Por Gabriel Lara
En 1977, Errol Morris tenía 19 años, un documental a medio hacer y una libreta llena de dudas sobre cómo terminarlo. Había dejado ya dos carreras y un guión inconclusos –el guión lo retomó después para su documental Vernon, Florida. Ignoro cuáles eran sus dudas, pero sé que Morris acudió a su mentor –y medio amigo– Werner Herzog, quien por aquel entonces contaba ya con una filmografía suficiente para enloquecer más de un cerebro: el divertimento También los enanos comenzaron de pequeños(1970), la delirante Aguirre (1972) y el tristísimo Enigma de Kaspar Hauser(1974). Algún consejo sabría dar, pues.
Sabemos que Morris bombardeó a Herzog con un montón de preguntas sobre los obstáculos que bloqueaban su camino. Después de unos minutos de conversación, Herzog estalló: ‘¡puta madre, ya! ¡ponte a chambear!’ El mocoso agachó la cabeza y Herzog quizá sintió compasión. ‘Hagamos esto: si acabas ese documental, yo me como mi zapato en público’.
Más que suficiente. Para 1978 la opera prima de Morris estaba lista y el cacle de Herzog se cocinaba a fuego lento. Deuda de apuesta es deuda de honor y, si no me crees, consigue la edición Criterion de Burden of Dreams(Les Blank, 1980), acaso el mejor behind the scenes que se haya filmado jamás. En los extras hay un corto llamado Werner Herzog Eats His Shoe. Y ya.
El nombre de ese primer trabajo es Gates of Heaven, y ensaya algunas de las virtudes más conocidas –más emocionantes– de las no-ficciones de Morris, como la inquietud, la elección de preguntas, la negativa a la obviedad, la firmeza de mano.
A favor de la primera virtud aboga la premisa: ¿qué pasa con los cuerpos de los animales domesticados cuando mueren? La primera respuesta la tiene Mac, obstinado y resentido ex dueño de un cementerio de mascotas, que se ve en la necesidad de abandonar el negocio, exhumar 450 cadáveres y trasladarlos al Bubbling Well Pet Memorial Park, propiedad administrada por John Harberts y sus dos hijos Philip y Danny. La segunda respuesta –suerte de subtrama del documental– la tiene el dueño de una planta recicladora de animales, un gordito con la cabeza bastante más fría: ‘la gente es demasiado sentimental […] ¿qué haces si tienes un caballo muerto en tu jardín, es domingo y no hay nadie que pueda pasar por él?’
De aquí se desprende esa segunda virtud de la película: la del método para inquirir. Gates of Heaven no busca una respuesta, sino las respuestas que sean posibles. En una entrevista no muy conocida para la Harvard Business Review, Morris niega la noción posmoderna de que hay distintas verdades. “Either someone was shot or he wasn’t”, dice. Esto, por supuesto, no niega la ocasional imposibilidad de generar conclusiones. Gente ha visto en Gates of Heaven excentricidad, tristeza, sátira, compasión y hasta burla pelona. Difícilmente podrás unificar la percepción. La médula de todo ello está en el método de Morris: preguntar. Preguntarle siempre a la razón hecha y luego a la razón más absurda. Algo tendrá que salir.
La tercera virtud es la evasión de la obviedad. La polémica es un rostro de la obviedad. El conformismo, otro. De ahí que la pieza central de todas las entrevistas sea una pausa, un intermedio delirante con una anciana a punto de perder la razón en medio de un flujo imparable de palabras: “los gatos del vecindario están desapareciendo, alguien los está matando, mi hijo –que no es mi hijo– me pide prestado dinero y no me lo paga, pronto iré a cobrárselo, se casó con una cualquiera, un día pierdes a tu mascota y es como perder a un miembro de tu familia”, y etc. Roger Ebert dijo alguna vez que William Faulkner o Mark Twain habrían llorado por tener un personaje así en sus novelas.
Finalmente, la firmeza de mano: no hay necesidad de distraerse. Michael Moore –por poner un ejemplo– habría devastado este documental con su imposiblemente gorda brocha. Diego Luna buscaría acentuar quién sabe cuántas cosas. Pero Morris es paciente: una vez hechas las preguntas, planta la cámara, escucha atento y escucha también lo que la gente no dice. Como debe ser.
Hay tres o cuatro momentos realmente emocionantes en Gates of Heaven, índice altísimo para cualquier película. Uno de ellos: la mujer que hace cantar a su perro. Otro: Danny Harbert –cuyo sueño es ser descubierto por un productor– tocando su guitarra en la solitaria colina que habita, junto al inmenso cementerio de animales. Uno más: Mac evocando con la mandíbula tensa su visita a la planta recicladora: ‘Estaba parado sobre el mismísimo infierno’. Hace cinco años, cuando vi la película por primera vez, fueron otros. Hay que volver a verla: se trata de uno de los pocos ejemplos que hay de obras maestras de juventud en la historia.