por: Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)
Reseña originalmente publicada en la revista CineXS (diciembre, 2000).
“El fragmento de filme más hermoso y potente que apreciamos en nuestras pantallas no es ningúna épica tecnológica de Hollywood. Es un commercial de 60 segundos de Guiness”, fue el comentario del prestigioso diario británico The Times acerca del más reciente trabajo dirigido por Jonathan Glazer. Para los fanáticos de los videoclips, las referencias sobre Glazer sobran. El multipremiado Virtual Insanity de Jamiroquai, el fantástico y onírico Street Spirit de Radiohead y el amniótico Teardrop de Massive Attack son tres balas del arsenal que lo convirtió en el videoclipero más importante de fines de los noventa en todo el mundo.
Era difícil pensar que Glazer rehusara romper el confinamiento espacial al que las pequeñas obras obliga, por lo que el salto al largometraje era solo cuestión de tiempo, pero ¿cuándo y cómo? Hollywood lo cortejó solicitándole su primera prueba de amor. Glazer, empero, prefirió perder su castidad fílmica a gran escala en su natal Inglaterra. En esta, la tierra de las tradiciones, el género gangsteril está flemáticamente inscrito como una de ellas. Sin embargo, el éxito de Lock, Stock and Two Smoking Barrels, de Guy Ritchie, fue caldo de cultivo para que la mercenaria mediocridad en forma de vulgares imitadores bombardeara de balas y mierda las salas de cine británicas. La sola mención de ‘gangster movie’ en Inglaterra, hoy en día, cuando menos genera hastío y una pregunta: ¿Otra? En este contexto, Glazer decide debutar eligiendo, a conciencia, un guión escrito por una exitosa pareja de dramaturgos –Mellis y Scinto-, y desplegar en él toda su capacidad visual y talento para estilizar el maltratado género.
Tomando en cuenta la plasticidad y el lirismo del portafolios de Glazer, no era aventurado esperar de él un filme que sondeara brechas menos recorridas de las que la convencionalidad suele trazar. Y si bien es cierto que el británico roció el enlamado género gangsteril con destellos de su capacidad innovadora (rompiendo el esquema lineal de la historia con atractivas secuencias oníricas y con una eficaz estructura temporal que inyecta suspenso a la trama), su apuesta fue tajante: invadir de lleno el mainstream con los mismos argumentos hollywoodianos, pero destilando un sabor netamente británico, con ecos aromáticos de cine europeo.
Gal (Ray Winstone) disfruta de la apacible y lujosa vida que las ganancias de su carrera delictiva le generaron. Retirado, lejos de Londres, vive con su encantadora esposa, DeeDee (Amanda Redman) en una suntuosa villa en la Costa del Sol española. Como buenos ingleses, su sociabilidad se reduce a otra pareja de ingleses (Jackie y Aitch), que además provienen de su mismo círculo social y profesional. Una relajada mañana, mientras Gal se deja consentir por el sol, una gigantesca roca desciende estrepitosamente la montaña que aloja su villa y, tras casi aplastarlo, termina aterrizando en la piscina. La calma devorada por un tempestuoso augurio.
Poco después, Jackie (Julianne White) le da forma al mal presagio: durante una cena, le hace saber a Gal que Don (Ben Kingsley) lo quiere sacar del retiro para una nueva misión. La tranquila vida de Gal solo empeora cuando el propio Don se presenta con su imagen y trato intimidatorio, incluso maléfico, para persuadir a Gal de que no tiene más opción que aceptar. Gal está decidido a rechazar la oferta y Don a no admitir más que un “sí”. La ebullición está por explotar pero, sorpresivamente, Don se resigna a la negativa y decide volver a Londres… hasta que un contratiempo provocado por él mismo lo regresa a casa de Gal. Un brinco temporal nos muestra a Gal en Londres, incorporado al equipo que intentará un asalto tipo Mission Impossible, y severamente cuestionado por los jefes de la misión respecto al paradero de Don.
Desde la toma inicial, Glazer evidencia su autoinfluencia comercialera, principalmente en términos de composición de la imagen y ritmo. Asimismo, el armado de su primera secuencia (con música de Dr. Feelgood marcando el compás) certifica su dominio en términos narrativos para establecer de un brochazo no solo una atmósfera, sino también un personaje. Y sin embargo, desde ese momento hipnotiza a la audiencia y mantiene en todo instante el control de la historia y la tensión se conserva hasta que aparecen los créditos finales. Lo anterior no evita que Glazer tropiece en burdos clichés genéricos recompensados con simpáticos diálogos y el elegante dinamismo con que oxigena el filme. De cualquier forma, a pesar de ser un envidiable debut, ante las expectativas que su persona levantaba, lo más destacable de Sexy Beast –dejando a un lado las espléndidas interpretaciones de Winstone y, particularmente, de Kingsley- es que nos garantiza que los mejores trabajos de Jonathan Glazer los veremos en el futuro.
Londres, Inglaterra. Noviembre 2000.