Para Reny
Por Alfonso Flores-Durón (@SirPonFDyM)
Hace veinte años ya que se estrenó Raining Stones en el Reino Unido, el décimo largometraje de ficción del estandarte del realismo social en el cine, el británico Ken Loach. Y hoy día, a pesar de que dos décadas han transcurrido, los conflictos retratados en el filme guardan una vigencia escalofriante, y el estilo agridulce de Loach, fuertemente nutrido por la comedia negra, alcanzó el alto nivel de depuración que lo consolidó como el sello característico de uno de los nombres más respetados del mapa fílmico mundial.
Desde el inicio de su carrera, a mediados de los sesenta –haciendo filmes para la televisión, y posteriormente Poor Cow y la magistral Kes para distribución en salas-, Loach decidió que para él el cine sería un medio de expresión artística, pero siempre fungiendo como faro con el cual iluminar las vidas de los individuos menos favorecidos de la sociedad, tanto en términos sociales, como económicos y políticos; la ‘working class’ británica ha sido su objeto de estudio y de defensa. Muchos, no sin argumentos, han tachado su cine de propagandístico. Y, en algunos casos, cuando su pasión lo ha dominado, la razón no ha estado del todo ausente en sus detractores. En la mayoría de ellos, sin embargo, Loach ha logrado dar primacía a la creación de arte (que de por sí ya suele implicar una posición política), a la representación de los padecimientos humanos, sobre la diatriba de carácter meramente político y social.
En Manchester viven Bob (Jones ) y Tommy (Tomlinson), con sus respectivas familias. Los Tories (Partido Conservador) gobiernan el Reino Unido y el país padece una grave recesión económica; además, las políticas neoliberales han expandido la brecha entre ricos y pobres. Bob y Tommy son pobres, están desempleados y en la populosa zona en la que habitan las oportunidades escasean. No les queda otra que ingeniarse sus propias formas de meterse unas cuantas pounds al bolsillo.
Primero, lo intentan atrapando un cordero ajeno en la campiña (es decir, robándolo), para después tratar de venderlo a una carnicería y, al fracasar, despacharlo por partes, de pub en pub. La ganancia es magra y, además, un descuido de Tommy desencadena en el robo de la camioneta de Bob; su única posesión y herramienta indispensable para las chambas que desempeña. Bob, por si su situación no fuera suficientemente apremiante, tiene otra preocupación: su pequeña niña, Coleen (Phoenix), de 7 años, está próxima a hacer su Primera Comunión y él quiere que, en el día más importante de su vida, su hija vaya ataviada con un vestido nuevo, sin importar lo costoso que le resulte. De ninguna manera, es enfático en ello, permitirá que utilice uno usado, prestado o alquilado. El símbolo de la pureza del blanco, de la primera recepción del cuerpo de Cristo en el interior de su niña, tiene un significado que trasciende rotundamente cualquier avatar cotidiano. Su esposa (Brown), empero, no comparte su obcecación. Con pies más firmemente asentados en el suelo, le exige advertir lo falaz de su propósito.
El siguiente intento laboral de Bob es ofreciéndose, de puerta en puerta, a limpiar las tuberías de las casas del vecindario. Sin suerte, termina prestando sus servicios al párroco de la iglesia, quien gustoso acepta, diciéndole que gracias a la bondad de los feligreses que les hacen trabajos gratis es que pueden sobrevivir. Al pobre hombre no le queda otra que cumplir, sin cobro, y lo hace sin remilgar; pero como sólo le falta que lo cague un perro, Loach se las ingenia para, en una secuencia tan simpática como cruel, atornillar simbólica y literalmente la pésima racha que Bob está padeciendo. Tomando el té con el padre Barry (Hickey), éste busca persuadirlo para que renuncie a su empecinamiento de comprarle a Coleen el vestido nuevo para la Primera Comunión; es innecesario y muy oneroso para él, que no está en posición para hacer ese gasto. Bob, testarudo, y también lleno de fe, insiste en que ese día, hasta entonces, será el más trascendente en la vida de su pequeña hija y de ninguna forma quiere que desentone con el resto de las niñas con las que compartirá ceremonia. Dios, piensa Bob, proveerá.
Pero parece que Dios está ocupado en otros menesteres. Porque Bob consigue trabajo como ‘seguridad’ en un antro y su noche de debut es, dirían los Ángeles Negros, la de despedida, cuando descubre a la hija de Tommy, su amigo, vendiendo tachas y al reprenderla termina liado a golpes con el ‘dealer’ que regenteaba a la chica. Para que la cuña apriete, los gángsters locales, que entre otras cosas se dedican a comprar deudas, irrumpen en su casa, amenazando violentamente a su esposa, frente a la chiquita, con el derecho que les da cobrar el adeudo que Bob contrajo con una empresa para poder comprar el mentado vestido ya que, por falta de medios, tuvo que dejar de pagar el préstamo a las primeras letras de cambio. Hasta piedras le llueven del cielo, al buen Bob.
Una secuencia de Raining Stones en particular deja sembrado, categórico, el calamitoso panorama que se cierne sobre la juventud de esas zonas desfavorecidas; no de un país del Tercer Mundo, sino de una de las naciones más ricas y poderosas del planeta, hasta hace no mucho todavía ostentada como cabeza del Imperio Británico. Estando Bob de visita con su suegro, encargado de la oficina de la Asociación de Inquilinos de la zona, su conversación es interrumpida por el estrépito de una agresiva riña en la calle. Al salir a ver qué ocurre, se percatan que es una pelea de pareja, pero entre dos adolescentes: la chica soltando golpes y una metralla de insultos tremendamente soeces a su novio, mientras una caravana de jóvenes acompañantes les hacen segunda, divertidos, alebrestados. Todo, además, capturado por el experimentado Barry Ackroyd como si realmente su cámara, con sólo girar, atrapara como en documental ese testimonio vivo de lo que ocurría en ese preciso momento en la calle. El suegro, serio, pero también resignado, le comenta que pocos, muy pocos de ellos podrán escapar de un destino, casi determinista, en el que el alcohol, las drogas, la prostitución y la violencia les negarán cualquier posibilidad de futuro. Es en ese preciso contexto, en el que la hija de Tommy (rondando los 18 años) se ha independizado ya, e incluso ayuda económicamente en su casa, pero con dinero obtenido de vender drogas, a otros jóvenes, en el antro local; y en el que Coleen (que ha cumplido los 7), se prepara para recibir por vez primera la Eucaristía, a Dios en su alma. El campo está repleto de minas cargadas, y se necesita mucho más que simple suerte, parece, para poder salir bien librado de él.
A pesar de que Ken Loach es un autor de cine que nunca ha escondido su inclinación por las causas sociales y por la ideología de izquierda (y que en su propia vida ha ejercido con plena congruencia), este filme corrobora la preeminencia, por encima de filias y fobias, de su visión, su misión humanista. Su preocupación fundamental son las personas atrapadas entre políticas gubernamentales que las rebasan (cuando no de plano las ignoran) y la vida diaria que las oprime. Y Loach, alejándose del compromiso militante que le haría, por un lado, criticar o cuestionar el papel de la religión en un ambiente tan descompuesto (el suegro de Bob insiste en que es sólo una distracción que evita que el pueblo se una para lograr el cambio); o por otro atacar despiadadamente al gobierno Conservador entonces dirigido por John Major (si bien Tommy, ebrio, le aplica un ‘full moon’ a un helicóptero de policías que sobrevuela el área donde vive, tachándolos de fascistas; o Tommy y Bob consiguen chamba robándole el césped a la oficina local de los ‘Tories’; o subrayando con los diálogos la desastrosa forma en que el gobierno ha manejado el país), en cambio le otorga un rol fundamental al Padre Barry, un hombre sensible a las desigualdades sociales causadas por un capitalismo cruel e implacable que provoca la desdicha de familias como la de Bob, que además verdaderamente se erige como un líder –no sólo espiritual- de la comunidad; y tampoco le tiembla el pulso al momento de reprochar la ineptitud y desunión reinante en el Partido Laborista para fungir como auténtica oposición y contrapeso de los Conservadores. Es decir, en el lienzo de Loach una amplia gama de grises prevalece sobre los blancos y los negros. En ese paisaje sombrío, la única refulgencia posible proviene de la bondad y generosidad humana. Incluso, pensó Loach, encarnada por un miembro de la Iglesia Católica y de sus fieles. Entonces, sin poner en entredicho sus convicciones, ni escatimar de forma mezquina las contribuciones de quienes piensan distinto que él, fraguó una historia que, como todas las que trascienden, está llena de matices y de complejidades que la hacen verosímil, cercana y profundamente auténtica. Los brochazos de fábula (acentuados por la apremiante música del exbaterista de The Police, Stewart Copeland), con que ciertamente adereza la trama, quizá por momentos puedan desafinar la autenticidad de la trama, pero terminan alinéandose con el realismo que cautiva a Loach y que funge como su atalaya; lo complementan, pues, de forma afortunada.
En un mundo poblado por sociedades donde es cada vez más habitual que sus integrantes se alienen, se ensimismen, se despreocupen del dolor ajeno, cobra mayor relevancia un filme como Raining Stones, en el que la auténtica compasión por quien sufre, la unión colectiva para defender los bienes básicos que les corresponden como custodia del sentido más íntimo de la dignidad, y la recuperación de los símbolos y las tradiciones más reverenciados, en comunión, permiten fortalecer la resistencia individual y grupal contra adversidades inagotables y redundantes. Un artista como Ken Loach comprende a cabalidad que con frecuencia, pese a que la luz que se vislumbra al final de túnel no es otra cosa que una simple grieta del propio conducto, es suficiente para oxigenar la esperanza de las personas. Por lo mismo, para él, lo de menos es el origen de ese diminuto resplandor: llámese fe en Dios, confianza en el prójimo, ilusión en la suerte y el destino, certidumbre en la condición humana. Con tal de que el escurridizo, confuso y turbio presente no termine precipitándose hacia las carcomidas tuberías de aguas negras que, entonces, ni los Bobs más entusiastas y duchos podrán reparar.