liberación es progresiva y corre a la par del proceso que la lleva a la hoguera. Al inicio, Juana tiene miedo, titubea, se evade. Incluso termina por firmar la confesión. La única razón de peso para hacerlo, además del miedo a morir entre lacerantes llamas, es la que le formula el falso emisario de su rey: “Juana, no tienes derecho a morir. Tu rey te necesita”. La Doncella firma. Ahora será prisionera de por vida. No obstante, tiene la confianza de que será liberada una vez que Francia triunfe y Carlos VII logre expulsar a los ingleses. Esa misma noche cae en la cuenta de que la gran victoria que Dios le había prometido no era de tipo militar, como había pensado, sino espiritual: el martirio. Manda llamar a sus juzgadores y se arrepiente de haber firmado la espuria confesión. Ha de beber el cáliz hasta las heces. Ella no puede administrar su amor; ella no puede escudarse tras un argumento. Ha de seguir los pasos amantes de su Amado. El último aliento de Juana en la pira es para invocarlo: “¡Jesús!”. Mientras se consume envuelta en el fuego, el joven monje que le había advertido sobre los engaños retóricos de los jueces y que también le había dado la comunión momentos antes de su martirio —en franca oposición al inquisidor y su cohorte demoniaca que consideraban a la Doncella una herética perdida y excomulgada—, sostiene una cruz frente a ella para consolarla en su trance. El patriarcado ha sido cuestionado; se abre una pequeña esperanza para la Iglesia y para la entera humanidad. De hecho, terminada la guerra entre Inglaterra y Francia, el Papa Calixto III pide la nulidad del juicio de Juana y, en 1456, es declarada inocente de todos sus cargos. Posteriormente, Benedicto XV la canonizará en 1920.

Dreyer nos presenta en La Pasión de Juana de Arco una heroína trágica, en las antípodas de Medea —quien, al igual que la santa francesa, busca liberarse, si bien a su modo, de la injusticia que comete contra ella un varón—, la última figura femenina que llamó la atención del director. En la persona de Juana de Arco se amalgaman a la perfección las dos preocupaciones fílmicas (y morales) de Dreyer que se han mencionado: su liberación, como mujer, de las ataduras masculinas de sus jueces coincide con el encuentro con un cristianismo existencial que trasciende y revienta los moldes institucionales. Filme extraordinario, entonces, por su forma y su fondo. Obra maestra inagotable que en su silencio y lejanía temporal, sigue teniendo un fuerza insospechada para estimular nuestras reflexiones.

 

 

 

Post Scriptum.

A finales de los noventa del siglo pasado, el compositor norteamericano Richard Einhorn compuso un extraordinario soundtrack para La Pasión de Juana de Arco: Voices of Light. Después de pasar varios años estudiando documentos y composiciones musicales de la época de la Doncella, Einhorn logró la composición perfecta, que no sólo acompaña el filme, antes bien, abunda en su dramaticidad. A mi modo de ver, es un complemento estético y dramático imperdible. Recomiendo que se vea la película con y sin el soundtrack, de suerte que se pueda comprobar la diferencia entre las dos experiencias estéticas.

 
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