Virgil Oldman (Geoffrey Rush) es un esteta maduro, solitario y excéntrico que trabaja como agente de subastas en la Venecia contemporánea. Se ha pulido en su oficio: tanto, que es capaz de detectar un Luis XIV a veinte pasos y vender un telescopio de Galileo en millones, en pocos minutos, para la sala de subastas para la que colabora. Es toda una eminencia en dicho campo que con el paso de los años le ha servido para hacerse con una muy valiosa colección de retratos femeninos adquiridos en dichas licitaciones en complicidad con un amigo de toda la vida (Donald Sutherland). Su existencia transcurre al margen de cualquier sentimiento o emoción —nunca ha tenido una novia y no soporta la idea de ser tocado. De ahí su obsesión con los guantes que siempre usa—, hasta que conoce a Claire Ibbotson (Sylvia Hoeks), heredera de una extensa villa colmada de pinturas y antigüedades. Ella le encarga evaluar las propiedades de sus difuntos padres, pero sufre de agarofobia, por lo que se mantiene oculta, y solo interactúa con la gente a su alrededor a través del teléfono y protegiéndose detrás de las paredes de su casa. En adelante, Virgil se empeña en descubrir físicamente a esa voz joven, que se cuela a través de los muros.
Al mejor postor de Giuseppe Tornatore, cincela un thriller ambientado en el coleccionismo de piezas de arte. Una historia sofisticada y dotada de magnetismo en su primera parte, pero algo artificial y previsible en la segunda, cuando pierde todo misterio: la promesa de una relación amorosa entre el hombre maduro y la joven, le da un giro a la trama poblándola de tics melodramáticos, con diálogos que se sienten impostados a pesar de su magnífico reparto. El guión liviano, incorpora trucos y giros a los que les falta un tanto de ingenio.
VSM (@SofiaSanmarin)
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