por Alfonso Flores-Durón y M. (@SirPon)
Desde el momento en que Gustavo Ballesté, quien dirige junto a Eleonora Isunza el Festival Internacional de Cine y Medio Ambiente de México, Cinema Planeta, con sede en Cuernavaca, Morelos-, me invitó a ser parte del Jurado de la competencia de su octava edición, me sentí honrado y, al mismo tiempo, supe que asumía una responsabilidad especial. Hay un peligro intrínseco en los festivales que tienen una misión de concientizar a los espectadores (y en las películas que éstos presentan). El cine que es auténtico arte, al expresar su visión del mundo, se manifiesta en la conciencia de la gente de modo irremediable. Empero, cuando el fin que se busca es evangelizar a la audiencia sobre alguna ideología o postura (económica, política o social), tratar al espectador desde el paternalismo, entonces el cine se vuelve propaganda, arma de militancia. La línea puede ser difusa, indecisa. Cinema Planeta capotea el desafío con solvencia. Este año el tema del festival fue el Cambio Climático y en los filmes seleccionados para la Competencia Oficial, puedo testificar con satisfacción, la preocupación estaba muy presente (en algunos casos de forma más directa que en otros), pero el énfasis de cada uno de los documentales era contar historias de vida, ofrecer testimonios de personas que luchan, antes que todo, por preservar tradiciones, defender raíces, resguardar vínculos afectivos con quienes viven y padecen las mismas fragilidades que ellas, fortalecer símbolos de identidad; por dignificar su modo de vivir e, incluso, de sobrevivir.
Posteriormente, sí, la mayoría de los filmes exponía las distintas formas de resistencia que en cada caso la gente retratada ha tenido que presentar ante los embates de fuerzas que les son superiores y, por lo general, son demoledoras; en ocasiones de manera explícita, otras veces simbólica, e incluso también tácita. En algunas películas es contra grandes corporaciones (inevitable que surja el nombre de Monsanto entre ellas, por ejemplo), o contra el poder de gobiernos enteros que los retratados deben escudarse; en otras es de la naturaleza desbocada (como consecuencia de daños irreversibles causados por el hombre) que tienen que protegerse; incluso de familiares (y la sociedad en conjunto) otros se ven obligados a distanciarse, pues aquellos son incapaces de comprender los estilos que los iconoclastas (o los desvalidos) proponen para relacionarse con los demás, con el medio ambiente y entre ellos mismos. Pero, también, la mayoría de los filmes comparten la preocupación sobre las consecuencias que ha traído consigo el consumismo desbocado en que vivimos. Los procesos de producción necesarios para sostener el vértigo de consumo del mundo exige acciones depredadoras que devastan tierra, árboles, ríos, aire y, por encima de todo, la relación con el otro, el modo en que se trata a quien resulta ser no un semejante, sino el objeto al que se utiliza para conseguir ganancias económicas. Un círculo vicioso tan bien aceitado como perverso.
Porque, a fin de cuentas, es esa la línea sobre la que descansan todas las dinámicas, mecanismos y formas de relación, de sumisión, de dominación imperiosas para que el mundo funcione como lo hace hasta el día de hoy: la insaciable búsqueda de ganar dinero, no para satisfacer necesidades o deseos, sino para sentirse por encima de los demás; hasta de quienes quieren lo mismo, en una competencia tan ridícula como enfermiza. La codicia que (no podría ser de otra forma) hace que cada minuto se amplifique la brecha entre los que más y los que menos tienen; la misma que ocasiona que se esté consumando la destrucción del mundo tal como lo conocemos y lo hemos conocido. Pero ni los gobiernos, ni las grandes corporaciones se quieren hacer responsables de la barbarie. Lo peor de todo, es que tampoco nosotros, la gran mayoría de los habitantes de este planeta, el único que tenemos.
Fueron variopintas las aproximaciones fílmicas para abordar estos temas que punzan el cuerpo y el alma de quien los ve sin prejuicios, con mente abierta a conocer mejor qué es lo que en realidad está ocurriendo todos los días de nuestra existencia y que pocos gobiernos, instancias no gubernamentales, medios masivos de comunicación, y menos líderes de opinión están queriendo poner sobre la mesa de debate (tanto intereses de por medio que comprometen el estilo de vida de buena parte de la población mundial pero, sobre todo, el descomunal beneficio económico de poderosas empresas y negocios de países enteros). El asolador hiperrealismo de Something Better to Come (Hanna Polak, 2015), que sigue, como en Boyhood pero antes y no a partir de la ficción, durante 14 años las andanzas de Yula, que vive en un basurero de Moscú, y empieza el filme siendo niña para ir convirtiéndose ante nuestros ojos, entre el olvido y la desprotección total, en mujer y madre; la audacia narrativa de Freaked Out! (Carl Javér, 2014) que mezcla formatos y se apoya en el humor para contar la historia de un grupo de burgueses rebeldes que fundaron una comunidad que experimentara con el amor libre, el veganismo, la música y las drogas en Suiza, casi sesenta años antes que los hippies californianos; el meticuloso, elegante y amoroso cuidado de The Birth of Sake (Erik Shirai, 2015) para rescatar el proceso artesanal de realización de la rica bebida tradicional japonesa; o la austeridad visual, con formato de reportaje televisivo de Containment (Peter Galison y Rob Moss, 2015), que alerta sobre el peligro que presenta el almacenamiento de los desperdicios radioactivos, y que inevitablemente hace pensar en Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich.
Asímismo la fuerza metafórica de Surire (Bettina Perut e Iván Osnovikoff, 2015) que con bellas estampas visuales espejean la franja crepuscular de la vida de una pareja de ancianos chilenos, que vive en una zona remota, salina que parece el fin del mundo, pero que empieza a recibir la presencia de lo que parecerían objetos extraños y amenazantes en forma de ejército de camiones que explotarán la zona y la cambiarán para siempre; el candoroso coqueteo con la ficción de Holy Cow (Iman Hasanov, 2015), que muestra las resistencias que oponen los viejos de un pueblo azerbaiyano al cambio que puede ofrecer la presencia de una vaca europea en su localidad, con el simple fin de mejorar la vida de una familia; el retrato íntimo, también familiar, igualmente en un pueblo, de Desde que el mundo es mundo (Günter Scwaiger, 2015), que permite ver cómo la crisis española afecta hasta las tradiciones más elementales; o el evocativo blanco y negro con que Paradise (Nash Ang, 2015) intenta recuperar un pasado perdido a causa del tifón más salvaje registrado en este planeta, en Filipinas, y cómo los habitantes rurales como siempre, con poca ayuda, trabajan rescatando lo que les queda de esperanza por reconstruir lo que era suyo, pese a las pérdidas de vidas, de posesiones físicas y de optimismo.
El jurado, presidido por Pedro Piñeiro Fuente (fundador y director de Ecozine Film Festival, en Zaragoza, España), Arcelia Ramírez (famosa y muy talentosa actriz de cine y de teatro), Oscar Menéndez (documentalista de cepa) y Alfonso Flores-Durón, o sea, yo, deliberamos durante una reunión apasionada, emotiva, siempre cordial, y de forma unánime premiamos dos filmes que, por cierto, siempre pensé que serían un perfecto ‘double-bill’ en las salas de cine: otorgamos una Mención Honorífica a Land Grabbing (Kurt Langbein, 2015), un filme ágil, versátil y persuasivo que viaja por varios países exhibiendo cómo los trabajadores del campo de varias regiones del mundo son despojados de sus tierras de forma ilegal por gobiernos y poderosas empresas (aliadas a los gobiernos). Lo mismo en Camboya, que en Rumania, que en varios países de África y en Indonesia. En el Jurado coincidimos que merecía la mención “Por el testimonio que ofrece, en toda su complejidad, de los nuevos modelos de colonialismo económico que amenazan las tierras de cultivo alrededor del mundo, a través de una propuesta fílmica con altos valores de producción”. Y decidimos distinguir como Mejor Película a Sunú, ópera prima de Teresa Camou, que documenta la relación de los campesinos mexicanos con el maíz como ingrediente crucial para la alimentación del país (y del mundo), pero también como símbolo profundo de identidad nacional, a partir de bellas imágenes, un cadencioso ritmo y la fuerza misma que ofrecen las revelaciones de quienes se encuentran abandonados a su suerte, sin el reconocimiento que la importancia de su labor debería reclamar, batallando contra grandes corporaciones que con ayuda del gobierno quieren contaminar sus tierras y engancharlos en un sistema de servilismo y endeudamiento permanente. Coincidimos que Sunú merecía el premio, “Por contar con una realización impecable que retrata la necesidad de mantener vivas culturas ancestrales que hacen referencia a la importancia de la biodiversidad y la soberanía alimentaria desde la resistencia local contra los embates de las trasnacionales que intentan imponer sistemas de control y dependencia a los trabajadores de la tierra”. Tremendamente gratificante e inspirador resultó no juzgar los filmes, sino evaluarlos considerando virtudes y falencias, la relación con el concepto que este año el festival proponía, la relevancia respecto a la forma de encauzar distintos ángulos de la problemática actual desde el perfil ambiental, pero también el social, la propuesta cinematográfica y, por encima de todo, la humana.
El festival, que además de la cuidada y balanceada programación (responsabilidad de Paty Zavala y Ricardo Jacob) tuvo como invitado especial al Dr. Rajendra K. Pachauri (quien presidió de 2002 a 2015 el Grupo Intergubernamental sobre el Cambio Climático, la organización galardonada con el Premio Nobel de la Paz en 2007), quien ofreció la magna conferencia con que se clausuró el encuentro fílmico, además desarrolla actividades de enseñanza de los procesos agrícolas en instituciones de educación del estado de Morelos (dentro del programa Parcelas y huertos escolares del planeta). En él, niños de secundaria son instruidos sobre cómo realizar los procesos de siembra, cosecha y comercialización de los productos del campo, al mismo tiempo que se les enseña a documentar su trabajo a través del video.
Uno de los grandes valores de un festival como Cinema Planeta es que eludiendo radicalismos y dogmatismos, evita ser complaciente y tampoco busca congraciarse con un público que pueda temer acercarse a historias que lo confronten, que le agiten sus certidumbres, que le expongan realidades difíciles de asimilar. Su apuesta es nítida: impensable que el espectador no sienta, al salir de ver uno de los filmes que exhiben, la inexcusable necesidad (que roza la obligación) de cambiar; quizá en un primer momento a través de acciones simples e inmediatas, pero definitivamente como primer paso a una transformación más sustancial, más de raíz. Después de ver películas como éstas, es imposible seguir ignorando en la vida cotidiana las realidades que evidencian consecuencias de lo que se ha desatendido, desdeñado o quizás provocado; o las que descubren lo que apenas son causas que, de no ser advertidas y remediadas, pronto podrán acarrear efectos irreversibles para nuestro mundo, o el mundo que vivirán nuestros herederos.
El que todas las películas seleccionadas tengan como verdadero corazón no el lamento ni la rabia, sino el afán por ilustrar cómo las personas bregan para que las relaciones entre ellas sean más sanas (con más justicia social, más transparencia y equilibrio) habla de que este tipo de movimientos de aparente corte ecológico, en realidad busca no sólo sanar la tierra y el medio ambiente, sino las relaciones del ser humano consigo mismo y los demás. Y eso se siente, se vibra, se palpa en el ambiente que Gustavo, Eleonora, Livia Olvera y todos los miembros del staff de Cinema Planeta consolidan en el festival. Los egos, invitados irremplazables de los festivales de cine, aquí no existen, o cuando menos se camuflan con destreza, pues en la experiencia que ahí se vive queda antepuesto el trabajo serio (y al mismo tiempo divertido y enriquecedor), el fruto de éste y la armonía como fermento de nuevas relaciones y colaboraciones. No puede ser de otra manera cuando el fin es tan noble y generoso.
Cinema Planeta inicia hoy su extensión en la Ciudad de México con sedes en la Cineteca Nacional y el IFAL.