En el pueblo mexicano de Santa Cecilia vive Miguel (voz de Luis Ángel Gómez), un niño entusiasta que sueña con seguir los pasos de su ídolo, Ernesto de la Cruz (Marco Antonio Solis), y convertirse en el mejor músico de todos los tiempos. Sin embargo, sus padres, tíos y abuela –dedicados a la fabricación y reparación de calzado– detestan cualquier estilo y expresión musical, así que el jovencito resguarda en secreto y con sumo cuidado una humilde guitarra con la que practica casi a diario. El niño no entiende por qué en su círculo familiar se respira un profundo odio hacia la música. En las vísperas de una nueva celebración del Día de Muertos, él cruza un portal que lo conecta con el mundo de los fallecidos y ahí, tras una serie de aventuras acompañado de un bondadoso esqueleto llamado Héctor (Gael García Bernal), descubrirá un secreto asociado con Coco, su bisabuela.
Como si se tratara de la lucha entre el Leteo (pérdida de la memoria) y el Éunoe (la buena memoria) –planteada por Dante Alighieri en su Divina comedia–Coco (2017), el más reciente filme de Pixar y Disney, recupera las fricciones y tensiones entre el olvido y el recuerdo. Y aunque uno de los personajes (la fiel mascota de Miguel) es un breve guiño al poeta italiano, los guionistas y directores Lee Unkrich (Toy Story 3, 2010) y Adrian Molina no se plantearon reinterpretar a uno de los pilares de la literatura occidental para reflexionar en torno a la memoria individual, familiar y colectiva, sino que centraron su mirada en una de las celebraciones tradicionales mexicanas que tiene sus orígenes en las antiguas civilizaciones de Mesoamérica: el Día de los Muertos. La representación de “el más allá” es una imponente, brillante y digna metrópoli –confeccionada por el diseñador de producción Harley Jessup– que amalgama una serie de referentes propios de México. El despliegue arquitectónico vertical alude a las calles del centro de Guanajuato; los caminos repletos de pétalos de cempasúchil y velas que conectan los cementerios con las casas recuerdan los ritos de Pátzcuaro, Tzintzuntzan, Janitizio y otras zonas de Michoacán; las ofrendas coloridas y simétricas, así como la presencia de alebrijes son un homenaje a Oaxaca; el mármol y la herrería de los interiores de los edificios rinden tributo al Palacio Postal del Centro Histórico de la capital del país. Además de los fastuosos y coloridos espacios arquitectónicos, el impecable trabajo de animación se ve reflejado en los diferentes juegos de texturas, desde la grisácea y lisa piel del xoloitzcuintle hasta las arrugas de una anciana. Aunque los realizadores caen en uno de los rasgos principales de la posmodernidad, el apropiacionismo (al retomar las tradiciones de una cultura ajena), Unkrich y su equipo evitan el reduccionismo demostrando una comprensión esencial de la tradición mexicana mediante un acercamiento respetuoso y cariñoso, y buscando el momento oportuno para rendirle tributo a icónicos personajes de la cultura mexicana como El Santo, Frida Kahlo, Cantinflas, Pedro Infante y, por supuesto, José Guadalupe Posada, cuyos grabados inmortalizaron la figura de La Catrina. Aunque el filme abusa de los gags físicos un tanto ingenuos e infantiles –casi todos vinculados a la facilidad con la que los muertos manipulan o pierden sus propios huesos–, Coco es un filme sobre la celebración de la familia, la importancia de los recuerdos y la conexión a través de las generaciones; el hecho de que el protagonista se cuestione sus orígenes, cuál es su lugar dentro de su familia y los vínculos que se crean a partir del simple acto de recordar, responden a una necesidad humana universal.
Fecha de estreno en México: 27 de octubre, 2017.