Godard cámara en mano corte directo Jean Seberg Belmondo = Sin aliento
Agustín Gendron
En 1960, a los 29 años, Jean-Luc Godard era un estudioso crítico de cine, pero sobre todo, un cinéfilo total, que gustaba de los film noir serie B realizados en los Estados Unidos durante los cuarenta y cincuenta. Decidió hacer uno, casi sin presupuesto, con un guión escrito horas antes del rodaje y parlamentos compuestos sobre la marcha. Lo que hizo, además de su filme, fue cambiar la historia del cine
Salió a las calles de París con una cámara al hombro (o montada en una silla de ruedas, a falta de un dolly), varias referencias literarias y artísticas (una cada tres líneas de diálogo, aproximadamente), buenas dosis de inconformismo, un puñado de posturas políticas y una visión del cine como método de resistencia ante el orden y la moral tradicionales. Con tan explosivos elementos, no es de extrañar que abriera (o más bien volara) una nueva vía para hacer películas, misma que este 2010 cumple 50 años sin perder su atractivo ni su vigencia.
Ante su brutal contundencia, en ocasiones olvidamos que Sin aliento es una ópera prima y, aunque en efecto es un homenaje al cine policial negro estadounidense, también es una maravillosa historia de amor fou entre Michel, arrogante antihéroe fugitivo de la justicia, y Patricia, inolvidable joven norteamericana, cuyo corte de cabello ha inspirado más de una fantasía erótica. Y como todo filme noir que se respete, Sin aliento es también la historia de una traición.
Afortunadamente, Godard decidió salir a las calles: muy pocas veces París había sido fotografiada de manera tan magistral como en esta película, gracias al trabajo de Raoul Coutard. Junto a él, Godard filmó a ras de banqueta, sin alterar los escenarios de la Ciudad de la Luz, sin iluminación artificial e incluso, sin evitar que los transeúntes miraran ocasionalmente a la cámara y a los actores. Es más, tampoco le importó romper la ilusión visual: en algunas escenas, Michel se dirige directamente al espectador, en un efecto de distanciamiento similar al aplicado en el teatro de Bertold Brecht. Con total desparpajo, Godard desafió las reglas narrativas al transgredir el eje de los 180 grados y la línea de contacto visual entre los personajes; de esta manera, la clásica noción de continuidad se fue al diablo. Una nueva narrativa para una nueva época.
Al término de su periplo voyeurista por las avenidas de la capital francesa, Godard y Coutard habían rodado suficiente material para tres horas de metraje. Era demasiado, pero a continuación vendría lo mejor: llegado el momento de la edición, lo natural hubiera sido suprimir escenas completas para reducir la duración de la película, pero Godard, en un arranque de genio, decidió no prescindir de ninguna, sino reducir su duración hasta dejarlas en la pura esencia, en los fotogramas indispensables para hacerlas comprensibles, pulverizando con esta salvaje economía visual la fluidez tradicional de la narración.
Así, cortando a saltos, surgieron los jump cuts y los quick cuts que caracterizan a este gran filme, dándole los rasgos estéticos que lo han hecho obra de culto entre cinéfilos de toda clase: una apariencia de aficionada improvisación, y un ritmo frenético y caótico, que se hace aún más evidente en la medida en que esta notoria discontinuidad temporal no está coordinada con la excelente banda sonora y no se prolonga en los atropellados y en ocasiones geniales diálogos, los cuales fueron doblados por los mismos actores después de finalizar la película. Para mayor mérito de sus creadores, este desbordado caos estilístico está apenas acorde con el estado febril en que vive el indomable protagonista, quien se da el lujo de dispararle al sol que lo deslumbra en su camino de Marsella a París.
A cinco décadas, nos sigue deslumbrando a todos.