Por Sofia Ochoa Rodríguez (@SofOchoa)
Ve nuestra entrevista con Joshua Oppenheimer por The Act of Killing
Joshua Oppenheimer ha logrado consolidar una de las obras más importantes a nivel político, social y moral del cine contemporáneo. Sus tres más recientes películas, ubicadas todas en Indonesia, The Globalisation Tapes (2003), The Act of Killing (2012) y The Look of Silence (2014), desentrañan los mecanismos del mal y de la hipocresía moderna que permiten, entre muchas cosas, el funcionamiento de una globalización basada en la desigualdad socioeconómica, dependiente de gobiernos totalitarios, corruptos y criminales. Oppenheimer ha usado la cámara como arma para confrontar metódicamente, en sus tres filmes, a sus personajes, al público y a él mismo, y simultáneamente a un poder invisible, inasible, pero casi omnipresente, corruptor y perverso. Mejor aún, todo lo ha impregnado de su acuciosa inteligencia, de compasión, y de una constante búsqueda de la justicia y del bien.
The Globalisation Tapes
De entrada, la trilogía de películas sobre Indonesia discute contra el discurso oficial de este país, con el propósito de entender la situación tan desfavorable y de tanta tensión en la que viven sus habitantes. Aunque no fue pensada así durante su realización, The Globalisation Tapes sirve para contextualizar las siguientes dos cintas y toca de refilón muchos de sus temas. Es una serie de fragmentos “hechos por y para los trabajadores” (trabajadores de plantíos de aceite de palma en Indonesia, para trabajadores del mundo), que cuestiona nociones aceptadas como positivas, como la globalización misma, el progreso y el libre comercio, y las coteja contra las condiciones reales en las que viven algunos de los trabajadores peor pagados en el mundo, como los trabajadores-realizadores mismos de la película. En estas plantaciones de palma donde están hecho el filme, las atrocidades están totalmente normalizadas. Por ejemplo, un hombre produce $ 32 dlls al día. Gana uno, que no le alcanza ni siquiera para darle de comer arroz a su familia de seis. Pero no es lo peor: para cumplir con su cuota de producción diaria, su hijo debe ayudarle a hacer el trabajo. El hijo no gana un centavo. Como el sueldo es insuficiente para vivir, estarán perenemente endeudados. Y tiene que habitar una especie de campo de concentración sucio e indigno, porque obviamente no pueden comprar una casa. Es la continuación de una esclavitud que supuestamente había sido abolida cuando cayó el régimen holandés que los tenía colonizados. En ese entonces, entró un gobierno, el de Sukarta, que buscaba el bienestar para su gente, pero cuando ese bienestar se opuso frontalmente a la Organización del Banco Mundial, un golpe de Estado, apoyado por Estados Unidos, colocó a Suharta como nuevo gobernante. Él fue un tirano que se mantuvo durante 30 años en el poder y que unos días después de haber sido designado, arrasó con todos los trabajadores que comenzaban a organizarse para buscar mejores condiciones. Los llamaba comunistas, y contrató a un grupo paramilitar, el Juventud Pancasilia, para destajarlos brutalmente, para borrarlos sin que quedara memoria de ellos. Bajo sus órdenes murieron más de un millón de personas, probablemente el doble. El gobierno de Suharta fue aplaudido por Occidente, ya que relajó por completo las exigencias gubernamentales para obtener recursos naturales y obra de mano barata de su país.
El aceite de palma sirve para producir aceite vegetal, aceite para cocinar, margarina, jabones, es un ingrediente esencial de la vida moderna. Todos lo hemos consumido sin preguntarnos qué tiene que suceder para que estos productos lleguen a nuestras manos. En otro momento de The Globalisation Tapes, Oppenheimer nos muestra a una mujer que está rociando con un aspersor las bases de las palmeras de donde se extrae el aceite. No lleva algún tipo de protección. Y ella, riéndose, cuenta a la cámara que sabe que está envenenándose con el líquido, que sabe que sus jefes lo saben, y que sabe que la dejarán morir lentamente. La mujer continúa con su trabajo. Más adelante vemos, por primera vez, escenas intelectualmente gore que en las siguientes cintas del director serán recurrentes: a un asesino del Juventud Pancasilia hablar con regocijo de las matanzas que perpetuó en contra de los supuestos comunistas. Describe sin demasiados aspavientos las técnicas macabras que utilizó para hacerlo. No se percibe algún tipo de remordimiento. La relación directa entre la mujer trabajadora en proceso de envenenamiento y el asesino, es que el grupo al que el segundo pertenece, es el grupo paramilitar que los dueños belgas de la plantación de aceite de palma contrataron para apagar las irrupciones de quienes buscaban condiciones de trabajo sanas; los contrataron después de las matanzas en contra de los comunistas en los sesenta. Los trabajadores de las plantaciones rápidamente fueron desmotivados por los matones, pues sabían de lo que eran capaces, ya que muchas de las personas que había asesinado décadas atrás eran sus familiares. Algunos de los miembros del Juventud Pancasilia son los protagonistas de The Act of Killing.
The Act of Killing
The Act of Killing es un trabajo sin parangón; lúcido y temerario como pocos. Que entre sus atributos menos importantes tiene el de acabar con la idea de que el documentalista debe despojarse de su humanidad y filmar con frialdad. Detrás de este pulcro trabajo, se vislumbra una persona preocupada por sus congéneres. Se trata de un documental de la imaginación en el que Oppenheimer pidió a los matones de Pancasilia recrear a placer, en ficción, las maneras en las que asesinaron a millones de personas, de supuestos comunistas, en pequeñas secuencias. El director se limita a facilitarles los recursos que deseen y a filmarlos. No les indica qué hacer ni qué decir: la cámara observa. Los protagonistas no se la piensan dos veces antes de actuar representando de diversas maneras a los asesinos carniceros que fueron; lo hacen sonriendo, lo hacen bailando, lo hacen envueltos en orgullo. A veces solo explican sus estrategias de muerte con algunos burdos movimientos, llevando al director a los lugares donde ocurrieron las matanzas; otras, con secuencias imitando películas de Hollywood de gangsters; en otras producciones más elaboradas, incluso usan a sus niños para que sean parte de los extras, escenografías y efectos especiales para imitar las armas, las quemas de casas, las muertes lentas y desgarradoras, se usan a ellos mismos como víctimas, y también hay una secuencia onírica y malévola en una cascada, en la que los asesinos, interpretando a las víctimas, dan las gracias a otros asesinos-actores por haber sido enviadas a otra vida.
Pero The Act of Killing no es una película simplista, ni propagandística, ni moralina. No está hecha para que juzguemos a estas personas. Mientras vemos estas salvajadas, Oppenheimer nos introduce a la historia y al contexto sociocultural de esos años en Indonesia. Vemos todo el aparato social dispuesto para callar a los familiares de las víctimas y para inculcar a la población, desde niños, que los “comunistas” eran bestias: la educación, las películas, los programas de televisión, la recompensas económicas para los asesinos, absolutamente todo funciona para aplaudir los crímenes de estas gentes. Es un contexto en el que estos matones fueron y son vistos como héroes nacionales. Al mismo tiempo los filma en su vida doméstica siendo padres, abuelos, hermanos, esposos, totalmente “normales”. Usando un símil de Oppenheimer, es como si vieras a una Alemania cuarenta años después del Holocausto con los nazis todavía en el poder. Este mecanismo, que Hanna Arendt definió como ´la banalización del mal´, funciona efectivamente alrededor del mundo: funcionó en Cuba con Fidel; en Venezuela con Chávez; en Estados Unidos contra Vietnam, Irak, también contra los comunistas; en Israel contra los Palestinos; en México contra los cristeros, por mencionar solo algunos pocos ejemplos, porque en realidad este sistema del mal opera en todo el mundo en todos los niveles. Guardadas las proporciones, llevado a los terrenos de la ficción, por mencionar un terreno común para quienes no han vivido cerca de la guerra, es el mecanismo que permite que nos riamos cuando vemos morir masivamente a los soldados de un ejército, “el malo” en una película de acción. Es el triunfo del maniqueísmo, del mundo dividido en buenos y malos, donde los buenos, los que ganan, ganan también la atribución de contar la historia oficial, su historia oficial.
El detonante del mal no son los otros grupos radicales. El detonante del mal es la visión radicalizada, carente de análisis y matices; es la visión del autoengaño, en la que la brújula moral se alinea con intereses políticos, económicos, culturales, de poder, y –y aquí viene el golpe fuerte– también con intereses propios. Oppenheimer prueba frente a la cámara que matar a otro no deja de ser una decisión personal. Como estrategia, el verdugo lo deshumaniza, lo despersonaliza para convertirlo en un enemigo acérrimo, monstruoso. Al responsabilizar el director así a estos hombres que siempre han disfrazado sus crímenes con la máscara del heroísmo, lo que hace es devolverle su humanidad a personas que normalmente etiquetaríamos bajo el rubro de “asesinos”; nos muestra su vulnerabilidad para acercarnos a ellos, y al acercarnos descubrimos el potencial criminal que cada uno de nosotros guarda. Pero la belleza del documental no se limita a este esencial descubrimiento que sucede de la forma menos convencional frente a nuestros ojos. Durante la película rápidamente surge un protagonista: Anwar Congo. Él se describe a sí mismo como un artista; le encanta estar frente a la cámara, es creativo y es inteligente. Oppenheimer lo sienta frente a la televisión para ponerle la grabación de uno de los sketches que ha imaginado y creado el propio Anwar. Lo confronta consigo mismo interpretando a una víctima en una puesta en escena de mafiosos. Al verla, Anwar no dice nada, pero su mirada de dolorosa conmoción revela una consciencia en pena. A pesar de todo el autoengaño, del aparato nacional diariamente lubricándose a favor de esta mentira que él y cientos de asesinos repiten para sentirse orgullosos, vemos reconocimiento en sus ojos. Vemos que él sabe que es un monstruo, y que diariamente durante décadas, ha luchado por convencerse de que no es así; que diario debe luchar por creerse su propia y falsa historia. No todos los asesinos en el documental muestran este nivel de autoconciencia, pero es fundamental que uno sí lo haga, aunque suceda momentáneamente, porque le añade una dimensión de culpa a la presunción. Abre la posibilidad de que los otros asesinos puedan reconocer que sus víctimas eran humanas. Abre la posibilidad de humanizar nuevamente a las víctimas frente a los asesinos, y a los asesinos frente a nosotros.
The Look of Silence
The Look of Silence avanza todos los descubrimientos de The Act of Killing para llevarlos al campo de la confrontación entre víctimas (que no vimos en The Act…) y victimarios. Nuestro punto de vista ahora es el de un hermano de un asesinado: se llama Adi. Nació algunos años después de la muerte del supuesto comunista. El joven es oftalmólogo y visita a diferentes ancianos, asesinos de esa época, para hacerles lentes. Mientras los atiende, decide romper el silencio que los ha sometido –a él y a todos los familiares de los masacrados- durante cuatro décadas, que los ha obligado a permitir que en la historia oficial se narre que sus familiares murieron porque lo merecían. El joven los interroga sobre las matanzas que cometieron, sin revelarles inicialmente su identidad (posteriormente lo hace en algunos casos). Las respuestas que escuchamos y sus actitudes en general son similares a las de los genocidas de The Act of Killing. Se sienten orgullosos y presumen sus técnicas salvajes. Es anonadador. El nivel de sadismo con el que son capaces de hablar sobre cómo cortaban cuerpos, los desangraban, los golpeaban, bebían su sangre, todo con actitud relajada frente a la cámara, es desquiciante. Y más aún debió serlo para el inquisidor, quien al indagar sobre los detalles de la muerte de su hermano en específico, obtiene respuestas atroces, insensibles, descripciones quirúrgicas que solo pueden despertar dolor en quien no esté del lado de los victimarios.
Estos interrogatorios se mezclan en la película con episodios en la casa de la madre, una anciana devastada por la manera en la que murió su hijo, por no haber podido evitarlo. Para mostrar su dolor, Oppenheimer no hace close-ups sensibleros con lágrimas, gritos y desesperación; elegantemente, decide introducirnos a su cotidianidad, sus rutinas, vemos cómo cuida a su esposo anciano y enfermo encogido y prácticamente inutilizado, apenas consciente del mundo que lo rodea, como un recién nacido; vemos su casa, su plática, su risa, pero todo, absolutamente todo, está regido por la muerte de su hijo. El día en que llegó sangrando, con los intestinos por fuera, gritando, y ella corrió para arrastrarlo a la casa e intentar curarlo, y algunas horas después llegaron miembros del Juventud Pancasilia a llevárselo sin que ella pudiera detenerlos, sabiendo que lo asesinarían con técnicas más brutales de las que ya habían usado; es un infierno de su memoria que la ha acompañado desde entonces hasta ahora, todo el tiempo. Y lo sabemos porque esté en la situación que esté, tiene la necesidad de evocarlo constantemente. A través de esa oralidad, de ese recuerdo de la madre, es que Adi ha vivido ese pasado, y es con esa fuerza con la que se enfrenta a los victimarios. Es un dolor que lleva en la genética.
Los genocidas una y otra vez insisten en la maldad inherente de los “comunistas”. “No creían en Dios” parece ser su argumento más fuerte en contra de ellos; y es claro que es una frase que repiten creyendo que crearán empatía en la gente que vea el documental. También alegan que se robaban a sus mujeres. El filme no indaga en el grado de culpabilidad –si es que había– de los asesinados. Es muy claro en sus objetivos de cuestionar el poder. Como en The Act of Killing, los genocidas están dispuestos a revivir los momentos de la matanza llevando a los realizadores al lugar de los crímenes, dejándose fotografiar en poses heroicas, dando detalles escabrosos. Uno ha escrito un libro ilustrado donde pueden apreciarse gráficamente las mutilaciones y la violencia. Los descendientes de los perpetradores parecen estar muy orgullosos de las hazañas de los padres y abuelos. Como las víctimas siempre han vivido en el absoluto silencio, estos sucesores parecen totalmente ignorantes de que existen afectados colaterales de estos supuestos “criminales justamente asesinados”. Adi llega a confrontarlos después de haber visto los testimonios que Oppenheimer filmó también durante el rodaje de The Act of Killing, en la televisión de su casa. Y a pesar de que intenta acercarse a los asesinos en buena lid, conforme las pláticas avanzan, no puede contener el dolor y el enojo. Nunca pierde el control, pero los entrevistados rápidamente se sienten amenazados, no solo por las preguntas de Adi, también por la cámara de “Josh”. Saben que nadie los estaría cuestionando sobre la ética de sus acciones de no ser por la película que está filmándose. La cámara de un occidental ha sido el elemento de poder que ha permitido que una víctima por fin tenga voz.
La película también contextualiza un poco la vida de Adi, y lo vemos jugando con su hija pequeña, leyendo cuentos que ella escribe en una libreta con carátula de Mickey. La elección en específico de esa secuencia apunta dos temas centrales: 1) la occidentalización de Indonesia a través del ratoncito de Disney; que se reafirma en tres ocasiones más durante el documental: con dos breves secuencias que muestran momentos sintomáticos de la globalización (un moderno centro comercial, y niños jugando en una alberca de pelotas), y encuadrando un noticiario de un canal estadounidense aludiendo a las ventajas de que Goodyear , la famosa empresa llantera, esté invirtiendo en Indonesia. Estos pincelazos son suficientes para señalar la dimensión internacional, los intereses capitalistas y la desigualdad socioeconómica que tejen las redes de las tragedias más personales. 2) Al filmar a Adi con su hija, Oppenheimer resalta nuevamente la importancia de la herencia, de la continuidad de la cultura, de los logros y los traumas que se transmiten a través de la sucesión de las generaciones.
Para recalcar este tema una vez más, vemos a Adi confrontando a su tío. Él fungió como guardia de prisión en los años de las matanzas, y veló al hermano de Adi, sabiendo que después moriría. Cuando Adi, nervioso, inquiere al respecto, el tío se defiende diciendo que no podía hacer otra cosa. Que haber tomado esa decisión era la única manera de sobrevivir. Que él no mató a su propio sobrino. Que él (como Eichmann, el nazi responsable de la solución final) solo seguía órdenes. Todo es cierto. Los dos lo saben. Pero el tío fue cómplice y también lo sabe. Nada, ni el instinto de sobrevivencia, lo exonera. Y el tío lo sabe. Tío y sobrino se miran. Y nosotros contemplamos un choque tectónico entre pasado y presente, culpa y perdón, sangre contra sangre; es el clímax espiritual de una tragedia familiar. Nada, más que el silencio, sucede. Pero este silencio no se escucha como el de antes.
Algo similar ocurre cuando el oftalmólogo visita a otro de los asesinos que vive con su hija, quien quizá tenga más o menos la misma edad que él. El perpetrador está inutilizado por la vejez, y ella lo cuida. A veces traduce lo que el anciano torpemente intenta decir. La mujer se muestra orgullosa de los logros de su padre, del heroísmo que alcanzó al asesinar salvajemente a miles de personas. Torpemente, el hombre relata que bebía sangre de sus víctimas para no enloquecer. La hija no lo sabía; Adi y ella se sorprenden; ella intenta asimilarlo refugiándose en el orgullo. Pero su rostro cambia radicalmente cuando Adi le dice que uno de esos asesinados fue su hermano. Ella se muestra confundida. Como si nunca hubiera imaginado que un asesinado pudiera tener un hermano. Mucho menos que algún día hablaría de forma tan cordial con él. No tarda mucho en sospechar que las acciones de su padre no son tan heroicas como le sería más fácil creer. Y pide perdón en su nombre, intentando que el mal trago pase lo más rápido posible. Todo sucede en un breve lapso de minutos, el tiempo necesario para cambiar una concepción arraigada.
No todos los confrontados reaccionan “positivamente”. Algunos tratan de correr a Adi. Un exlíder militar lo amenaza frente a la cámara. Muchos insisten en que deje el pasado atrás, en que es mejor olvidar, que es peligroso reabrir heridas que están cerradas; que él y Josh cerán responsables si el pasado regresa. Todos, sin excepción, se sorprenden de que alguien esté hablando así de las matanzas, con compasión por los muertos. Así como en The Act of Killing pudimos ver en pantalla, en carne viva, el complejo y abstracto funcionamiento del autoengaño a favor de la muerte y la deshumanización, en The Look of Silence se nos revelan los mecanismos de la búsqueda de justicia, el arma que es el recuerdo para alcanzar este fin, la búsqueda de la verdad y el reconocimiento como armas contra un olvido nacional. No hay final feliz en la película. Lo que vemos es el inicio de un proceso que no sabemos si podrá fluir. Todo está empapado de un halo de peligro. Sabemos que Adi está actuando con valentía contra leyes no escritas. Que está poniéndose a él y a su familia en riesgo.
The Act of Killing fue un parteaguas en Indonesia. Gracias a su estreno, la visión de la historia oficial comenzó a cambiar. Pero The Look of Silence fue vetada. No hay nada que garantice que habrá un giro positivo en el curso de este país. Pero si la historia verdadera de los masacrados no es desenterrada e incorporada al discurso hegemónico, Indonesia será tierra fértil para un nuevo genocidio, y continuará siendo territorio de cruel explotación humana, al servicio del poder desmedido y la avaricia. Tal como lo es cualquier lugar que dé más valor a abstracciones engañosas –como la idea de libre comercio, la globalización, el crecimiento económico– que al bienestar real de sus habitantes.
En sus tres películas, Joshua Oppenheimer usó la cámara y las nociones del documental como hábil ajedrecista. Él puso las reglas y permitió que los verdaderos protagonistas de la Historia hablaran. Demostró que es posible penetrar el imaginario tercermundista con una herramienta de primer mundo dirigida por un estadounidense. Sus piezas fueron la globalización, la culpa, el castigo, el enojo, la frustración, el deseo de venganza, la historia, la justicia, el perdón, y todas en acción reprodujeron el infierno que puede ser la naturaleza humana, pero también sus posibilidades de redención. Estiró los límites del formato y le dio un carácter imaginativo al documental y a la culpa. Rozó lo explotativo, pero lo hizo no con fines de mero entretenimiento o informativos (como podría hacerlo cualquier ficción o un reportaje noticioso), sino que lo dotó de específicos objetivos profundamente humanos. Oppenheimer ha filmado un trío de películas fundamentales para entender el funcionamiento del mal en el mundo contemporáneo. No hay manera de escapar del mal, pero sí de ubicarlo, de aprender a domarlo, y de entender a quién sirve en realidad y las consecuencias de sucumbir a él. Las películas de Oppenheimer contienen la suficiente fuerza para iniciar una revolución, y deberían hacerlo, al menos una interior en el espectador.
Dentro del marco de Ambulante, La mirada del silencio (The Look of Silence) se presenta el 12 de febrero en Cinépolis Universidad (6.45pm) y en Plaza Carso (9.05pm). Aquí puedes consultar.