En una solitaria playa de Veracruz, de la aparente nada, surge una misteriosa figura arrastrada por las olas. Pronto descubrimos que se trata de un hombre enfundado en su traje de batalla a la usanza de los conquistadores españoles, con todo y armadura. Porque, sí, es un conquistador español, subordinado del ejército del propio Hernán Cortés que, según el mismo relata, “naufragó en el porvenir”. Mientras muchos de sus compañeros sucumbieron tragados por el mar, a él le fue permitido sobrevivir aunque a un ¿elevado? precio: las tempestuosas oscilaciones del mar lo arrojaron en el México actual. Habiendo arrastrado sus pies (su alma y su historia) durante algún tiempo, el Conquistador (Eduardo San Juan) llega a una populosa playa repleta de gente que le llama la atención. Se ven raro a sus ojos (igual él a los de ellos), pero los reconoce muy similares (aunque con ropas distintas) a los indios con los que lidió hace 499 años (que ya son 500). Algunos (muchos), recuerda, se les unieron en su intención de dominar a los aztecas (solo cabalgaban 400 españoles, el resto eran indios de distintas culturas que querían cobrarse cuentas pendientes con los mexicas); otros tantos los combatieron a matar o morir. En su mente, congelada en el tiempo, siguen siendo los mismos salvajes que conoció. Aunque, en su caminar, se va encontrando con personas, hombres y mujeres, que han sufrido de una u otra forma, la violencia inmisericorde que tiene a México tapizado de heridas que lo desangran cotidianamente y que no parece haber forma de que cicatricen. Mucho menos bajo un gobierno displicente y permisivo, cuando no decididamente asociado con los criminales: los organizados y los que vilmente cometen sus atrocidades por el mero placer de hacerlas.
En primera instancia (y ni siquiera de forma deliberada, pues el filme fue rodado tiempo atrás), 499 desmonta la patraña polarizante con la que el gobierno actual (heredando la narrativa priista de la historia oficial, pero llevándola al extremo) ha querido reducir simplificado el episodio de la Conquista. No fueron españoles contra aztecas los que combatieron, sino unos cuantos españoles y miles de indios diversos los que hicieron caer la gran Tenochtitlán (el territorio más bello jamás visto, limpio y ordenado, como ni siquiera lo fue la Roma capital mundial durante siglos, recuerda el Conquistador).
Pero donde en realidad enfoca su mirada el director, Rodrigo Reyes, es en el estado catatónico en que se encuentra hoy en día este país, México. El Conquistador, de entrada, se topa con un hombre que sufre la muerte de su padre, periodista veracruzano incómodo al poder local, levantado y asesinado. Después con una madre a la que le desaparecieron a su hijo, policía, que dejó una esposa embarazada cuya niña, ahora, representa la esperanza y la responsabilidad de encontrarlo. Y, así durante su periplo externo, que simultáneamente es interno, el que lo lleva de nuevo tras los pasos antiguos hacia la gran Tenochtitlán, tropieza también con migrantes maltratados y vejados; con pobladores originarios recelosos y un poeta soberbio; con un sicario que a un tiempo se jacta de sus acciones y se sacude la culpa; y con la madre de una niña ejemplar, que fue cruelmente torturada, violada y asesinada, a los 12 años. Todos ellos personajes reales, con dolores reales, de los que estremecen a cualquiera que tenga un ápice de conmiseración. Porque lo que hace Reyes es, con un desplante de vistoso ingenio, sensibilidad y mucho tacto, fundir la ficción con la realidad, al tiempo que entrelaza el pasado con el presente. Una cuidada selección de expresivas imágenes; unas reflexiones disparadas mediante elocuentes palabras; un diseño sonido que ensancha el universo retratado; la música conformada de notas que languidecen y al mismo tiempo recubren con elegancia y fuerza el concepto del filme; y un montaje afilado, incisivo, son confabulados para concretar la idea del director.
Por momentos parecería que la gravedad de las desgarradoras tragedias que las personas reales le platican al Conquistador (como en entrevista de documental) pueden quedar trivializadas y hasta sepultadas en la banalidad por la presencia que borda la comicidad del personaje creado. Pero, de alguna manera, eso no ocurre. Reyes no solo elude la caída al precipicio, sino que logra otorgarle a su obra una dimensión más compleja, y una perspectiva más amplia, que trasciende contextos coyunturales, sin dejar de colocar la lanza en las llagas que la inacción y perversión actuales, en este momento específico de la historia mexicana, siguen ocasionando. El atestiguar el proceso que va sufriendo el Conquistador (otro acierto la presencia, el rostro, la mirada, la voz, la transformación gradual de San Juan) al ir reconociendo la humanidad de los otros que, al hacerlo, lo humanizan, termina por apuntalar la arriesgada apuesta. “Ya es tiempo de que sea tiempo”.
499 estrena el 25 de noviembre.
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