En una región no específica de México -y en una época indeterminada- vive una niña llamada Huck (Matilde Hernández), quien, en compañía de su padre (Rogelio Sosa), un miserable y atormentado drogadicto, cuida y da mantenimiento a un campo de béisbol que es visitado en las noches por un grupo de narcotraficantes. Durante el día, la niña convive con otros tres niños solitarios y heridos, quienes comparten sus más dolorosas experiencias vinculadas a la violencia, el encierro y la tortura. Durante la noche, la pequeña, para evitar el mismo destino que su hermana y su madre -ambas desaparecidas-, utiliza una máscara, finge ser varón y es encadenada para no ser robada por los violentos sicarios que están dispuestos a seguir exterminando a las mujeres. Cuando uno de los líderes del cartel le pide a Rogelio que asista a su celebración de cumpleaños en compañía de su banda de música, Huck se ve obligada a sobrevivir en un entorno caótico gobernado por los disparos, la sangre y la muerte.

De nacionalidad estadounidense, mexicana y guatemalteca, el cineasta Julio Hernández Cordón construye un mundo aparentemente distópico que coquetea con los escenarios desérticos, polvosos, postapocalípticos y bañados en luz naranja crepuscular de Mad Max. Cómprame un revólver (2018) ofrece un escenario caracterizado por la brutalidad extrema. Es un México sin fecha, completamente controlado por los cárteles de la droga; los hombres armados aterrorizan a la población, los niños pequeños son encarcelados en jaulas de pájaros, hay una escasez aguda de mujeres en esta sociedad macabra y las pocas jóvenes que aún viven permanecen en peligro de ser secuestradas, por lo que Huck, cada que está expuesta en los exteriores, está al borde de una auténtica lucha entre libertad y encierro, entre salvación y tortura, entre vida y muerte. Cordón concibe una realidad alternativa de salvajismo sin ley que, sin embargo, está muy cercana al México sangriento actual cuyas estructuras sociales y humanas cada vez son más frágiles. En la primera mitad del filme, Cordón construye de manera excepcional los vínculos entre padre e hija; seres humanos que parecen estar capturados en paisajes inhóspitos, que deambulan y se arrastran por los escenarios para no ser las próximas presas de los sádicos hombres. En este sentido, impulsada por un espíritu curioso e inquieto, Huck se desplaza constantemente para explorar el paisaje abierto del desierto. El cinefotógrafo Nicolás Wong (Violeta al fin, 2017) sigue los movimientos rápidos de la niña y, por lo tanto, adapta -en algunos momentos- los movimientos de la cámara a los impredecibles recorridos de la protagonista. De esta manera, la percepción subjetiva de los acontecimientos, es decir, la mirada de la niña, definen la forma que adquiere la realidad externa. Ello explica la decisión del director por recuperar pequeños toques de la originalidad que utilizó en Hasta el sol tiene manchas (2012) para representar, a modo de fantasía trágica, las consecuencias de una matanza sangrienta donde la extensión del daño se indica mediante dibujos de cadáveres en el suelo. Mediante la fuerza de la ficción, Cordón juega con la credibilidad espacio-temporal para impulsar los detalles artificiales de su relato y desembocar así en una poderosa secuencia -con reminiscencias al juego de pantomima y sonido del partido de tenis en Blow-up (1966), de Michelangelo Antonioni- en la que Huck simula jugar beisbol sin bate ni pelota, pero sí con la imaginación y la esperanza, como si éstas fueran las últimas herramientas para confrontar la crueldad, para resistir la violencia.

Fecha de estreno en México: 10 de mayo, 2019.

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