Por Sofía Ochoa
I believe a work is good to the degree
that it expresses the man who created it.
Orson Welles
Cuando un trabajo logra insertarse en discusiones universales a través de las preguntas personales, circunstanciales, si se quiere, que le dieron vida, su autor debe sentirse más que satisfecho. Ese es el caso de Viviana García Besné y su ópera prima, Perdida, un documental que además de revivir la historia de su familia —que, por tener un apellido resonante en la industria fílmica mexicana, se incrusta de manera natural en el panorama nacional— plantea cuestiones sobre la historia oficial, la oral, la filmada, y sobre el cine como arte y/ó como negocio.
El primer paso para acceder a la madurez es rebelarse contra la familia; el segundo, la reconciliación. El viaje de García se origina con la inconformidad que le producen dos inconsistencias: por un lado, las discrepancias en los relatos. Los libros sobre la historia del cine mexicano no coinciden con las anécdotas de la familia Calderón, la suya; incluso entre las versiones de sus parientes hay fisuras que sugieren la existencia de secretos abismales. La segunda es de orden personal, ella, seria estudiante de cine, carga con un pasado vergonzoso: su familia fue la creadora del género de ficheras, un género menor entre los verdaderos —y falsos— amantes del cine. Así García emprende un viaje que duraría cuatro años, al origen, a través de la República, de bibliotecas, hemerotecas, filmotecas, baúles olvidados, películas enlatadas, bodegas cerradas y testimonios que le permiten detallar la caricatura que tiene del pasado, con los matices de la realidad. A nosotros, sus espectadores, nos comparte generosamente desde lecciones sobre el funcionamiento de la industria cinematográfica, hasta historias privadas de amor, secretos vergonzosos y chismes de la farándula.
La historia del negocio de los Calderón va, grosso modo, así: durante los albores de la Revolución Mexicana, el bisabuelo de García adquiere su primera sala de cine en el norte del país. Estamos hablando de una época en la que el cine era silente, las películas importadas. El negocio fue un éxito y, no tan poco a poco, creció. Se adquirieron nuevas salas. Con el tiempo llegó el cine sonoro y las imágenes perdieron su propiedad de universales, había que doblar las películas, se hizo. No sólo eso. Por qué no, el joven empresario decidió ir un paso más allá, aprovechar la caída del cine estadounidense por la Segunda Guerra Mundial, poner una productora y hacer películas en español. Más público. Más salas de cine. Más ganancias. Éxito rotundo. Amores, arrepentimientos, viajes, metidas de pata, alegrías y vergüenzas después, el negocio cambia. La familia Alarcón compra las salas de cine, las desmantelan. Los Ángeles se convierte en Hollywood, el cine mexicano se va al traste. Pero hay que defenderse. Y, sobre todo, hay que ganarse el pan. Aparece, ahora sí, el cine de ficheras para consolidar “la fama de pornógrafos” de su familia, bajo la autoría del muy respetable don Guillermo Calderón.
La trama empresarial es acartonada si se le compara con el collage de enredos y el desfile de personalidades que la sostiene. Las imágenes (ahora sí) hablan y las películas muestran más de lo que sus creadores evidentemente pretendieron al momento de su realización, y no estoy hablando de carnes. O sí. Vayamos al grano. Los momentos más coloridos de la película son, como en las de su familia, los desnudos. En 1937, La zandunga creó conmoción con el trasero de Lupe Vélez saliendo desnudo de un río. Después, el ya mencionado don Memo introdujo al celuloide a Ana Luisa Peluffo, Amanda del Llano, Kitty de Hoyos, entre otras actrices que rápidamente accedieron a la fama por aparecer en cueros. Y, para seguir con las revelaciones, García resuelve un misterio de cinéfilos, el de las dobles versiones (que no se confunda versión con moral) de las películas del Santo, entrando, a escondidas, a la bodega sellada de su tío.
Claro que el marco documental en el que García reproduce estas sediciosas escenas le brinda no sólo una nitidez y una moral distintas, sino la perspectiva justa para asumirse parte y no clon de los suyos. La arqueología que hace de su propio pasado le sirve para crear puentes entre lo que se lee y lo que se intuye, y entre sus convicciones y sus inseguridades. Y así, sin emitir juicios, mediante el acto de confirmación de su historia, finalmente, se reconcilia con ella.