Por Fernando Moreno (@elmoremoreno)
Del 1 al 11 de agosto, 2012. Locarno, Suiza.
La primera vez nunca se olvida
Asistir por primera vez a un festival de cine siempre es interesante, pero si a ese viaje le sumamos la oportunidad de conocer un país en el que nunca has estado, la aventura cobra un nuevo significado. Gracias al cine, tuve la oportunidad de descubrir Suiza, una nación única debido a su historia y diversidad cultural y lingüística. Un claro reflejo de ese crisol se manifiesta en sus tres idiomas oficiales (francés, alemán e italiano) y a tener por ello tres maneras diferentes de escribir el propio nombre de la nación Schweiz, Suisse y Svizzera. Además de lo anterior, este atípico territorio jamás invadido ni afectado por una guerra, conocido también como Confederación Helvética, es la casa de organizaciones como la Cruz Roja, la FIFA y la Organización Mundial de Comercio; aunque yo viajé hasta acá para asistir el Festival de Cine de Locarno.
Famoso por ser uno de los más antiguos del mundo con sus 65 ediciones (sólo Venecia y Moscú tienen un registro que lo supere), Locarno, que entrega el prestigioso Leopardo de Oro, es una muestra de que la reputación se construye a fuerza de calidad y constancia. Si a esa tradición y longevidad le añadimos que la cita es al pie de los Alpes y a la orilla de un maravilloso lago, la cosa, de entrada, promete ponerse interesante.
Cine al aire libre
Si cada certamen cinematográfico tiene un signo distintivo, el de Locarno es sin duda su tradición y gusto por las proyecciones al aire libre que tienen lugar en su bellísima Piazza Grande donde se llegan a colocar hasta 8,000 sillas cada noche.
Las localidades se venden entre los habitantes del lugar a 34 francos suizos, si se quieren ver las dos funciones, o un poco menos de 24, si sólo se verá una cinta. Los sistemas de proyección y sonido tienen su propia historia, ya que fueron diseñados especialmente para la Piazza y están considerados como los mejores del mundo en su tipo. Por su parte, los asistentes componen el jurado más numeroso del circuito internacional de festivales al votar y entregar el Premio del Público.
Ahí, frente a su impresionante pantalla gigante, se monta un sencillo escenario donde desfilan las estrellas y personalidades que serán homenajeadas durante el evento principal de cada jornada, recuperando el espíritu original del cine de verano (en el resto de Europa es imposible pensar en meterse en una sala que no tenga aire acondicionado en esta temporada).
En la revisión de las funciones al aire libre de esta edición destaca sin duda el reconocimiento que Locarno hizo al extraordinario actor francés Alain Delon entregándole el Leopardo de Oro por su trayectoria y carrera inigualable. Protagonista de Rocco y sus hermanos (1960), El gatopardo, (1963) y El eclipse (1962), entre varias, y colaborador habitual de monstruos de la dirección como Jean-Pierre Melville, Luchino Visconti y Michelangelo Antonioni, Delon desarrolló una sólida carrera que lo llevó de interpretar al galán joven de la historia en sus inicios, y a convertirse en el policía duro y reflexivo conforme entraba en años. Compinche y contraparte eterno de Jean Paul Belmondo, con quien disputó por años el reconocimiento de actor más popular de Francia (una relación similar a la que tuvieron en su momento Paul Newman y Robert Redford en Hollywood, de socios y contrincantes), los registros conseguidos por el homenajeado son la muestra clara de que una estrella se puede convertir en un gran actor. Así, un rostro que la cámara adora y que puede conseguir que muchas mujeres –y hombres también, aunque les cueste reconocerlo– vayan al cine, se ha endurecido a fuerza de años y arrugas de una manera más que digna. Parece que las verdaderas estrellas tienen eso, nunca pierden el brillo ni el encanto. A su emotivo discurso de aceptación, siguieron otras figuras que desfilaron por la alfombra roja del festival, como la musa erótica del cine italiano Ornella Mutti, el realizador francés Leos Carax, la intérprete inglesa Charlotte Rampling y el actor mexicano más internacional de este momento: Gael García Bernal.
México en Locarno
Conectando con el homenaje que el festival y una marca de champaña ofrecieron a Gael, es importante decir que esta edición de Locarno tuvo una importante y numerosa delegación de mexicanos. A la ovación que se llevó el protagonista de Y tu mamá también (2001), Amores perros (2000) y Diarios de motocicleta (2004) antes de la proyección de No del chileno Pablo Larraín se sumaron muchos más aplausos para cineastas nacidos en nuestro país.
La primera de muchas cosas buenas que pasaron con las producciones nacionales en Locarno tiene que ver con “Carte blanche”, un concurso de fondos para post producción que este año el festival decidió dedicar a México. Gracias a ello, viajaron hasta Suiza los productores y directores de siete largometrajes en proceso de terminarse que presentaron sus obras y compitieron por un premio de 10,000 francos suizos.
Entre los proyectos concursantes estaban Mai Morire de Enrique Rivero, Tau de Pablo Daniel Castro, Penumbra de Eduardo Villanueva, Ciclo de Andrea Martínez –el único documental de la selección–, Tierra de Nod de Jimena Montemayor, Las horas muertas de Aarón Hernández y Las lágrimas de Pablo Delgado Sánchez que al final fue quien se llevó el premio.
Concursando en las secciones oficiales, tres directores mexicanos y otro más formado en nuestro país y que ha desarrollado su carrera por acá, mencionaron la atención que se sigue poniendo en Europa en lo que se filma por estos lares.En este sentido creo que nunca dejará de sorprenderme lo bien que se trata a nuestros paisanos en estos eventos y la buena impresión que, de entrada, se tiene de nuestras producciones. Es algo tan extraño que lo calificaría como un prejuicio positivo en el que se da por sentado que si alguien viene de México debe ser bueno y que, afortunadamente, se traduce también en el trato que recibimos quienes venimos a reseñar lo que ocurre.
En el concurso internacional y con muy buena recepción de público y crítica se proyectó Los mejores temas de Nicolás Pereda, mientras el corto Ismael de Sebastián Hofmann se presentaba en la sección Pardi di domani.
Casos especiales resultan la producción japonesa Inori, dirigida por Pedro González-Rubio –una película que resulta del premio que gana el director y fotógrafo con Alamar (2008) en el Festival Internacional de Cine de Nara– y la cinta del guatemalteco Julio Hernández Cordón, Polvo, que en el catálogo no aparecen como parte de la delegación mexicana pero que corrieron con muy buena recepción.
De esta presencia nacional vale la pena detenerse en dos cintas que, a fuerza de ser diametralmente opuestas, se encuentran en la búsqueda personal de sus autores que encuentran en el valor y la inteligencia sus principales herramientas. Me refiero a Los mejores temas de Nicolás Pereda e Inori de Pedro González-Rubio.
La primera significa sin duda un paso adelante en la carrera de Pereda en su recorrido hacia un estilo natural y directo, que en esta ocasión se traduce en un ejercicio sobre la puesta en escena, la repetición y los ensayos como parte de la narrativa. Un diálogo que cruza por momentos la frontera del documental. En este sentido, sorprende particularmente la incursión dentro de la película de entrevistas con sus actores fuera de personaje. Como muestra están las reacciones y respuestas de Gabino Rodríguez y José Rodríguez López –hijo y padre dentro y fuera de la pantalla– ante las preguntas del realizador en off sobre la muerte de la madre de su actor en la vida real
Por su parte González-Rubio sale muy bien librado de la extraña fortuna que puede significarle a un joven realizador hacer una película por encargo. Rodada con ayuda de un crew japonés, hablada en ese idioma y lejos de la belleza tropical y salvaje de Alamar , Inori es el crudo retrato de un pueblo en el bosque que se va quedando desierto cuando sus jóvenes deciden emigrar a las ciudades. Sin el más mínimo sentimentalismo y a partir de una mirada milimétrica, la cámara nos muestra cómo los ciclos de la vida se cumplen y que ante ello no hay ningún remedio.
Lo mejor
Cuando en el calendario de festivales te toca estar justo en la mitad del año, parecería difícil conseguir cintas relevantes tras citas como Berlín y Cannes, y poco antes de Toronto, Venecia y San Sebastián. Sin embargo, en Locarno hubo calidad de sobra en la inteligencia de que, si bien no es estrictamente un festival de óperas primas, la programación se enfoca en directores jóvenes con una voz propia.
De lo visto, llamaron mi atención tres cintas que no puedo dejar de mencionar. La primera es el documental suizo Problema de imagen de Andreas Pffifner y Simon Bauman, dos jóvenes realizadores que, a mitad de camino entre las técnicas provocadoras y cargadas de humor negro de Michael Moore y Sacha Baron Cohen, proponen una interesante reflexión acerca de la imagen de su país en el exterior. Lejos de la solemnidad y acartonamiento que el tema podría suponer, la cinta es un divertido recorrido por los lugares comunes y el imaginario colectivo construido a lo largo de muchos años que se derrumba con una pregunta:¿debería Suiza pedir perdón al mundo por ser un paraíso fiscal para dictadores, corruptos y ladrones internacionales?
Destacada también por su capacidad de hacer reír me llamó poderosamente la atención Rubi Sparks, segundo largometraje como directores de Jonathan Dayton y Valerie Farris, responsables de la deliciosa Little Miss Sunshine.
En el mismo espíritu de su ópera prima y dando protagonismo ahora al espléndido Paul Dano y a la bella Zoe Kazan (que sorprende como guionista de la cinta) Rubi Sparks es una nueva muestra de que la inteligencia y sencillez lo pueden todo. Frente a lo necesitado que está Hollywood de nuevos cuadros que desde la comedia renueven una industria en crisis de creatividad, un reparto solvente (destaca en un papel secundario un brillante Antonio Banderas) que sigue ciegamente a dos directores talentosos, puede más que muchos millones de dólares.
Finalmente, entre lo más interesante de la selección oficial no puedo dejar de señalar la retorcida y obscura película inglesa Sightseers de Ben Wheatley, que retrata con ironía y sarcasmo el mundo del turismo de carretera y los amantes de las casas móviles y los trailer parks.
Inclasificable a nivel de los géneros existentes, la historia de Chris y Tina, al principio parece una comedia cargada de humor negro y, poco a poco, se convierte en un festín de violencia y locura que nunca pierde el interés del espectador hasta el último minuto. Una extraña joya de las que sólo se ve en festivales.
Los premios
Como siempre suele suceder en los festivales, basta que por alguna razón no veas una cinta de la selección oficial para que termine ganando el premio principal. Ese fue mi caso con la película francesa La hija de ninguna parte, del actor y realizador Jean-Claude Brisseau, que se llevó el Leopardo de Oro. Para el jurado y buena parte de la crítica presente que aplaudió su decisión, la historia del encuentro entre un profesor de matemáticas viudo con una joven sin casa ni familia resultó lo más relevante de lo presentado a concurso. Filmada con muy pocos recursos porque, en palabras de su director, “en las grandes producciones es imposible tener libertad creativa”, la gran triunfadora del festival es una muestra más de que la austeridad y sencillez siguen dando buenos dividendos.
Por su parte, el Premio Especial del Jurado fue para el norteamericano Boby Byington por Somebody Up There Likes Me, una peculiar y entretenida fábula acerca de la familia, con un protagonista que mira envejecer a sus seres queridos mientras sus relaciones de pareja fracasan.
La cereza en el pastel para la participación mexicana, aunque como ya comentamos la producción de su película es japonesa, fue el triunfo de Inoride Pedro González-Rubio que ganó el premio principal de la sección Cineasti del presenti.
Regresando a la Piazza Grande, el público decidió reconocer como mejor película a la durísima y brillante co-producción entre Alemania, Australia y Reino Unido Lore de Cate Shortland. Una inusual película de guerra donde la historia es contada desde la poco común perspectiva de una huérfana de la guerra que debe hacerse responsable de sus hermanos y soportar la humillación por el pasado nazi de sus padres.
Esperando regresar a las orillas del lago mayor el próximo año me despido del calor de Locarno y de su impecable organización. De su conciencia ecológica que lo hace un festival sustentable con sus bicicletas y su transporte eficiente. De su exigente público y su gran Selección Oficial que recupera el espíritu de los cines de verano. Desde este u otro festival les sigo reportando.