28 de septiembre de 1924, Fontana Liri, Italia - 19 de diciembre de 1996, París, Francia
Por Jaqueline Avila
Il divo
Él era uno: el hombre. Y todos: los personajes; aquellos que llevó sobre sus hombros. ¡Marcello, Marcello! En el rostro de Mastronianni, aparecen en hilera, formados en caravana, al unísono: el hombre que se bañó con Anita Ekberg en la Fontana de Trevi (La dolce vita, Federico Fellini, 1960), y con Anna Karina en el Mediterráneo (Lo straniero, 1967, Luchino Visconti). Aquél que fue encarnación de las tribulaciones propias del genio artístico, Guido Anselmi en 8 ½ (Federico Fellini, 1963) o el escritor Curzio Malaparte en el tremendista relato que resulta La pelle de Liliana Cavani (1981), basada en las memorias del homónimo escritor y periodista italiano. Era el flâneur de ciudades de mujeres, de sueños de deserción, de fiestas interminables, incluso el protagonista de películas que jamás se realizaron, como Il Viaggio di G. Mastorn de Fellini.
A él le pertenecían la boca, los ojos, las manos, la voz; a su público, la sonrisa, el guiño, el temblor dudoso e intrigante, las palabras:
“Mie care, la felicità consiste nel poter dire la verità senza far mai soffrire nessuno”.
[“Queridas mías, la felicidad consiste en ser capaz de decir la verdad sin herir a nadie”. 8 ½].
De origen humilde, Marcello Vincenzo Domenico Mastroianni nació el 28 de septiembre de 1924, hijo de un carpintero, cursó estudios de arquitectura en Roma, ciudad en la que se crió. En 1938, se inició en el mundo del cine de extra en películas como Marionette (C. Gallone, 1939), La corona de hierro (A. Blasetti, 1941), I bambini ci guardano (Vittorio de Sica, 1944). Durante la Segunda Guerra Mundial, fue recluido en un campo de concentración nazi del que escapó para esconderse en Venecia hasta que el peligro cesara. Es en esta época en la que hizo su debut en el teatro con un grupo de aficionados.
Un joven Marcelllo Mastroianni
Tras incorporarse a una compañía de teatro profesional, Marcello fue descubierto en 1948 por Luchino Visconti, el cineasta de la contradicción, que, nacido conde de Lonate Pozzolo, aspiraba a presentar una visión social de la vida común. Él le dio a Mastroianni el papel de Stanley Kowalsky en la versión teatral italiana de Un tranvía llamado deseo, y el de Diomedes en Troilo y Crésida, También fue Visconti quien le abrió las puertas, en 1957, a los 33, para realizar su primer trabajo relevante en cine en Le notti bianche (Las noches blancas) de 1957: en ella, Marcello camina al lado de la actriz francesa, Maria Schell, por un paisaje gris y melancólico, en el que convierte en un personaje de Dostoyevsky que sufre frente los absurdos de la vida, un amante que busca anclar su amor en un imposible. Aunque la película ganó el León de Plata en el Festival Internacional de Cine de Venecia, no tuvo gran acogida por parte del público.
Le notti bianche
Al año siguiente, Mastroianni estaba nuevamente de pie junto al actor Vittorio Gassmann y el también actor, letrista y poeta italiano, Totó, en la comedia I soliti ignoti (Los desconocidos de siempre, 1958) de Mario Monicelli. El éxito de la película lo mantendría al frente de la cámara como Don Juan desgraciado en Il bell'Antonio (1960), como el tragicómico asesino de Divorzio all'italiana (Divorcio a la italiana, 1961) de Pietro Germi, con su perpetua amiga, Sophia Loren o exudando ironía en las tres historias de Ieri, oggi e domani (Ayer, hoy, mañana, 1964) de Vittorio de Sica.
Divorcio a la italiana
Oh, che bella uomo
Tras su resurgimiento y unificación, Italia se enfrenta a la búsqueda de su identidad en la primera mitad del siglo XX; en concreto, requería encontrar la esencia de lo italiano, cuando la patria sufría de diversas discontinuidades sociales, políticas y económicas. La Segunda Guerra Mundial y la posguerra fueron cruciales en la formación de la noción de la masculinidad italiana de ese entonces –que tuvo repercusiones en las concepciones modernas–, y en la creación de estereotipos que las películas de esta etapa –algunas parte del neorrealismo italiano, otras del posneorrealismo–, se encargaron de reforzar tanto en lo íntimo como en la fachada de sus personajes.
El inherente intercambio entre lo que el cine muestra y de lo que de él se apropia la sociedad, permitió que Marcello Mastroianni, protagonista de muchos de los filmes más importantes de entonces, diera vida –y también vendiera al exterior– el ideal masculino de la entonces desquebrajada sociedad italiana. Antes de La dolce vita, Marcello “representó al héroe ideal de la iconografía neorrealista: un actor de camiseta”; en las manos de Fellini, el actor de ya 35 años, se convirtió en “ el prototipo de cierto intelectual urbano, apocalíptico y a la vez integrado. […] un campeón de las conciencias alienadas”.[1]
Mastroianni sintetizó los preceptos de un ideal: por un lado era un latin lover que despertaba el deseo femenino; por el otro, bella figura capaz, incluso, de esconder al inneto que llevaba dentro, esa especie de hombre feminizado, que es pasivo, antes que arrojado, un narciso comodino, infantil, que lucha entre ser su propio antihéroe o tener conciencia de sí mismo, acaso como el Moraldo de I vitelloni (1953) de Federico Fellini que decide subirse al tren que lo desterrará de su inmadurez.
Mastroianni es el cuerpo físico que, por décadas, arroja a la pantalla varios de los síntomas políticos, sociales y culturales de Italia; es mercancía cultural y (re)presentación de una nación, de un cine.
Pellicola di vita
Con el paso de los años, el amplio catálogo filmográfico que Marcello acumulaba respondía, quizá, a su empeño de “dejarse ver” que, a su vez, aseguraba, “no permitía que eligiera las películas que quisiera hacer”; al respecto, con genuina humildad, Mastroianni admitía que del aproximadamente más de un centenar de filmes que había hecho, unos veinte habían sido verdaderamente malos:
Si sólo hubiese hecho películas buenas tendría miedo de mí mismo. Eso es un privilegio de los santos; los santos, los héroes, no se han equivocado jamás. (Aparte de que a mí los santos y los héroes me resultan antipáticos.) Debe ser un gráfico así, de subidas y bajadas. Si te equivocas en una película y en la siguiente aciertas, sientes una especie de ebriedad. Pero si todas las que haces son buenas, al final estás siempre en el mismo plano, y eso es menos divertido. Aunque parezca paradójico lo que digo, es verdad.[2]
La grande bellezza
En 1959, por primera vez, Marcello es contratado por Federico Fellini. Mastroianni quería leer el guión de La dolce vita. Fellini le entregó solo un bosquejo que rezaba: "En él estaba el mar, y el mar era un gran género masculino, que se extendía hasta el fondo del océano y estaba rodeado de estrellas de mar, caballitos de mar, de las sirenas, que nadaron... Desde ese día él nunca quiso volver a ver un guión." La colaboración inicial entre Mastroianni y Fellini, sería recordada por el primero así:
Los seis meses de La dolce vita: quizás el más bello período no solo en mi vida como actor, también en mi vida como hombre. Era como estar en una gran balsa en el mar abierto, empujado por el viento en todas direcciones, en un clima constantemente festivo: porque con Fellini no había momentos de drama –excepto oír algunos problemas por la falta de dinero o con algo que no llegaba a tiempo al set de filmación-. Para él, hacer películas siempre fue un juego, una fiesta, una fiesta sin fin.
La dolce vita se convirtió en el inicio de una mancuerna irrepetible en la historia del cine. Fellini hizo de Mastroianni el instrumento con el que podía externar su propio ego. Federico lo envió a ser parte de la festividad de la multitud romana, a navegar en las profundidades de la vida de un artista, a marchar a través de ciudades de pesadilla gobernadas por la naturaleza femenina y, también, por el falaz mundo de la televisión para hablar sobre su genio en Fellini: A Director's Notebook (1969). En La dolce vita se refiere a él simplemente como Marcello (Rubinni); más tarde, en 8 ½, (1963 ), La città delle donne (La ciudad de las mujeres,1980) y Ginger e Fred (Ginger y Fred, 1985 ), Fellini lo dotó de imaginación y autonomía, pero los personajes nunca pudieron suplantar al verdadero Marcello, aquel del que Federico se apropió como persona, como amigo fuera del set.
Fellini no solo definió el arte de hacer cine basado en las posibilidades del sueño, de la magia, de la ilusión que la imagen en movimiento revela y esconde cada segundo, también fue quien inmortalizó a Marcello debajo de esos lentes oscuros, imagen que el Festival de Cannes celebra este año. A Mastroianni, Federico le confío su figura, su espíritu, fue el propio cineasta y, al mismo tiempo, su evasión material en 8 ½; a Fellini, Marcello le regaló la gracia de ver la ficción, la invención de sí mismo, en pantalla.
Una vieja foto muestra al cineasta recostado sobre el hombro de Mastroianni en algún set de filmación, ambos se ven cansados; el mago y su demonio, uno escolta del otro, uno reflejo del otro, espejo de la luz de la cámara de cineasta sobre el actor.
Recitazione
"Yo recito, estudio unos días el guión, y eso es todo. Así que no hay método de actuación, no hay ensayos, ningún llanto, falsos tonos o crujidos de dientes en el set, yo sólo estaba siendo perezoso”, Mastroianni solía decir, si algún director lo increpaba por la deliberada falta de rigurosidad de su trabajo. Esta desfachatez era su genio. Debido a que era demasiado lento para perfeccionar su interpretación, acababa por dar todo de sí mismo en cada papel.
Con ese ligero viento de absurdo en su estilo de actuación, Mastroianni interpretó al marido de Jeanne Moreau en La Notte (1961) de Antonioni, al amante de Brigitte Bardot en Vie privée de Louis Malle (1962 ), al Arthur Meursault de Camus en El extranjero de Luchino Visconti (1967), a un gigoló irredento en La grande bouffe de Marco Ferreri (1973), y al abogado Nino Monti, cuya novia de la infancia fallece y reaparece en espíritu a cargo de Romy Schneider, en Fantasma D'Amore de Dino Risi (1981). La historia de Risi es quizá una de las más entrañables de todas las películas de Mastroianni, porque cuenta la vida de un soñador al que le es imposible escapar de su propia ansía de fantasía. Ese espíritu de niño, vacilante, que amplía los ojos y estira los labios ante la vida, que ve todo por primera vez, que encuentra lo mismo sorpresa, que ensueño, fue siempre parte de Marcello.
Fantasma D'Amore
Marcello era un epítome de quien contempla la belleza del mundo. Porque no hay arrogancia en sus ojos –testigos de las gracias estéticas de su época–; ante ellos, todo es universal. No es ya , por ejemplo, el cabello rubio de Anita Ekberg: es el raudal de fina textura que las manos anhelan recorrer. No son los ojos azules de Romy Schneider: es el color ante el cual el ego se rinde. Es Marcello quien acorrala absolutos entre cejas. Porque es innegable, aún hoy, que el cine es eterno cuando se ve a través del esplendor de su mirada.
[1] Moix, Trence. (1960) Mis inmortales del cine: años 60. España: Planeta.
[2] Mastroianni, Marcello. (1998). Si, ya me recuerdo, memorias (Mi ricordo , sì , io mi ricordo. Barcelona: Ediciones B Grupo Zeta.