Entre las montañas y las costas del Pacífico, a lo largo de las empinadas y coloridas calles de Valparaíso, ahí se acurrucó durante seis años consecutivos el DIVA Film Fest, un acogedor festival de cine cuya consigna era la diversidad y que este 2016 se llevó a cabo en los soleados días del veraniego noviembre chileno su última edición... al menos como se le conocía. Su director y fundador, Rodrigo Piaggio-Marchant, anunció durante la semana de actividades, la creación de la Academia Internacional de Cine y Artes Audiovisuales Diversidad Valparaíso, que marcará la segunda fase de DIVA: los miembros de la organización votarán por las mejores películas y, durante la semana de lo que antes era el festival, se proyectarán únicamente las películas que resulten ganadoras en la votación.
En DIVA (Diversidad Valparaíso) la diversidad es la primera norma de los trabajos que integran la selección en sus dos competencias, la de largometraje y cortometraje, y para complementar, el respeto y la cofradía permean las actividades que se realizan en paralelo a las funciones. Por ejemplo, todas las mañanas se llevaron a cabo pláticas en una terraza con vista al puerto, desde donde podía verse en semicírculo a los hermanos mellizos, Valpo y Viña, enmarcando la bahía en la que los barcos cargueros pintan de colores las costas. Aunque estas pláticas eran presididas por una mesa de ponentes integradas por directores, críticos, actores, productores, gestores, ellos buscaban y lograban hacer copartícipes a los oyentes entablando debates sobre el cine, la distribución y distintas aristas sobre la integración como la situación de los indígenas en América Latina y su visión sobre la naturaleza. En realidad estas pláticas eran una extensión formal de lo que se hablaba durante las caminatas entre las graffiteadas calles de Valparaíso y en las sobremesas, y, claro, una respuesta a lo que se veía en pantalla.
En el cortometraje ganador, Perfume de limón (Bélgica, 2016), de Sarah Carlot, vemos a un matrimonio de musulmanes enfrentarse entre ellos, en un ambiente muy conservador, e –implícitamente- con los valores más relacionados con la cultura belga que los rodea. Gracias al económico guión, la directora condensa cómo es que los contrastes y encuentros entre culturas se viven al interior de una pareja. Éste fue el cortometraje ganador. Sus valores de producción, actuaciones y capacidad de síntesis, lo hacen un trabajo redondo y puntual.
Pasaré a revisar los seis largometrajes concursantes. Cuando hablamos de diversidad y DIVA, a muchos se les vendrá a la mente la diversidad sexual. Dos largometrajes abordan este tema. Hecha de forma totalmente independiente, con solo mil dólares que sirvieron para pagar las comidas de los protagonistas y el equipo, Taekwondo (Argentina, 2016), codirigda por Marco Berger y Martín Farina, fue filmada en una sola locación con pocos actores. Un grupo de chicos se va de vacaciones a una casa a echar la fiaca. La cámara se regocija con los cuerpos semidesnudos de ellos, casi siempre sin playeras, y nos permite conocer a las mujeres el desparpajo con el que hablan ellos cuando ellas no están alrededor. Una relación sensual en gestación sirve como hilo conductor a lo largo de la película. Pronto sabemos que uno está loco por otro, pero ellos parecen ignorarlo a pesar de la evidencia. O más bien poco a poco van quitándose las vendas de los prejuicios para finalmente aceptar la realidad como va. Esta subtrama hila lo que parece ser demasiado material en necesidad de reedición, pues la película resulta larga y reiterativa.
No quiero volver solito (Brasil, 2014) aborda en una dulce comedia romántica el despertar sexual de dos adolescentes homosexuales. Con esto ya es suficiente para entrar al rubro de ‘diversidad’, pero, además, uno de ello es ciego. Así, de forma lúdica, con una bella fotografía que insiste en los ejes geométricos, el joven director, Daniel Ribeiro, construye una metáfora visual sobre lo que idealmente debería ser uno de los principales atributos del amor: como en la justicia, la ceguera, o un amor que sepa ver con el corazón. Como si lo necesitara, la historia se complica todavía más porque todo sucede dentro de un triángulo amoroso-amistoso en el que una chica está involucrada. Como todos son estudiantes de secundaria, el tono elegido es dulce y algo naive, rozando el lugar común, pero con los suficientes giros originales para no hundirse en la banalidad.
El filme ganador del festival, el autobiodocumental Niña sombra, también tiene un personaje central ciego: la propia directora, la chilena, María Teresa Larraín. Con un tono elegante, sutil, misterioso, la creadora cuenta la historia de cómo se fue quedando ciega. A manera de prólogo, se remonta a su niñez, cuando un doctor le avisa sobre una extraña condición que eventualmente le nublará la vista. De ahí nos trasladamos a Toronto, a la residencia de Larraín, al momento en el que empieza a quedarse sin ver. Justo se encuentra editando otro documental y su sentido del deber la apresura para terminarlo, pero este compromiso cumplido se convierte en la causa por la que el gobierno canadiense alega que Larraín no tenga derecho a una pensión por discapacidad, lo cual la pone en un dilema aún más denso y contribuye a su depresión. Larraín cuenta cómo atravesó las etapas del duelo mientras día a día su vista se deterioraba. Y la cámara la sigue, bella y altiva como es, remedando con distintos lentes y focos la forma en la que Larraín está percibiendo el mundo visual en las diferentes etapas de la pérdida de la vista. Mientras esto sucede, ella debe tomar decisiones drásticas de vida que la llevan a viajar a su natal Chile, a reencontrarse con sus hermanos y a Costa Rica, donde viven su hijo, su esposa y sus nietas. La falta de luz a través de la cornea contribuye a que mejore su visión emocional, y este viaje forzado que comienza con una mala noticia se convierte en un viaje de la heroína en la que el dolor, la pérdida y el sufrimiento terminan fortaleciendo el espíritu de Larraín, todo atestiguado por la cámara y culminando con la película, la que ella ha anunciado que será su última.
El cuarto largometraje del también chileno, Alejandro Fernández Almendras, Aquí no ha pasado nada (2016) no tiene la luminosidad de Niña sombra. Al contrario, profundiza en los rincones más pusilánimes del ser humano. Basándose en el Caso Larraín, un accidente automovilístico con un saldo de un atropellado en el que iba manejando el hijo del entonces senador, Martín Larraín, la película cuenta la historia de Vicente, un chico solitario que va a una fiesta, se emborracha, se sube a un coche con algunos conocidos y de repente se ve acusado de homicidio imprudente, con pruebas físicas en su contra. Él no recuerda haberlo hecho, pero alguien de los que iba en el coche con mucho poder comienza a acomodar las pruebas en su contra. Conforme la trama avanza, los hechos se complican y Vicente va entendiendo que se ha tejido una telaraña a su alrededor y que sin pedirlo tendrá que tomar una decisión de vida. Fernández es sutil en el guión. No menciona alusiones directas a este caso que se hizo famoso por la indignación que desató en redes sociales. Se enfoca más bien en hacer un estudio de personaje, lo que por momentos alenta el filme, para explicar cómo el poder se alimenta de la confusión de las personas que son incapaces de defender sus principios.
Si algo no le falta a Llévate mis amores (2014), primer largometraje documental de Arturo González Villaseñor son principios encarnados en las protagonistas de esta historia: mujeres habitantes de La Patrona, que están entregadas a regalar comidas a los pasajeros de La Bestia, el famoso tren que va del sur al norte de México, y que es usado ilegalmente por migrantes, sobre todo centroamericanos, para intentar cruzar hacia Estados Unidos. El documental explora las rutinas de estas mujeres que viven para aliviar al menos un poco el calvario de los menos afortunados. Desde hacer el arroz en ollas enormes, armar bolsitas con paquetes de comida, hasta ir a esperar al tren y darles las viandas con técnicas especializadas en repartición veloz para no lastimarse y lograr repartirlo todo. En las bolsas se van no solo algunos nutrientes para estos hombres, autoexiliados por la pobreza y la falta de oportunidades, arriesgando sus vidas por una febril chispa de esperanza, también se van, entre las tortillas y el atún, los deseos de mejora, el cariño, el sacrificio y la entrega de estas Patronas. González complementa su narrativa colectiva con entrevistas individuales a estas mujeres que, nerviosas frente a la cámara, intentan explicar las razones que las han llevado a dedicar sus vidas a muchos desconocidos que probablemente jamás podrán ni agradecerles, razones que –claro- van mucho más allá de las palabras.
En Rosa Chumbé, el peruano Jonatan Relayze cuenta una triste historia de repetición, sacrificio y frustración, a través de tres generaciones. La Rosa del título es una policía de escritorio alcohólica que vive con su hija y su nieto. La incomunicación y los deseos de evadir son el verdadero motor de las vidas de estas dos adultas, que al final acaban teniendo consecuencias en el más vulnerable de la familia, el pequeño bebé que necesitaría un milagro para salir ileso de una situación tan precaria. Como suele pasar en pequeños ecosistemas de tanta autodestrucción la solución se ve más lejana que la luna, pero sucede que en realidad hay salidas rozándoles las narices. Algunas reales, otras falsas, otras místicas. Todas son exploradas en esta extraña película que se mueve a veces con soltura, otras forzándose un poco, entre el realismo, la fantasía etílica y la imposibilidad popular.