En un supermercado se divierten Sole (Adriana Álvarez) y Ana (Natalia Arias) haciendo pases de baile y jugando bromas como el fingir un ataque epiléptico. Al verlas, un empleado de la tienda que las conoce, desespera pues no les cree (ya se la han aplicado) y las quiere desalojar a la fuerza. Algunos clientes intentan defenderlas, solo para ver cómo las chicas echan a correr muertas de risa. En la calle toman sus bicicletas y refrendan su pacto de nunca utilizar automóviles y serle siempre fiel a sus biclas, mientras sobre ellas recorren las calles de San José, en Costa Rica. Cuando llegan a la enorme casa de la abuela de Sole, con un jardín gigante, ésta le muestra a Ana una colección de autos antiguos, todos resguardados debajo de lonas que los cubren. Al revisar algunos de ellos y jugueteando con romper la promesa que recién habían refrendado (imaginan convertir en taxi uno de estos vehículos) descubren que en la cajuela se encuentra un cadáver. Ana quiere llamar de inmediato a la policía, pero Sole se lo impide pues teme que involucren a su abuela quien se encuentra ya en una posición muy vulnerable por la enfermedad. Tras discutir de forma airada, Sole decide informar a la policía y las inconsistencias en su declaración provocan que sea llevada a la comisaría. Pero el difunto es nicaragüense y la familia de Sole tiene conexiones, un buen abogado y dinero, por lo que rápidamente es dejada en libertad. Al salir del interrogatorio, Sole es recibida por un grupo de bikers, sus amigos, con los que se va a festejar a casa de su abuela. Ella y Ana tienen sexo con sus respectivas parejas y, después, le piden a otro del grupo (con quien las dos coquetean) que vaya a buscar el sitio en el que se supone vivía la persona que encontraron muerta. Entre trucos de bicicleta, conversaciones, recorridos por la ciudad, y la concreción de convertir uno de los autos en taxi, transcurre el tiempo sin contrariedades ni grandes acontecimientos hasta que un evento inesperado, producto de un descuido, probablemente haga que sus vidas cambien para siempre. O solo por un rato.
Con Te prometo anarquía, Julio Hernández Cordón logró consolidar una voz de autor cinematográfico, estilizando una propuesta visual y afinando una cualidad de narrador que venía desarrollando desde su ópera prima, Gasolina (2008). Con Atrás hay relámpagos Julio ha dado un paso hacia, eh, atrás. Parece como si se le hubiera ocurrido un principio y un final medianamente interesantes y después hubiera tenido que rellenar el resto del filme con situaciones anodinas muchas, y unas pocas atractivas, ingenios visuales particularmente gracias a piruetas en las bicicletas -sobre todo de noche y con luces-, de las que incluso abusa, y alguno que otro comentario aislado sobre clase, nacionalidad, la amistad y lo mal que está la situación en Costa Rica (como se podría quejar cualquier persona de otro país) y de ese modo aparentar darle algo de la profundidad de la que carece en realidad el filme. Los jóvenes (como suelen en los filmes del guatemalteco) no saben qué hacer con sus vidas, el panorama no es alentador, pero en esta ocasión la película se contagia de indolencia. En el aspecto formal, el director apuesta en las dos primeras secuencias (fundamentales para el posterior desenvolvimiento de la trama) por tomas muy prolongadas que dependen en buena medida del desempeño actoral y tanto Álvarez como Arias parecen resentirlo, y el filme más aún. Constantemente parece que lo que estamos viendo es, en realidad, un trabajo estudiantil; el oficio de Hernández Cordón evita que sea una catástrofe. En general, conociendo el trabajo previo de Hernández Cordón, Atrás hay relámpagos se siente como un proyecto hecho por cumplir con algún compromiso, que no amerita demasiado empeño, ni alma de su parte. Y el resultado es que los relámpagos (y también los truenos) terminan por alcanzarlo.
Fecha de estreno en México: 15 de febrero, 2019.
Consulta horarios en: Cineteca Nacional