En el ejido de Sapioriz, en La Laguna, al norte del estado de Durango, donde roza territorio con Coahuila, “la gente de antes”, hombres que se dedicaban a la recolección de algodón, -allá por los años treinta del siglo pasado-, inventaron y practicaron el “canto cardenche”, como refugio para sus penurias, para sobrellevar las largas horas de trabajo mal pagadas (o no pagadas), casi sin descanso, para pasar el tiempo y desahogarse. El “canto cardenche” es, en realidad, un hermoso lamento, áspero, terregoso, exclamado a tres voces (primera voz, contralto y voz de arrastre o “marrana”), sin instrumentos, nombrado así en referencia al cactus cardenche, que está revestido por espinas que al penetrar la piel la lastiman, pero que causan un daño más doloroso cuando son extraídas debido a sus filamentos que se abren en sentido contrario. “Igual que como ocurre en el amor”, comenta uno de los cantantes que sobreviven de este peculiar género folclórico mexicano, “que deja siempre una dolencia cuando se acaba”. La actividad del canto cardenche suele ser acompañada por la ingesta de sotol, un destilado también oriundo de la región, pues la mayoría de las canciones son de despecho, de amores fallidos, interrumpidos o perdidos y de severa melancolía, y las voces que las interpretan son aguardientosas, como las de almas en pena buscando consuelo o, cuando menos, un poco de alivio. Son contados los jóvenes interesados en preservar esta tradición, hipnotizados unos por sus celulares y la música que emula las tendencias de otros lados, y los demás ocupados en buscar el sustento, muchas veces teniendo que ir a hacerlo en las maquiladoras de la frontera con EEUU, pues en ese pueblo, replegado en el desierto al pie de unos montes, apenas pasa el viento y, eso sí, continuamente el tren más como vestigio de lo que fue que como promesa de lo que podría ser. ¿Sobrevivirá el cardenche cuando los pocos viejos que aún lo interpretan no estén más? En muy pocas voces quedará la memoria que pudiera evitar su desaparición.
A morir en los desiertos es un filme de la española Marta Ferrer que sin alarmismo, desde la serenidad, nos muestra un pedazo de mundo en peligro de extinción. Casi circular en su estructura, tras el asentamiento geográfico que se planta como prólogo, inicia el relato recorriendo en primerísimo plano varios rostros ajados, curtidos, marcados por surcos y por pliegues, y es en ellos, en la acumulación de ese tiempo detenido, que la directora decide concluir su filme. Porque son ellos los depositarios de la herencia y de muchos de los recuerdos que perviven gracias a esas voces trémulas, espectrales que son expulsadas de gargantas que llevan las penas ahogadas, que han alojado infinidad de tragos, y que guardan muchísimas palabras atoradas; que han expresado tanto, y quizá han callado aún más. Cuando estos viejos se vayan, se llevarán su presencia, pero también su saber, sus secretos, misterios y sus remembranzas. Y también, por supuesto, un canto que ya pocos conocen incluso ahí, en su propia tierra; el mundo homogeneizado de la globalización apenas permite la extravagancia de lo auténtico y de lo propio. Un canto que derrama nostalgia, musical y también lírica que, precisamente, como en cruel paradoja, acentúa la pérdida. Cuando se pierden la identidad y las raíces, poco queda. Ahí, donde el tiempo parece suspenderse y solo el sonido del tren a intervalos lo agita y pone de nuevo en marcha, la música se convierte en la vida de la vida, en la auténtica salvación. Y la directora, con una cámara que se pasea entre ellos como si fuera uno más, registra los vínculos y los espacios por donde, de cuando en cuando, conjura también la poesía visual que complementa la que las vidas de estos hombres, y de sus mujeres cercanas, ha ido labrándose en el tiempo con su canto.
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